Pasadas las 0.30 de este lunes, luego de tres horas exactas de música, en la fría noche del estadio Centenario se respiraba un cálido aire de revancha, en el mejor sentido de la palabra. Porque acababa de quedar enterrada y para siempre la fatídica noche de 2010 en la que por primera vez en Uruguay se había presentado una banda bajo el nombre de Guns N' Roses. Aquella madrugada -porque el recital había empezado cuatro horas más tarde de lo previsto, a la 1.00- los que salieron al escenario fueron unos “Guns” con tan sólo Axl Rose como miembro original, pero fue justamente el cantante el que se encargó de mandar todo al garete, porque era la época en la que tenía malísimas noches -meses, años-, le faltaba el aire, no podía cantar y, para camuflar lo incamuflable, le bajaban el volumen del micrófono a niveles casi inaudibles, armando el karaoke más grande del mundo.
Pero ayer, a las 21.30 en punto, salieron al escenario los Guns sin comillas, con Axl, Slash y Duff McKagan, tres de los cinco miembros que grabaron el disco debut, la última biblia del hard rock, Appetite for Destruction (1987), es decir, exactamente la misma cantidad de músicos originales de la banda que se presentaron en diciembre de 1992 en Buenos Aires, hace tres décadas, en la cresta de la ola, cuando eran un grupo ineludible. La banda actual la completan Dizzy Reed (en teclados, que viene desde los lejanos 90), Richard Fortus (guitarra rítmica y -muy de vez en cuando- líder, que está desde 2002), Frank Ferrer (batería, desde 2006) y Melissa Reese (en teclados, sintetizadores y coros; es la última incorporación, de 2016, cuando volvieron Duff y Slash, luego de 20 años de ausencia).
Entonces, cobraron más sentido que nunca aquellas palabras de presentación que quedaron inmortalizadas en el arranque el disco Live Era '87–'93 (1999) -hasta ahora, el único registro largo en vivo oficial de la banda, más allá de los DVD-, que ayer, luego de un video introductorio bastante bizarro que apareció en las pantallas gigantes, se escuchó por todo lo alto: “Bla bla bla... from Hollywood: Guns N' Roses”.
Las inoxidables “It's So Easy” y “Mr. Brownstone”, del primer álbum, fueron las elegidas para arrancar la noche, y en ambas es donde Axl usa su registro más grave, ideal para calentar la gola. Enseguida se notó que, aunque tiene 12 años más, es un cantante mucho más profesional -en el sentido artístico del término- que aquel que se presentó en 2010. Si bien, obviamente, siempre está al límite de su capacidad vocal y la textura de su voz no puede ser la misma a los 60 que a los 30, no le faltó el aire ni desafinó, y en todo momento se lo escuchó al frente. Con el ritmo irresistiblemente funky de “Mr. Brownstone”, las casi 30.000 personas que estaban en el Centenario se dieron cuenta de que el hard rock también sirve para bailar.
Slash es el último guitarrista icónico que parió el rock, y Axl lo sabe; por eso, cuando presentó a la banda, a la mitad del show, dejó al peludo de galera eterna para lo último, se hizo desear y, antes de mencionarlo, dijo: “Ya está, ¿no? Tenemos a todos”, y la gente empezó con el “olé, olé, olé, Slash, Slash” y todo eso, y fue presentado como corresponde, en el único momento que hubo interacción con el público fuera de las canciones. Guns es una banda sin vueltas, no solo en su música: Axl habla poco y en inglés, no hay demagogia ni gárgaras chovinistas, nada de camisetas de Uruguay ni de “qué linda es la rambla” leído en mal español, etcétera.
“Rocket Queen”, la que cierra Appetite for Destruction, el disco del que tocaron más canciones (siete), otra bailable, fue uno de los puntos Everest de la noche, donde la banda demostró que la cohesión orgánica sigue intacta. Es más, Axl se mandó un agudo casi exacto al de la canción original en el salto “no one needs the sorrow”. Y Slash terminó de desplegar toda su artillería con el solo de talkbox, el aparatito que se mete en la boca para hacer hablar a la guitarra. El galerudo debe tener una casa sólo para guardar su arsenal de guitarras, en su mayoría, Gibson Les Paul, y varias con el cuerpo visiblemente gastado, heridas de mil batallas.
Fuerte y al medio
El sonido grueso y con cuerpo -cargado de sustain- que le saca a cada una de las seis cuerdas -o a las 12, porque también toca con la guitarra doble que tiene esa cantidad en la de arriba- es lo que hace de Slash un guitarrista con estilo único y definible, de los que hay pocos, y se lo puede identificar hasta cuando enmudece las cuerdas y las toca percusivamente. No hay ni un traste de la guitarra al que no llegue, improvisa, crea climas para antes, después y el medio de una canción, y encima corretea y hace la pavada. Y respeta la mayoría de los solos y punteos que lo hicieron legendario, por eso toca nota por nota lo que quedó inmortalizado en aquellos discos, como la introducción densa de “You Could Be Mine”, en la que Axl cambia aquel break vocal hiperactivo del final y le da una cadencia más tranquila.
De los discos Use Your Illusion I y II (1992) estuvo lo imprescindible, como “Knockin' on Heaven's Door” (en la que más cambiaron algunos cosas: Slash sus solos y Axl su intensidad, regulando más), la enorme “Civil War” (con una referencia a Ucrania en forma de bandera), la siempre infravalorada “Double Talkin' Jive”, “Estranged” y la larga “Coma” -entra otras-, cuyo riff zigzaguero sonó más pesado que nunca. Hablando de pesado: quizás la batería por momentos sonaba demasiado grave y saturada. El motivo es que Ferrer aporrea con un pulso más parecido al de Matt Sorum, el segundo baterista del grupo, que al de Steven Adler, el primero.
No hubo fuegos artificiales ni parafernalia, más allá de que la pantalla central todo el tiempo mostraba imágenes con referencias lineales a la música que sonaba. Tampoco hubo magia, a excepción del instante en que se materializó un piano de cola Yamaha en el centro del escenario, frente al que Axl se sentó para tocar “November Rain”, himno de Use Your Illusion I, la última power ballad. Slash ya no se para arriba del piano, como en el famoso videoclip, pero se acuerda clarito de aquellos punteos épicos finales.
“Nightrain”, “Welcome to the Jungle” -con el break descendente, en el que Duff toca el bajo como un bombardero incendiario- y, por supuesto, el himno de los himnos, “Sweet Child o' Mine” brillaron en cada compás. Esta última, con el mítico riff introductorio de Slash, que todavía debe estar reverberando en el agua podrida del foso del Centenario, que en todo ese menjunje de colores verdosos y marronados tiene todo el ADN del fútbol uruguayo y ayer le sumó las instrucciones genéticas del hard rock.
Casi 30 canciones después, la noche terminó con “Paradise City”, con silbato incluido, y el público -sobre todo en el campo- saltando de contento, como nenes chicos en un inflable, pasados del refresco cola de turno. Axl dio fin a esa orgía riffera y chillona tirando el micrófono hacia el público, en una reminiscencia de aquel flaco bardero que escandalizó a medio mundo -ajeno al rock- hace 30 años.
Abrazos entre los músicos y un saludo cordial al público. Slash fue el último en irse del escenario: tiró cada una de las púas que descansaban en las jirafas de los micrófonos, para que la gente las atrapara, y luego del último saludo, como si nada, se mandó un paro de manos. Lo de ayer fue lo mejor que se puede conseguir aquí y ahora bajo el nombre Guns N' Roses, y no fue poco.