El concierto aún no empieza y en una de las pantallas gigantes pasan un corto en inglés. Se parece a una de esas publicidades de transgénicos con campos verdes con eslogan desarrollista. Tiene el mismo tono: el de personas que salvan el mundo. Este no es exactamente un comercial sino un mensaje para dejarnos tranquilos: toda esa megaproducción que estamos por ver se realizó con material sustentable. Las pulseritas electrónicas de nuestras muñecas; las pelotas de colores que en breve empezarán a rebotar sobre nuestras cabezas; la ropa de los chicos de la banda británica que batió un récord histórico de ventas de entradas. Ellos están haciendo una gira mundial en avión en estadios que funcionan a gasoil pero reciclan. Nos piden a nosotros que reciclemos también. Que seamos ecológicos, sensibles, solidarios; en suma: que seamos buenos. Aplausos.

De 45.808.747 personas que viven en Argentina, 600.000 fuimos a ver a Coldplay. Me invitaron y terminé en uno de los diez conciertos que dieron en el Monumental de River. Yo sólo esperaba ver una banda históricamente lavada haciendo un show con tecnología de punta; ser testigo de un fenómeno masivo. Pero apenas comenzar me di cuenta de que todo ese despliegue no tiene nada que ver con la música. Se trata de otra cosa. Todo está calculado –la estandarización musical, la pausa dramática, el chico con discapacidad que sube al escenario– y lleno de instrucciones. Ahora dejen los celulares y vivan el presente. Ahora miren a las personas detrás suyo y sientan el amor y díganles que los aman. Ahora hagamos un momento de silencio. Piensen en las mujeres de Irán. Ahora cantemos todos juntos un tema de Soda Stereo (¡!). La masa estalla y hay muchos llantos. Pienso en quiénes serán esas miles de personas que lloran, a quién votarán, qué trabajos tendrán. Mientras desde las pantallas gigantes aparecen unos personajes extraterrestres –la gira se llama “Música de las esferas” y toda su estética es futurista– pienso en Orwell, y en la película Brazil y también en algunas escenas de El quinto elemento. Pero la distopía es este preciso instante. Me estoy aburriendo, entiendo cada vez menos, y creo que también me estoy angustiando. Decido irme.

Mientras camino entre vallados kilométricos y puestos de seguridad, intento ordenar el bombardeo. No fue un acto político, no fue un partido de fútbol. Esto es otra cosa. Es una experiencia evangelizadora pero no nos están vendiendo a dios. ¿Qué nos venden? Me hace acordar a Instagram. Pienso en los miles de cuentas de gurúes, coaches, activistas de todo tipo y psicólogos que se multiplicaron en los últimos tres años. Mientras el mundo se desmorona, o porque el mundo se desmorona, o porque este mundo se desmorona, muchísima gente encontró un nicho en decirnos cómo vivir y, sobre todo, cómo sentir. Pienso en esta época hiperconfusa y en el malestar general. Pienso en una chica argentina que vende un taller para mujeres sobre cómo comportarse en las citas para tener éxito con los tipos en un momento en que relacionarse es un problema para la mayoría. Les guiona las conversaciones y a su vez les dice que sean ellas mismas. Es gracioso, y es perverso. Pienso en que básicamente es una copia de las revistas femeninas de los 90 pero ella se vende como feminista. Habla de empoderamiento, como Coldplay habla de las mujeres en Irán, de ambientalismo y de diversidad.

Pienso en cómo en estos últimos años el capitalismo y el patriarcado se reciclaron de forma aceleradísima en clave de autoayuda y autoestima. Hay que tener más autoestima. Por momentos todo es el sistema, por momentos el problema somos nosotros. Pienso en cómo se dispararon las ventas de psicofármacos, en las microdosis de hongos, en los retiros espirituales, en el tantra, en los registros akáshicos, en las tomas de ayahuasca, en la terapia con base en evidencia científica, en la terapia sin evidencia científica, en las relaciones abiertas, en la monogamia, en el amor propio, en la muerte del amor romántico, en la vuelta al amor romántico. “El amor es la droga” dice la remera de Chris Martin, el cantante de Coldplay, en todos sus conciertos y apariciones en la prensa. En la cultura de la influencia y la divulgación los discursos dieron la vuelta, se muerden la cola, y ya no se sabe qué es qué. ¿De qué estamos disfrazados? Pienso en que estoy pensando de forma muy desordenada y culpo a las redes sociales. Además me estoy haciendo pichí. Pero sigo atrapada en el laberinto Coldplay y la civilización todavía queda lejos entre vallados y puesto de seguridad. Finalmente logro salir y encuentro un bar con un baño roñoso. Cuando me estoy por lavar las manos me topo con un dispensador que me ordena desde su etiqueta:

-Calma y respira. La vida es ahora. Vive el amo

Se le borró la última letra. Le agradezco por el consejo y lo aprieto para sacar jabón. Está vacío.