Sólo una gran confabulación, una de personas muy discretas y pacientes como los mejores ladrones de bancos, podría explicar la serie de imprevistos que se vienen sucediendo en Montevideo y otras ciudades uruguayas, uno tras otro cual efecto dominó, desarmando a su paso un misterio construido durante décadas. ¿Cómo es que Sylvia Meyer va a dar un concierto en el teatro Solís?

Google me contestó con los datos precisos de la cita y me avisó que el evento sería después de que la cantante recibiera la distinción Ciudadana Ilustre de Montevideo. Ya había escuchado “¿Quién?”, su nueva canción, pero por nada del mundo me podía haber imaginado un disco nuevo de ella (publicado por Little Butterfly) ni, mucho menos, que iban a asomar de repente sus pies de championes blancos listos para salir a caminar por 18; los mismos que llevan el ritmo bajo las teclas de un piano de cola desde mucho tiempo atrás, una vez que la pianista, cantante y compositora estuvo en la tele, en el programa de Julia Möller, Punto final.

Ni hablar de una entrevista. Le había escrito alguna vez. La primera ficha fue Un desánimo nada triste, el disco de versiones de sus canciones compuestas por otros músicos uruguayos y que editó Feel de Agua a principios de octubre. Como si nada hubiera cambiado, seguí con la entretenida pero difícil tarea de conseguir toda su discografía. Quien quiera iniciarse puede ir directamente a Spotify y encontrar parte de lo mejor de su obra.

Obvio que no se lo dije, pero pensé y todavía lo pienso cada vez que escucho Cantar en la oscuridad (1982): se podía haber retirado de la música después de ese primer disco y tendría sentido. Meyer hizo todo lo contrario; al año siguiente estrenó Piano lejos, y Fuera de lugar en el 88 –tal vez su gran clásico–, con Jorge Galemire en bajo y textos de Marco Maggi y Enrique Fierro. Siguió haciendo muchísima música, aunque cada vez supimos menos de ella. Un viaje y un hogar lejano en Estados Unidos, muchos años, pocas palabras, mientras trabajaba en su propia fábrica, en silencio.

De forma casera compuso la música de más de 50 obras teatrales uruguayas y las bandas de sonido de las películas Alma máter y La deriva, de Álvaro Buela, y Rambleras, de Daniela Speranza. Grabó otros discos, junto a Ana Tiscornia sonorizó los audiovisuales de Liliana Porter, rearmó canciones, hizo otras nuevas. Dejó saber que andaba en la vuelta siempre, aunque lejos. Dice que nunca se fue.

Este sábado, junto a las actrices Roxana Blanco, Mané Pérez y Carolina Besuievsky, se presenta en el teatro Solís con su espectáculo ¿Quién? Muy amablemente, accedió a dialogar con la diaria.

Para tus fans, este concierto en el Solís es un evento muy importante. ¿Vos cómo lo vivís?

Hay un grupo de grandes amigos que no conozco. El sábado los voy a conocer. Se caracterizan por su humor y generosidad. Ni grises, ni mezquinos... encantadores. Se autodenominan “fans” y para ellos y para mí el sábado va ser una noche de claves, encriptada. Nadie va a decodificar el espectáculo mejor que ellos. Tiran buena onda el día entero. Son mis cómplices, bandoleros y clandestinos, compartimos un dialecto afectivo.

Según tu experiencia, ¿qué tipo de relación se puede tener con un piano? ¿Podrías describir tu relación y cómo ha ido cambiando a lo largo de los años?

Una casa de música inmutable. Una máquina de escribir lustrosa y dócil. Un trípode con 88 teclas: un animal al acecho. Un desafío fiel, estable y filoso. La huella de un pie que pisó y se fue.

Estudiaste piano con Fanny Ingold y Renée Pietrafesa. ¿Qué te enseñaron? ¿Cómo las recordás?

