Siendo niño conoció a Obdulio Varela, el capitán de Maracaná, y en la música fue discípulo de Abel Carlevaro, que es como decir que estudió con el Obdulio Varela de la guitarra.
Lo de Obdulio fue lógico. El padre de Eduardo Fernández había sido futbolista profesional en el Racing Club, de Sayago, y en alguna oportunidad estuvo citado a la selección uruguaya. Lo de estudiar con Carlevaro fue suerte, pero también el resultado de una familia dispuesta a fomentar el camino de un talento natural.
Al colgar la camiseta número 10, su padre, Ramón Fernández, continuó viviendo en La Paz, una pequeña localidad del departamento de Canelones limítrofe con Montevideo, dedicado ahora a la farmacia. Mantenía la afición por la guitarra, seguramente alimentada en las concentraciones antes de los partidos, y el gusto –raro entre los futbolistas– por la música sinfónica. En su casa se escuchaba casi todo el día la radio del Sodre, emisora estatal dedicada al repertorio clásico. Percibió que a su pequeño hijo también le gustaba ese paisaje sonoro. Quizá por instinto de volante creativo, o quizá enterado de que para dedicarse a la música hay que comenzar temprano, le preguntó si quería estudiar algún instrumento.
Eduardo Fernández tiene un recuerdo preciso de cómo razonó su yo de siete años. Como querer, querría tener una orquesta completa en su casa. Imposible. Así que se decidió por un instrumento que le permitiera “manejarse solo”.
–El piano me resultaba un bicho bastante antipático en ese momento, una máquina demasiado grande, como un camión enorme, entonces elegí la guitarra. Y ahí estoy todavía.
Al comienzo la música era apenas una actividad más.
–Así como jugaba al fútbol, estudiaba inglés e iba a la escuela, además tenía las clases de guitarra.
Con la perspectiva del tiempo se da cuenta de que Raúl Sánchez Arias, aquel docente con el que lo mandaron a los siete años, fue un buen profesor. En especial porque lo puso desde un principio a leer música. Aunque ese galimatías de signos extraños colocados en un papel pautado con líneas horizontales parezca complejo, “los niños –dice hoy desde su experiencia– son muy rápidos para incorporar algo nuevo cuando les interesa”. Así que Sánchez Arias no tuvo que hacer muchos trucos. Apenas vio que podía producir sonidos llevando esa lectura al instrumento, y que los sonidos tenían sentido, el niño Fernández se entusiasmó enseguida.
–Es una lástima que no se haga lo mismo en las escuelas de modo curricular. Así como hay educación física podría haber un profesor generalista de instrumentos. Es importante. Vos eliminás la educación musical en las escuelas de un país, como prácticamente se hizo en Estados Unidos, y 20 años después tenés a Donald Trump.
Sensatez y sentimientos
Eduardo Fernández no se afilia a la teoría de la música como pura sensibilidad. “Te enseña también cosas muy formales; te enseña a pensar, como las matemáticas, y te enseña a trabajar en equipo, como el fútbol”.
Es decir, la música es emoción, sí. Pero también es estructura, dice. Y dice que es muy difícil separar una cosa de la otra: “Son dos aspectos de lo mismo: lo mirás desde un punto de vista y es estructura, y lo mirás desde otro punto de vista y es emoción”.
Su primera presentación amateur la tuvo con 11 años, en la Sala Verdi, durante el ciclo de conciertos del Centro Guitarrístico del Uruguay, en el invierno de 1963. No actuó solo. Lo hizo junto con su hermano gemelo, Julio, con quien tenían un dúo de guitarras.
