La llamada “generación del 45” o “generación crítica” marcó un antes y un después en la cultura uruguaya. Este grupo de intelectuales, entre los que se encontraban nombres como Juan Carlos Onetti, Mario Benedetti e Idea Vilariño, no sólo vivió momentos decisivos en la historia de Uruguay y América Latina, sino que además podría decirse que fue de los primeros en establecer un circuito cultural, a través de publicaciones como Marcha o Número, de articular lo que sería la Facultad de Humanidades y Ciencias (fundada, justamente, en 1945) y de insistir no solamente en la labor creativa, sino también en la crítica y el análisis literario.

Aunque casi todos los exponentes del 45 ejercieron como críticos y periodistas, en cuanto a la crítica hay dos nombres que sobresalen indefectiblemente: Ángel Rama y Emir Rodríguez Monegal. Ambos mantuvieron una enconada rivalidad durante todas sus carreras (Rodríguez Monegal varias veces trató a Rama de “publicista”), que no estuvieron tampoco exentas de los vaivenes políticos de la época (Rodríguez Monegal tuvo una postura más crítica con la Revolución cubana y esto, sumado a ciertas sospechas sobre la financiación de la revista Mundo Nuevo, de la que fue director, le valió acusaciones de ser agente de la CIA).

En el último libro que publicó antes de su sorpresivo fallecimiento, Hugo Fontana intenta una fusión entre el ensayo y la novela. La novela se origina en el asesinato de Esteban Austin, un profesor de Literatura oriundo de Lavanda (un guiño al universo onettiano) que se aloja en un hotel de Montevideo mientras lleva a cabo una investigación sobre Rodríguez Monegal y aparece extrañamente muerto de un martillazo en la cabeza. Dos periodistas amigos, uno de la sección Policiales y otro de Economía, intentan desentrañar el caso mientras beben whisky en el bar Andorra. A estos personajes se suman el comisario encargado del caso y la viuda de la víctima, también profesora de Literatura, que se queda en Montevideo esperando que le devuelvan los restos de su compañero. Núñez y Lamas, los periodistas, y Delma Texeira, la viuda, se asoman una y otra vez a los archivos que había dejado Austin durante su investigación, y esta última además se entrevista con un par de docentes de Humanidades con los que Austin había quedado y no llegó a encontrarse (y es difícil no sospechar que una de estas docentes, que aparece casi al final, esté inspirada en Lisa Block de Behar, que aparece en la dedicatoria del libro junto a Joaquín Rodríguez Nebot, uno de los hijos de Monegal).

No se trata de un libro fácil de abordar. Cuesta, sobre todo, lo forzado de la trama novelesca, que nos hace fracasar una y otra vez en la tarea de encontrar una relación entre la investigación sobre Monegal y el asesinato, por más que Núñez y Lamas insistan en contar historias de espías y envenenamientos, por más que el asesino insista en enviar cartas a la redacción del diario con historias de rivalidades entre escritores desde el Siglo de Oro español. Y el problema no es menor, teniendo en cuenta que las páginas en que se habla de Monegal son más de la mitad del texto.

¿Por qué, entonces, hacer una novela y no simplemente un ensayo o una biografía? Fontana, con gran humildad, casi se confiesa en las palabras de su personaje Esteban Austin: “No es que resulte extraño pero, en estas últimas semanas, cada nueva página de Emir que fui leyendo me obligó a pensar que mi trabajo debía ser cada vez más breve. Algo así como a mayor abundancia, mayor austeridad. Bajo una mirada ligera esto podría parecer paradojal, pero ir conociendo más y más artículos y reseñas y ensayos suyos corroboró mi incapacidad para responder a tanta desmesura y excelencia. Como si esto no fuera suficiente, los escasos comentarios sobre su obra, con excepción, por ejemplo, de alguno de los prólogos de la profesora Lisa Block de Behar, me hicieron incluso más consciente de mis propias limitaciones. Alguna vez, no recuerdo en cuál de sus textos, Jorge Luis Borges sostuvo que nadie puede crear un personaje más inteligente que sí mismo. Él se refería a los escritores de ficción pero creo que la sentencia, más allá de su obviedad, se podría extender fácilmente a quienes alguna vez hemos fantaseado con escribir la biografía de alguien cuya inteligencia nos excede con generosidad”.

Por otra parte, el formato de la novela nos permite acercarnos a Rodríguez Monegal como a un personaje más, cosa que quizá no hubiera sido posible en una biografía más intelectual. Tratar sobre la obra de un crítico puede ser un poco más árido que centrarse en un escritor, que ya de por sí plasma su mundo en una obra, mientras que el crítico trabaja sobre mundos plasmados por otros. No obstante, Fontana, a través del personaje de Austin, indaga en las motivaciones personales de Monegal para elegir sus objetos de estudio, desde la ausencia de su padre (asesinado en su Melo natal por su tío materno) en Quiroga hasta su condición de apátrida errante a través de Andrés Bello.

Sin ser una lectura sencilla, y aun con la condición excesivamente fragmentaria y caprichosa que le da la trama novelesca, Los nombres propios pinta un cuadro muy vivo de una de las figuras intelectuales más destacadas de nuestra historia y de una época fundamental para nuestra vida cultural.

Los nombres propios. Emir Rodríguez Monegal, de Hugo Fontana. Montevideo, Estuario, 2021. 296 páginas.