Nadie estaba preparado. Salvo Pereira, ese gris periodista de un pequeño diario portugués. Creado por Antonio Tabucchi y encarnado de manera magistral por Marcello Mastroiani, el protagonista de Sostiene Pereira era tan previsor que alistaba con anticipación las necrológicas. Nadie más. Y menos que nadie los griegos.
Nadie tenía pronta su esquela fúnebre porque nadie pensaba que toda esa fuerza de la naturaleza pudiera morir algún día. Por algo los griegos, según se ha dicho, le llamaban Atanatos, “el inmortal”. Sin embargo, Mikis Theodorakis fue más previsor que todos y, al morir, ya tenía lista su resurrección. Experiencia le sobraba: ya había renacido muchas veces antes. A los 17 años, cuando se integró a la resistencia antifascista durante la Segunda Guerra Mundial. A los 21, en la guerra civil griega, cuando fue detenido, torturado y aislado en los campos de concentración de dos islas egeas. A los 41, cuando tuvo que pasar a la clandestinidad a causa de la dictadura de los coroneles y atravesar, de nuevo, el ciclo de cárcel, tortura y asilamiento; entonces con el agregado de que ya era un compositor célebre y se le agasajó con un decreto especial de la junta militar que prohibió ejecutar, emitir y escuchar su música. Y así hasta, por poner un caso, los venerables 87 años, cuando casi lo ahogan los gases lacrimógenos de los antimotines en una protesta contra las medidas de “austeridad” impuestas por la Unión Europea.
Máquina interminable de componer, su relación con la música comenzó en su infancia en la isla de Chíos, cuando un tío le regaló un gramófono. Estudió música en París en los años 50, fue premiado en Moscú por Dmitri Shostakovitch, y compuso varias piezas de repertorio sinfónico hasta que en 1960 se encontró a sí mismo gracias al trabajo con los poetas griegos. Nació así el Theodorakis que surge en la mente y el oído cada vez que se dice su nombre. Ese apasionado gigante lleno de energía envolvió desde entonces, con todas las capas de una orquesta, el núcleo griego tradicional pero nunca embalsamado (pese a su coqueteo circunstancial con el nacionalismo, que siempre es de derechas, Theodorakis fue esencialmente un revulsivo de todo lo que rozaba). Es entonces que su nombre empieza a estar asociado con los nombres de poetas como Yorgos Seferis, Odyseos Elytis y, sobre todo, Yiannis Ritsos.
Ese Theodorakis es el que puede verse, en su mejor expresión, en el documental de Nikos Koundouros sobre su apoteósico concierto de 1976 en el Pireo, coincidiendo con la caída de la dictadura. Hay en Youtube algunas interpretaciones puntuales –gloriosa la de un jovencísimo Giorgios Dalaras, el “Serrat griego”–, pero búsquese en esa misma plataforma la película completa. Las tomas del recital se mezclan con escenas de manifestaciones callejeras y con una secuencia casi etnográfica del entierro del periodista Doros Loizou, asesinado en Chipre.
Ya está listo el mito, y en el conjunto viene incluido el desparejo compositor de bandas sonoras, tanto en las películas de Costa-Gavras como en su trabajo más masivo: la hipnótica danza de Zorba.
Theodorakis aprovecha su celebridad para extender sus posturas políticas más allá de los límites de su país. Así entra en contacto con las luchas de América Latina. Seducido por el Chile de Salvador Allende, hace una ambiciosa partitura basada en Canto general, de Pablo Neruda, que estrena junto con Los Quilapayún en la Fiesta de L’humanité, en el París de 1974, luego de haberle mostrado algunos segmentos al poeta dos años antes.
También tiene su nexo con el Río de la Plata al participar de un evento contra la dictadura uruguaya (Madrid, 1983) y tocando en Argentina el ballet Zorba el griego en octubre de 1994 (el violinista uruguayo Daniel Lasca estuvo bajo su batuta esa noche en el Luna Park).
Aunque Mikis Theodorakis murió el jueves 2 de setiembre, al morir ya tenía lista su resurrección. Guardada con celo en los archivos del KKE, el Partido Comunista griego, estaba la carta que el músico escribió el 5 de octubre de 2020. Ahí, según el periodista griego Antonio Rigopoulos, pedía que sólo se hiciera pública después de su muerte. Y así se hizo. Solicitaba, Theodorakis, su regreso a un partido por el que había sido dos veces legislador y candidato a alcalde de la capital. Del que se había ido, desmelenado, en la búsqueda de la independencia, pero con el que siempre había mantenido lazos de familia. “Quiero dejar este mundo como comunista”, escribió en la carta-testamento.
Como ese personaje barbado que sale de la tumba y rompe los sellos del infierno en la iconografía griega, liberando a la humanidad esclavizada, así, Mikis Theodorakis reingresó después de muerto a una religión laica donde –dijo– “viví mis años más fuertes y hermosos”. Los griegos tienen para esa resurrección mística una bella palabra: anástasis.