Primero fue Renée Pietrafesa. Me voy a guardar los adjetivos para mostrarla en acción fuera de las partituras y el teclado. Se había mudado a un apartamento luminoso en Ponce y Rivera. Su piano todavía estaba en la quinta del Prado (yo le decía la quinta del piano). No había celulares y yo no tenía teléfono en casa. Vivíamos con Marco [Maggi] en un cuarto piso por escalera en la calle Canelones. Renée subía esa infinita escalera –tampoco teníamos portero, portero eléctrico, ni timbre– y me dejaba papelitos: “Todavía no llegó”, “Parece que llega el sábado”. Y así hasta que un día el papelito confirmó la llegada del piano a su apartamento y así empezamos las clases.

Me escribió: “Traé lo que te interese estudiar”. Llegué a su casa con un espectro que iba de [Zoltán] Kodály a [Karlheinz] Stockhausen pasando por [Éric] Satie, [Francis] Poulenc, Carmen Barradas, [Federico] Mompou, [Béla] Bartók.

Ese día, el primer tema de nuestra conversación fue el precio de las clases y me preguntó de dónde iba a sacar la plata. Y yo le dije: “Mi madre”. La tarifa fue simbólica, y su maestría y su tempo, un símbolo que sigue rebotando en mi cabeza.

Fanny Ingold era famosa en mi familia. Fue el amor platónico de mi tío Hugo Merklen. Era tal su influencia, que mi abuela la imitaba tocando las mazurkas de Chopin y mi madre hacía lo propio con los vals de Chopin. Yo fui a estudiar con Fanny una mazurca y un vals específicos. Y mi estrategia fue incluir errores imperceptibles, variaciones de partitura que ella corregía, oralmente. Yo insistía en el error y ella, con una paciencia entrañable, decidía, clase a clase, sentarse al piano y tocar con una precisión y sensibilidad suntuosa. La clase era escucharla, hacer lo necesario para oírla tocar Chopin. Sublime. Ya no daba conciertos y no había otra forma de oírla cerquita.

El primer piano que tuviste estaba al aire libre. ¿De quién era?

Vivía en una chacra en la falda del cerro Pan de Azúcar. Mi madre me regaló un piano vertical. La casa era chica y el piano quedó en el alero del fondo. Diez años después, lo llevamos al cuarto piso por la escalera de la calle Canelones y ahora lo tiene mi madre en su casa. Después tuve un piano de cola Blüthner que le compramos a Omar Naranjo y que ahora tiene Leo Maslíah. Es imposible perderle el rastro a un piano, y uno siempre trata de dejarlos en buenas manos.

¿Cuáles fueron las primeras cosas que hiciste cuando llegaste a Estados Unidos para quedarte a vivir? Aunque no sé si ese era el plan.

Insisto: no me fui. Eso es una calumnia analógica en un mundo digital. Seguí trabajando con mis amigos que vivían y viven en mi teléfono, en mi teclado, en mis partituras.

Como turista, entonces, ¿qué clase de ciudad es Nueva York para vos? Yo no la conozco, sólo por películas.

Vivo a 100 kilómetros de dos ciudades que empiezan con M: Manhattan y Montevideo. Voy y vuelvo. Como turista soy un fracaso: salgo del bosque a cazar y voy a la ciudad con una lista de compromisos, siempre voy por alguien o por algo. En esas excursiones trato de ahorrar todo el tiempo posible para poderlo perder al volver a casa.

Nueva York es una ciudad decisiva, excesiva y explosiva. Abierta a lo bueno y a lo malo, no discierne e intenta discriminar lo menos posible en un país extremo y fracturado.

¿Hay que meterse en bosques para ver los osos negros de New Paltz? ¿Cómo los descubriste?

Vivo a cinco kilómetros del pueblo, frente a una reserva ecológica [Mohonk]. Los osos, zorros y ciervos no respetan la propiedad privada. Nos invaden el barrio y el jardín. Estás escribiendo y ves pasar una sombra por la ventana, levantás la cabeza y puede ser un oso, dos osos y hasta cinco osos a menos de dos metros de tu cuaderno. Son peligrosos si estás en el medio entre la osa y los ositos, o entre la osa y su comida. Al menor ruido, fuera de esas situaciones, se van con total indiferencia.

¿Con qué cosas te gusta encontrarte cuando venís a Uruguay?