Un par de años después de aquel concierto infantil, su vínculo con la radio empezó a ir más allá de sólo escuchar. Escuchaba, sí, pero anotaba las piezas que le interesaban y hacía uso de un servicio que tenía, entonces, la radiodifusora oficial, que enviaba a los oyentes los programas con anticipación para que pudieran grabarlos en cintas. Se esperaba que fuera un modo de fomentar la frecuentación más pausada de algunas creaciones. El adolescente de La Paz encargaba una y otra y otra, hasta que pronto tuvo una enorme colección. Esos sonidos le daban sentido a los nombres que leía en enciclopedias sobre músicos, que devoraba desde niño. “Era como alguien que sólo conoce una ciudad por un mapa y después –al escuchar esas cintas– llega a la ciudad”.
La ética del intérprete
El viaje y el mapa tenían, en el tramo final de su adolescencia, una ruta precisa. Después de los siete años de estudio con Sánchez Arias fueron otros siete trasladándose de La Paz a Pocitos, tomando dos ómnibus, el 130 y el 121, para ir a estudiar con Guido Santórsola. Con él aprendió la ética del intérprete, esa que pauta que el deber que se tiene con el público es el mismo en el pueblo más chico que en un escenario de Nueva York. “Y es también un deber con la obra y con el compositor”, comenta.
Su nuevo docente era muy riguroso pero miraba la música de manera integral, más en términos de contrapunto y armonía que de manejo específico del instrumento. Eso era vital, porque Eduardo Fernández nunca ha tenido vocación de taxidermista. No le cautiva decir “de este compás a este otro pasa tal cosa, después tal otra y bla bla”. Eso –reconoce– quizá es necesario, pero no alcanza. “Lo interesante es cómo se relacionan esas partes. Más la fisiología de la música que su anatomía, aunque tengas que conocer ambas”.
En el último año de sus estudios con Santórsola se produce su debut profesional. Es el comienzo de su carrera, esa de la que ahora se cumplen 50 años. Fue en la segunda quincena de setiembre de 1971, en el teatro del Anglo. Había ganado un concurso de Juventudes Musicales que implicaba un viaje a Chile, y tenía que hacer un recital antes, en Montevideo, con el mismo programa.
No atesora muchos recuerdos de lo que pasó arriba del escenario ese día. De hecho, no guarda recuerdos de los conciertos mismos, de ninguno, porque el tipo de concentración que tiene implica que enseguida se le borre lo que acaba de ocurrir. “Termina y hacés una especie de reset”, dice.
Lo que sí sabía en ese momento era que las herramientas técnicas de las que disponía no le alcanzaban.
Entonces llega Carlevaro, creador de una nueva escuela en guitarra clásica, un uruguayo tan determinante a nivel internacional como Joaquín Torres García en la plástica o Juan Luis Segundo en la teología.
–Lo que hacía Carlevaro era desarmarte para armarte de nuevo… pero bien. Te enseñaba a pensar la guitarra de otra manera. A tomar conciencia de las acciones corporales. No en vano era hijo de un famoso médico. Tenía esa actitud clínica con el estudiante. Cómo sentarse. Cómo trabajar las manos. Qué hacen los dedos. Siempre tratando de hacerlo todo de la manera más racional posible. De ayudarte a adquirir control.
El debut soñado
Más allá de la intención de hacer música estaba la duda. ¿Era bueno en lo que hacía? A partir de ese viaje a Chile empieza a transitar el proceso gradual de responderse. Por ejemplo, con los cursos del Seminario Internacional de Guitarra, en Porto Alegre.
–Era el lugar donde estaba todo el mundo junto, lo que fue muy importante para toda mi generación. Se aprende muchísimo de la interacción con otros músicos. Lo que hay que hacer y sobre todo lo que no hay que hacer. Además, se accede a repertorio.
Y después, el parteaguas del año 1975. Su Maracanazo personal. Radio Francia realiza un concurso que permite que los candidatos envíen su trabajo mediante cintas, y sale seleccionado. Aprovecha el viaje para participar también en el concurso Andrés Segovia, en España. Gana el Segovia y obtiene el segundo premio en el de París.
