En un extremo de esta historia hay una mujer que, cámara en mano, sale a buscar historias de otras mujeres para poder, según dice, recomponer sus propios lazos con las circunstancias políticas que la precedieron y con una militancia de la que se había alejado. En el otro extremo está Belela Herrera, la mujer que pasó de ser la señora de un diplomático del gobierno de Jorge Pacheco Areco a sacar, en su propio auto, un minúsculo Fiat 600 de color rojo, a los perseguidos políticos que debían escapar de Chile cuando las Fuerzas Armadas dieron el golpe de Estado. Y en el medio, “como un puente”, está Virginia Martínez, escritora, documentalista y amiga personal de Belela desde hace muchos años. Ella es el Virgilio de este viaje que la directora emprende, en la huella de su personaje, por Santiago de Chile, Buenos Aires, El Salvador, Panamá y Montevideo. Mujeres que pertenecen a generaciones distintas, pero que se reconocen en la práctica militante y en la búsqueda de un mundo más justo, más humano y más vivible para todos.

“El título de la película tiene que ver, por un lado, con la búsqueda de un sentido de pertenencia política”, explica Soledad Castro a la diaria. “La historia de Belela Herrera es excepcional porque es un personaje muy valiente, con una trayectoria enorme en todo el mundo, pero también es alguien con una humildad y una ternura muy especiales. Creo que cumplió la función que cumplió porque era mujer, porque era madre, porque tenía un trayecto humano que la ayudó a tomar la decisión de jugarse la vida por los demás y porque se vinculó y articuló con otras, con muchas otras, en esa resistencia invisible que cruza fronteras. Belela es una de nosotras porque en su figura se encuentra metaforizada la lucha colectiva de miles de mujeres”.

Belela Herrera salió de Montevideo como esposa de César Charlone Ortega, designado embajador de Uruguay en Chile cuando comenzaba la década del 70. Estuvo en Santiago cuando Salvador Allende asumió el gobierno, y tres años después le tocó jugar un peligroso papel para garantizar la salida del país de los perseguidos por Augusto Pinochet. Fue Enrique Iglesias quien la convocó para trabajar junto al Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (Acnur) en 1973, y así terminó de sellarse el destino que la tuvo ocupada durante décadas, atenta a la resolución de situaciones desesperadas tanto en el Cono Sur de América Latina como en América Central. Fue una aliada de las causas de los desaparecidos, de los nietos apropiados, de los desplazados por las guerras civiles y por la violencia, y ocupó altos puestos tanto en organismos internacionales como en organizaciones de la sociedad civil y en los gobiernos del Frente Amplio.

“Belela es una mujer de clase alta pero utilizó sus privilegios a favor de la lucha colectiva, identificándose con las izquierdas latinoamericanas de modo muy profundo e íntimo, no desde la teoría sino desde la acción. Además, construyó su vida pensando que iba a dedicarse a ser madre y esposa, y el despertar político le vino con el tiempo, ya grande, cuando el contexto la obligó a tomar partido”, dice Castro. “A su vez, hay una trama internacional que su figura nos trae de manera muy clara y que tiene una vigencia preocupante: los miles y miles de desaparecidos en México y en Colombia, las luchas populares que se están dando hoy en Chile, los refugiados y refugiadas que caminan el mundo buscando un lugar en el que sobrevivir, el resurgimiento de relatos que niegan los horrores de las dictaduras tanto en Argentina como en Uruguay”, agrega. “La urgencia de construir y recuperar un sentido de solidaridad internacionalista, así como la preocupación por el bienestar de las y los extranjeros que llegan a nuestro país en busca de una vida posible, son problemáticas súper actuales y que considero que deben atravesar nuestra militancia, porque también se relacionan con el racismo estructural en el que vivimos y con muchas otras relaciones de poder interseccionales que siguen, lamentablemente, cimentando nuestra sociedad”.

Para Virginia Martínez, la película “relata la historia de una mujer que torció el destino que su clase y su época le tenían reservado, que construyó su historia junto a otras de su época (entendiendo por época no sólo el pasado sino también el presente) y que está narrada por la perspectiva de la mujer de otra generación, la directora”, y por todo eso le parece valiosa. Soledad Castro agrega que “a Belela no le gustó mucho”, y supone que hay cosas vinculadas a su “mirada generacional” que “no la representan del todo”. “Pero incluso en ese hecho creo que se encierra uno de los valores de este material: a pesar de que mi generación –la de los que fuimos adolescentes en los 90, tan derrotada y silenciada dentro de la izquierda– no haya estado marcada por procesos tan evidentemente heroicos como los de generaciones anteriores, tenemos derecho a contar nuestras visiones y reflexiones acerca de la historia de nuestro país, tenemos derecho a contar nuestra historia. Así como lo tienen las generaciones que vienen: al fin y al cabo, esta película es sobre todo para los y las jóvenes, para que tengan acceso a relatos diferentes que les permitan continuar resignificando los hechos del pasado y sentir que también pueden levantar la voz”.

Además de la historia que se recupera en esta película, que es mucho más que la historia de su personaje principal, vale mucho la pena disfrutar de su textura visual, de las bellísimas imágenes de la selva centroamericana, de las pacíficas tomas de Belela en su casa, preparando el té o tomándolo frente a la ventana, del recorrido por la feria –Belela y Virginia tomadas del brazo–, del agua que corre y busca su cauce.

Una de nosotras. De Soledad Castro Lazaroff. Uruguay-Argentina, 2019. En Cinemateca y Sala B, Auditorio Nelly Goitiño.