Es imposible encontrar algo que no se perdió. Es imposible volver sin haberse ido. Cambiar de casa es como cambiar de ropa: nada cambia. En donde esté, vivo igualito: en mi casa, rodeada de árboles, cerca de mi piano y su mesa de dibujo [la de su Maggi].

¿Tu relación con el mar? Esa es innegable. Está en tus canciones.

Me gusta el mar porque atempera y nunca tiene apuro por llegar a ningún lado. La marea va porque sabe que vuelve. Los ríos, en cambio, corren en una dirección, no cambian de idea ni de sentido. Como máximo, un meandro, un salto y un remolino.

Tu carrera en la música derivó en el teatro y el cine, y todo indica que ahí encontraste tu lugar. ¿Cómo es ese lugar? ¿Cómo funciona el oficio de crear música para teatro y cine?

No derivó, es lo mismo: canciones, teatro, cine, videoarte o danza. Hay imágenes, hay palabras y la música no las ilustra: las desafía y expande. Las contradice y envuelve. Lo más parecido a bailar con algo ajeno que pasa a incorporarse formando un solo cuerpo donde no se sepa qué fue primero o qué fue después.

En este rubro, el de tu trabajo en teatro y cine, ¿cuáles son los trabajos de los que estás más orgullosa?

Vivo en desorden, sin rubros ni rumbos, sin clasificaciones, calificaciones, órdenes cronológicos ni disciplina. Tuve y tengo el privilegio de trabajar con María Azambuya, Nelly Goitiño, Taco Larreta, Sergio Blanco, Roberto Suárez, Gabriel Calderón, Levón, Mariana Percovich, Mario Ferreira, María Dodera, Villanueva Cosse, Diego Arbelo, Robert Bard, Riki Musso, Maximiliano Angelieri, Dante Alfonso, Sergio de León, Gabriela Guillermo, Daniela Speranza, Álvaro Buena, María Arrillaga, Liliana Porter, Ana Tiscornia. Y hoy mismo tengo ensayo con Carolina Besuievsky, Roxana Blanco, Mané Perez, Martín Blanchet, César Lamschtein y Fidel Sclavo.

En tu biografía dice que durante 1975 y 1980 fuiste a Cinemateca prácticamente todos los días. ¿Qué me podés contar de esa experiencia? ¿Seguís viendo mucho cine?

El Conservatorio de Música y Cinemateca fueron mi universidad. Un bolso en bandolera y aquel programa sábana de Cinemateca incompatible con el pampero. Desplegarlo se parecía a levantar una cometa.

No voy al cine desde marzo de 2020. Sigo usando máscara. El virus se terminó para la prensa y los gobiernos. El virus no se distrae y sigue internando o matando a los más vulnerables. Quiero seguir teniendo la certeza de que no colaboré con el covid-19: sin contagiarse no se contagia a nadie. Y en el camino descubrí que uno puede viajar y vivir sin resfriarse ni tener gripe. La máscara es un filtro anticatarro.

No me gusta ver películas en casa. Me gusta el cortado en vaso, me gustan las butacas y no el streaming. Me gusta lo que se viene, que es siempre lo que ya se fue.

¿Cuál es tu película preferida de todos los tiempos?

Mi película preferida es la próxima película, la que están haciendo mis directores favoritos o la que vamos a hacer este verano con Liliana Porter y Ana Tiscornia.

Con Porter hicieron Fox in the Mirror, que me gustó mucho. ¿Cómo trabajan juntas?

Con Liliana Porter y Ana Tiscornia trabajamos de memoria. Fluye. Después de colaborar con mucha gente en teatro y cine, en el proceso de estos videos hay algo único: espacio.

Los artistas conceptuales en muchos casos no tocan sus obras. Ellas están acostumbradas a colaborar a distancia aunque estemos juntas en el mismo estudio. Abren cancha y eso brinda una libertad muy inusual, una libertad con límites tan estrictos como no predeterminados. En ese contexto resulta muy fácil saber qué funciona y qué es inadecuado. Hallazgo, sorpresa, casualidad o empatía, sólo que al volver a verlo resulta obvio que no había otra opción. Recibo las escenas y el plan general y actúo por reacción, sedimentación y simpatía, que se define como la capacidad de vibrar juntos.