“Y eso sirvió. Sirvió por ejemplo para que me invitaran a Nueva York”, dice. A partir de su concierto en Nueva York se entra en el terreno más conocido de la leyenda. Esa que llevó al maestro Abel Carlevaro a calificarlo como “un elegido”.
Pero nada es fácil. Sobre todo si se tienen 24 años y se debe elegir entre continuar los estudios de Ciencias Económicas –estaba en tercer año– o dar un giro de timón para dedicarse a la guitarra en exclusivo. La respuesta parece jugarse por completo en una sola noche. Es el 1º de febrero de 1977, toca en el Kaufmann Hall. Al otro día The New York Times escribe: “Raras veces hemos presenciado un debut más notable en cualquier instrumento”.
Algo similar ocurre con su estreno británico, en el Wigmore Hall de Londres, en 1983. Ese concierto fluye de tan buena forma que resulta decisivo para su contrato de exclusividad con el prestigioso sello Decca/London, con el que hace 18 discos antes de cambiar de compañía y grabar para la discográfica alemana Arte Nova y la japonesa Denon.
Son los años de la dictadura cívico-militar, y aunque no tiene problemas con las autoridades (“nunca me pusieron en ninguna lista negra, aunque había motivos, pero por alguna razón me les escapé”), no puede abstraerse del clima opresivo que se vive en el Uruguay de entonces. Al trabajar en la introspección de su instrumento, dice, no sufre lo que sufrieron en otras artes, como por ejemplo en el teatro. Elige decir con su guitarra (“en música se pueden decir muchas cosas sin decirlas, y si no preguntale a Dmitri Shostakovich”). En 2015, cuando lo invitaron a ser parte de la campaña Imágenes del silencio, en la que figuras reconocidas posaban con fotos de desaparecidos, aceptó sin dudarlo.
El compositor
Se considera un músico que toca la guitarra más que un guitarrista. Por eso cuando compone (en este campo estudió con Héctor Tosar) no lo hace sólo para ese instrumento. “Componer es estar del otro lado del mostrador”, dice. Incluso cuando toca una pieza propia, cosa que sucede raras veces, la tiene que estudiar como si fuera de otro.
–El compositor tiene una idea, va viendo qué estructura le quiere dar a la pieza, decide qué va a ir en qué lugar, cuándo y de qué manera, y el intérprete se encuentra con ese objeto ya hecho. Como un actor con una obra de teatro. Entonces tiene que ver cómo entra en ese personaje y construir una interpretación a partir de eso.
No es que no le guste tocar sus piezas, es que prefiere cometer esa especie de “injusticia consigo mismo” para no ser injusto con los otros compositores que no tienen “tan cerca” la posibilidad de un intérprete.
–La situación del compositor es trágica en Uruguay. En música, aparte del trabajo de componer, que es grande, tenés que tener gente que la toque, porque si no la pieza no existe. Eso, por una cantidad de razones, no es fácil. Hay cosas muy simples que se podrían hacer y no se hacen. Por decir una: la orquesta del Sodre podría tener un compositor en residencia que cambie cada año. Que lo elijan como quieran. Que saquen una bolilla de un bolillero si quieren. Pero por lo mismo que les cuesta tener un músico pueden tener un compositor que escriba para la orquesta, cosa que se hace en muchísimos lados.
No es su única idea para el mundo de la música. Le preocupa que se hayan perdido las oportunidades de conciertos, de tocar, esos ciclos de recitales de los que había muchos en Uruguay. Cree que se podría resolver con “una especie de agencia nacional de conciertos”, similar a la que existe en Estonia, “con la misma estructura que tenía el Cosconcert de los soviéticos”. En un lugar con una población pequeña, como Estonia o Uruguay, “funcionaría fantástico”.
–Vos podés tener algún tipo de convenio con las intendencias. Identificar 19 lugares, o más según el departamento. Ver dónde hay pianos, y si no, podés llevar otro tipo de cosas, y podés hacer concursos de selección todos los años o cada tres años, para que vayan entrando los nuevos al roster de la agencia, o las nuevas, y empezar a funcionar.
