Cuando leí la semana pasada la contratapa de Soledad Platero sobre mapas y ciudades literarias me acordé de autores que dibujaron ellos mismos los mapas de sus ciudades ficticias. Tolkien y su Tierra Media, Robert E Howard y el mundo de Conan el Bárbaro, William Faulkner y el condado de Yoknapatawpha, Martín Bentancor y la Tercera Sección de Canelones. Pero sobre todo, me imaginé el mapa del Metro de Montevideo que pergeñó Marco Caltieri hace trece años.

La primera vez que lo vi escribí algo que titulé “Transporte inconsciente colectivo”, maravillado porque las postales de Marco –que circulaban sin un sello que advirtiera que eran fantasía– lograban capturar el deseo general de tener un subte en nuestra ciudad y le daban un giro artístico a centenas de mitos urbanos sobre la imposibilidad de materializarlo. El entusiasmo me llevó a comparar el proyecto con el que registraba Borges en “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius”, el cuento sobre un grupo secreto que hace contrabando hormiga de realidades alternativas.

No sabía entonces que, como en el cuento, el asunto recién estaba comenzando. Al poco tiempo, apareció un libro, llamado Metro de Montevideo, en el que, además del mapa, se reunían anécdotas, estadísticas y algunos testimonios, como una aparición involuntaria del periodista Emiliano Cotelo. La realidad seguía contaminándose.

El año pasado, el dique se rompió: mientras TV Ciudad emitía Metro de Montevideo, la editorial Tajante publicaba Cómo manejar el Metro de Montevideo: 33 lecciones de management por el ingeniero Estero Bellaco. El libro recoge cientos de canchereadas de un profesional –pero, atención, no es un abogado– que cree sabérselas todas. La serie es tan uruguaya que duele y da risa a la vez.

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¿Qué habría pasado si en 1999 en lugar de George W Bush hubiera ganado las elecciones estadounidenses un presidente progresista? Con esa premisa, Aaron Sorkin sostuvo siete temporadas de la serie The West Wing, y desde esa realidad alternativa dirigió una mirada esperanzadora al presente regresivo de su país. Especialmente, puso de manifiesto las constantes subyacentes del sistema político estadounidense, más allá de la hegemonía de un partido en particular.

Algo parecido hace Marco Caltieri con la serie Metro de Montevideo, con comedia en lugar de intriga parlamentaria. La ausencia que suple la ficción no es la de tener un presidente digno, sino simplemente un sistema de transporte ágil y largamente proyectado para la capital uruguaya. Mientras, de fondo, muestra una idiosincrasia problemática.

La serie se plantea como un proyecto documental, ambientado en el presente, que se prepara para celebrar los 25 años del sistema de transporte subterráneo montevideo. Lo que vemos es una especie de work in progress, con muchos descartes incluidos, que supuestamente culminará en una película sobre la historia del Metro de Montevideo.

En el género “falso documental”, entonces, como la celebrada The Office, la serie de Caltieri retrata a distintos trabajadores del Metro, y especialmente al entorno de su gerente general, encarnado por Bananita González, que tiene como contrapunto mediático –una vez más, traficando realidades– al periodista Fernando Vilar.

Carteles de “No tirar yerba en el andén”, inversores que no aparecen, equipos atados con alambre: la acumulación de detalles y bromas sobre la inoperancia, improvisación, incongruencia de la empresa Metro de Montevideo termina provocando una sensación agridulce. Excede a la crítica dirigida al “empleado público” que campeaba en la época de Menem-Lacalle (o de Gasalla y Carlos Maggi) y apunta también al emprendedurismo criollo. Es decir: las macanas del Metro de Montevideo se parecen más a las de Cutcsa que a otra cosa.

Entre The Office de Ricky Gervais y las oficinas de Mario Benedetti, las fallas humanas del Metro de Caltieri nos resultan afectivamente próximas y racionalmente insoportables. Como viene haciendo desde que editaba la revista Guacho! junto a Fabián Rodríguez, el juego con la identidad uruguaya continúa en esta fase hiperrealista, que, más allá del ingenio, se vuelve cada vez más seria.

Pero a no ponernos tristes: recordemos a aquellos turistas desprevenidos que se llevaban las postales del Metro y buscaban las estaciones por las calles de la ciudad, e imaginémonos ahora a los espectadores extranjeros que tratan de descifrar qué clase de país es el que se pinta en la serie. En todo caso, el Metro se sigue infiltrando.