Cuando grabaste tu primer disco ya dominabas el lenguaje musical, pero también el lenguaje y la música de la poesía. ¿Qué habías leído hasta ese momento? De poesía, de narrativa.

No sé si había leído poco o muy poco. A partir de 1980 viví rodeada de la generación del 45 o sus consecuencias. Eso me ahorró mucho tiempo. Me gustan especialmente Céline, Rimbaud y Enrique Fierro.

Con “Ozono” y “El amor como razón fin del mundo” te permitiste mutarlas y convertirlas casi en otras canciones. Además de tu conocimiento académico, ¿a qué creés que se debió ese atrevimiento?

Es un itinerario, un viaje con escalas. Las canciones en este ejemplo vendrían a ser ciudades que uno visita y revisita sin poder volver nunca a la misma ciudad. Ellas cambian sin pausa y yo también. Volver a oír una canción te permite verla diferente y verte diferente palabra a palabra. Nadie se pudo duchar dos veces en el mismo río, bajo la misma lluvia, mojarse la misma cara.

¿Cómo nació “Quién”, tu nueva canción?

En Pan de Azúcar había un barrio de mala re-putación. Al bajo le decían “el barrio peligro”. Se lo conté muchas veces a Marco, que escribe casi todas mis letras. Es un tema recurrente entre nosotros la imposibilidad de saber qué es seguro y qué es peligroso actualmente. Depende de quién lo piense y dónde lo piense. El síndrome de la vereda de enfrente tiene gran actualidad.

Los 80 en Uruguay están bastante documentados, pero no hay demasiado sobre los 90. ¿Quién eras vos cuando grabaste tus discos de esos años?

Tengo un problema serio con los placares, las décadas y el sistema decimal. Soy dispersa y todo lo que debería estar guardado en su caja flota o desaparece. No hago planos ni planes, planeo bajito y el vuelo es un gesto indivisible. Hay mañanas en que los 80 vienen después de los 90. Una continuidad sin antes ni después, fragmentos en un desorden aparente. Soy browniana.

¿Vivís eso con paz, con armonía?

Me refiero a la forma en que encaro mi vocación. Sin metas ni objetivos. Planeando como los patos y no corriendo en línea recta. Sin carrera, sin agenda, sin presión, ni listas, ni orden. Voy a tientas, sin rumbo, a los tumbos.

¿Qué importancia tuvo Eduardo Darnauchans en tu vida?

En los cines había oscuridad, una persona te daba la bienvenida, te abría la puerta e iluminaba tu lugar.

¿Qué voces nunca olvidaste?

Recuerdo más los silencios que las voces. Cada persona tiene un silencio muy particular. El espacio con el que cada uno separa las palabras es tan único y personal como el ADN. Con respecto a las voces, podría decirte Meredith Monk, Eduardo Darnauchans, Isabelle Huppert, Carlos Gardel, Estela Medina, Levón, Dylan.

En buena parte de tus canciones se puede apreciar una voluntad de libertad, de ir hacia otro lugar a una velocidad inesperada. ¿Eso siempre estuvo en vos?

Siempre fui casi sumisa. Hay estructuras, hay formalidades y protocolos. Siempre me someto a ellos con la certeza de que voy a distraerme. El accidente como norma: sin rebelión no hay vida ni música.

No te fuiste, pero ¿te perdiste alguna vez en la calle?

Sin duda, tengo un gran sentido de desorientación. Me pierdo al norte y al sur.

Y vos, a pesar de los placares, ¿nunca fuiste fan?

“La negación de los placares” es un lindo título. No encasillo ni tengo un ranking.

Sos noctámbula, ¿no? O lo fuiste.

Eso no cambia. Soy noctámbula en los sentidos del “des-horario”. A veces me duermo tardísimo y a veces soy noctámbula porque me despierto feliz a las tres de la mañana. Es la gran ventaja de tener un piano cerca.

Sylvia Meyer presenta su espectáculo Quién este sábado 26 a las 21.00 en el teatro Solís. Entradas en Tickantel desde $ 900 a $ 1.300. 2x1 para Comunidad la diaria.