Describe sus detalles con entusiasmo. Lo ve como un modo de retrasar un poco el momento en que los músicos talentosos dejan el país, pero también como una manera de ir formando un público. Sin embargo, nunca llegó a plantearlo más que informalmente. “No soy muy bueno para el lobby”, explica. Y agrega: “Usando los codos no me defiendo para nada”.
De Bach a Japón
Su vínculo con Japón es asiduo y está lejos del exotismo. Tiene un dúo intermitente con el guitarrista japonés Shin-Ichi Fukuda, junto con quien ha actuado en varios países de Asia y América del Sur, pero también en Alemania y en Cuba. Además, una de sus tres guitarras preferidas se la hizo un luthier japonés. Esto no le parece especialmente raro, no piensa en esa guitarra como si fuera aquel sable que Hatori Hanzo fabricó para la protagonista de Kill Bill, la película de Quentin Tarantino: “Masaki Sakurai es un luthier, y los luthiers hacen guitarras”, dice, quitándole color al asunto.
De sus tres guitarras preferidas, la que más prefiere no es la japonesa, sino la que le hizo el francés Daniel Friederich (fallecido en 2020). Pero casi no la lleva a los viajes. “En los aviones no te las dejan transportar arriba y algunas guitarras que tuve antes me las han partido en las bodegas”, dice. Y eso es un problema en una gira, ya que no alcanza con conseguir otra de apuro. El guitarrista hace una especie de simbiosis con su instrumento. “Como no tenés ningún tipo de maquinaria intermediaria para obtener el sonido –dice–, la guitarra es como una cosa introspectiva”. Es decir, “te obliga a ver qué tenés adentro y cómo lo podés sacar”. Y hay que acostumbrarse a cada ejemplar de instrumento para que esa interacción íntima suceda.
Estudió mucho a Johann Sebastian Bach, sobre quien además escribió un libro (“porque es imposible hacer a Bach en guitarra si no tenés una comprensión general de su música”). Si se le hace la pregunta absurda de por qué es importante Bach hoy, responde sin inmutarse: “Cualquier cosa que sea buena sigue siendo importante, y en música Bach es de lo mejorcito que tenemos”.
Enseguida afina la precisión de lo que parecería no poder tenerla: “Bach te da un sentido de lo sagrado, tiene una perfección de estructura y de retórica que encuentro increíblemente comunicativa”. La perfección no es una certeza que llegue armada de fábrica, sino la oportunidad de investigar: “Hay que entender cómo está hecho y por qué está hecho así”.
Esto no lo vuelve un nostálgico acartonado (rechaza, por ejemplo, el término “música académica”), sino que disfruta la experimentación de lo nuevo. Ese reconocimiento de una continuidad le viene de entender, como dice, “que las cosas nuevas surgen o en oposición o en mutación de lo que ya está”. Y en sus frases parece esperar, agazapado, el armador del equipo de vóleibol del club Olimpia de Colón, donde jugaba de joven: “Si agarrás por un lado completamente distinto, ese lado es distinto porque había algo, antes”. O la picardía del picado de fútbol en el potrero de La Paz: “Ignorar la historia es fatal, porque terminás inventando el agua caliente”.
Cinco sentidos
- Lee mucho, en especial biografías o no ficción (“de puro curioso”).
- Es hincha de Nacional (“aunque no fanático”).
- Le gusta descubrir platos locales cuando está en otro país, pero cuando se cocina en su casa –divorciado y sin hijos carnales– es “más bien utilitario”.
- Pese a sus mil viajes, no tiene un café en determinada ciudad al que volver siempre (“me interesan más los lugares mentales que los lugares físicos: estados de ánimo, recuerdos, ideas”).
- Nunca sueña con la guitarra.