Apareció en escena justo cuando el gobierno militar argentino comenzaba la retirada pos-Malvinas, inmerso en la tropa de un Juan Carlos Baglietto que se convirtió en la voz y el rostro barbudo y pelilargo de ese interior que asomó arrolladoramente en el escenario nacional de la mano de un disco de nombre inequívoco: Tiempos difíciles.
“Diez dedos largos y flacos / y un manojo de palabras”.
Era inevitable que el rock local llamase a su puerta, y casi inmediatamente después de haber sido convocado a romper hoteles en la banda de Charly García comenzó una carrera solista en la que pareció encarnar mejor que nadie los devenires de esa generación que nació a la vida con la democracia: exploró sus primeras influencias musicales con Del ’63 y le sumó tango, latinoamericanismo y morral con Giros. Abandonó el optimismo de la primavera democrática siendo bestialmente dark con Ciudad de pobres corazones y retrató su reviente rocker con Ey! hasta alcanzar una primera madurez y resumir su personalidad musical con Tercer mundo. De ofrecer su corazón a pedir que le den una alegría: ese fue el recorrido del primer Fito Páez, que se plantó en los 90 con el disco que vendría a continuación. Un trabajo que marcó un antes y después en su carrera, y que lo transformó prácticamente de la noche a la mañana en una figura nacional e internacional, un fenómeno de ventas que lo hizo superar largamente los límites de su escena de pertenencia y convocó a su alrededor nuevos fanatismos. Y también reproches de parte de esa generación que, en pleno festival menemista, por primera vez no se sintió retratada por el presente del que hasta entonces consideraba uno de los suyos.
Al hablar de El amor después del amor es inevitable mencionar la aparición de Cecilia Roth en la vida de Páez, y es justo que así sea. La magia de ese encuentro le permitió a Fito abandonar la deriva, ahuyentar fantasmas y abrazar la madurez que anuncia su título: la vida después de la vida, las canciones después de las canciones. Hay una referencia que aparece mucho en las notas de la época, la de ese amor beatle que parecía haberse descascarado con el fin de siglo: todo lo que necesitás es amor. No alcanza, parece aclarar Fito, el asunto es lo que viene después. Pero algo que también aparece en esas viejas notas, confirmado en sus flamantes memorias, es que el camino que conduce hacia un disco como El amor después del amor se inicia en realidad con un llamado que recibe en plena huida hacia adelante, mientras yiraba por Europa inútilmente, tratando de presentar su música ante indiferentes filiales de su discográfica. “Estaba en un estado calamitoso del alma, con una tristeza infinita, y además me daba vuelta los bolsillos y no había nada”, confesaría poco después. “Me sentía despojado, porque estaba en un lugar que no me resultaba interesante”.
Paréntesis para una anécdota inefable: durante una reunión difícil de concretar con el responsable español de Warner, ante la pregunta tal vez de compromiso sobre si conoce algo del rock local, concede honestamente que poco y nada, sólo un grupo horrible que vio en un festival porteño: La Unión. “Era mi grupo” es la seca reacción de su interlocutor, que sella las gestiones y cierra el paréntesis.
El llamado que cambió su historia en medio de aquel viaje vino desde Buenos Aires: Tercer mundo había vendido 20.000 unidades en una semana. “Vení y hacé un Gran Rex, y si querés te volvés a ir”, le pidieron. Y Fito volvió. Sus canciones y la respuesta de su público lo trajeron de regreso, hicieron posible que pudiera haber amor después del amor. En Infancia y juventud (Planeta), Páez suma un elemento más a esas condiciones necesarias: la aparición en escena del legendario André Midani. Uno de los empresarios discográficos responsables del fenómeno de la MPB en Brasil, entonces mandamás regional, fue quien dijo las palabras mágicas después de conocerlo en un bar cercano al Luna Park: “Sin límite de presupuesto”.
Con Carlos Narea “puesto” como “administrador/productor artístico” –así se lo menciona en el libro–, por fin hubo tiempo y dinero para componer, hacer demos, ensayar en un estudio, grabar, corregir, mezclar y masterizar. Aquel primer tema que apareció de la nada en París durante la época de bolsillos dados vuelta, ese “Don’t Let Me Down” personal –así lo califico Páez entrevistado entonces por Rodrigo Fresán– que fue “Tumbas de la gloria” pudo crecer y ramificarse hasta convertirse en el trabajo que en junio de este año cumplió sus 30 años, un disco que Fito definió –en la misma entrevista– como la otra cara de Ciudad de pobres corazones. El que de alguna manera le permitió retomar ese camino que anunciaba Giros antes de que su tragedia personal lo hundiese en un pozo del que tardó media década en salir.
Y no sólo eso: El amor después del amor se ha terminado convirtiendo en la columna vertebral de Fito Páez como artista: lo certifica no sólo esta gira por sus 30 años, sino también la que realizó una década atrás, celebrando los 20, que remató con un álbum en vivo. Al anunciar el aniversario, Páez confesó tener el proyecto de regrabar el disco, con otros invitados, para ponerlo al día: “transformarlo y hacerle cosas nuevas”, aventuró. Está en su derecho, pero un clásico por algo es un clásico. Condenados a competir permanentemente con la mejor versión de ellos mismos –antes en la misma batea, hoy en las plataformas–, cada artista necesita reinventarse, mirar hacia adelante, probar cosas nuevas. Así que ojalá Fito lo intente, y más que nada siga entusiasmándose con todo lo que necesite para seguir construyendo su presente. Nada podrá impedir que aquel disco siempre esté apenas a un clic de distancia.
El amor 30 años después del amor. Fito Páez. Antel Arena. 25, 26 y 29 de noviembre a las 21.00.