Cómo concebir una obra en la que cada discurso no marque una verdad cerrada, sino que sea un nudo más de una red que termina de configurar, ya no una historia uniforme, sino un relato vivo y complejo. Cómo esmerilar los conceptos de realidad, ficción, verdad, historia, memoria, autor, literatura, obra, no para hacerlos desaparecer sino para que se mezclen y gesten nuevos relatos. La obra de Daniel Saldaña París (Ciudad de México, 1984) ha ido por ese camino desde su primera novela, En medio de extrañas víctimas (2013), hasta libros posteriores como El nervio principal (2018) y Aviones sobrevolando un monstruo (2021). Paralelamente también ha llevado estas cuestiones a su tarea como poeta e investigador en obras como La máquina autobiográfica (2012) y la antología de poetas chilenos contemporáneos Doce en punto (2012), y a su tarea de traductor cuando tradujo, por ejemplo, la reconocida novela de Valeria Luiselli Desierto sonoro. En su última novela, El baile y el incendio (2021), con la que fue finalista del Premio Herralde 2021, estos caminos confluyen en la reflexión sobre su generación, la ciudad, el oficio de artista y el desastre climático, dándole sentido a lo anterior pero expandiéndolo a futuro con nuevos planteos que habilitan nuevas preguntas.

Desde el propio prólogo de Aviones... te apartás de la división entre ficción y no ficción. ¿Cómo concebís la escritura en relación a estas categorías?

Por un lado, esas definiciones pertenecen al mundo del mercado, que inventó esa división como una forma de vender libros y que, por la contigüidad entre la industria y el quehacer literario, ha impactado en la forma en que concebimos nuestros propios libros. Por otro lado, tiene que ver con discusiones del periodismo y, como el periodismo y la literatura han tenido confluencias muy fructíferas en los últimos años, se trasladó a la literatura. En periodismo sí me parece importante que el autor explicite la perspectiva, el punto de vista desde el que habla, y que nos haga saber cuándo está inventando y cuándo está reportando hechos, pero como las fronteras se han ido difuminando, esas definiciones se replican en la literatura, donde tendrían que tener otros matices. La labor periodística tiene una serie de cuestionamientos éticos, que no son trasladables a la literatura, y más puntualmente a la autobiografía, que me parece el género donde siempre han convivido de manera más natural ficción y no ficción. Todas las autobiografías son una mezcla de ambas, y hay zonas grises entre las dos.

¿Esa idea que manejás en Aviones... sobre derretir la autobiografía tiene que ver justamente con eso de difuminar los límites y las divisiones?

La tomo de una cita del poeta norteamericano Robert Creely, y me gustó, más allá de su fuerza poética, porque apunta a un interés personal mío que tiene que ver con desmontar la uniformidad del yo. Me interesaba escribir un libro fragmentario, que no fuera una sola narración continua sino esta serie de textos aislados, a veces relacionados, que dieran una idea de retrato cubista, o en diferentes planos, del narrador. De ese personaje que soy yo, o alguien parecido a mí y que emerge a partir de los relatos. Me interesaba derretir esa idea unitaria del yo que articula de manera homogénea toda la narración, porque mi experiencia de la memoria es también fragmentaria y discontinua, a veces derretida. Es un relato que siempre se está convirtiendo en otra cosa, que es quizás más maleable, menos arquitectónico y más fluido. A veces relleno fragmentos con invenciones, con ficción.

¿Hay una intención de rearmar el pasado, la memoria, las ciudades? ¿De qué forma eso se coteja con el relato heredado?

Al pensar los lugares de manera casi geológica, donde hay una acumulación, un palimpsesto de diferentes capas de significado, diferentes relatos, oficiales y ficticios, de los padres, de las generaciones precedentes, memorias propias. Me gusta ir desmontando esa superposición de diferentes capas y también, en ese proceso, discernir entre lo que es un relato heredado, lo que tiene que ver con la historia, los libros leídos, los recuerdos personales, ir apropiándome del lugar. Y también asumirme en los libros como un narrador no confiable, es decir, mi recuerdo de un lugar me lo voy a ir apropiando de los lugares mediante la escritura, y en ese proceso los falseo. Esta invención de la memoria que luego, a la hora de cotejarla con los recuerdos familiares, se revela como lo que es: el discurso de un narrador no confiable. Es usar la literatura para apropiarme de la memoria y de los lugares, aunque en el camino se pierda algo de la verdad.

Daniel Saldaña.

Daniel Saldaña.

Foto: Andrea Tejeda K

¿En El baile y el incendio hay una intención de penetrar en las distintas capas que forman esa Cuernavaca a la que volvés siempre en tus novelas?

Me gusta esa idea de capas de realidad que no son exactamente compatibles o equiparables. Pensar la historia factual de la ciudad, pero también la historia ficticia, las leyendas, las ficciones sobre la ciudad, lo que se dice en las calles, las noticias falsas; cómo conviven todos esos discursos sobre el espacio y transforman la mirada sobre la experiencia del espacio urbano. Me interesaba también sondear en el origen del desastre ecológico de Cuernavaca y pensarlo desde la historia, el extractivismo que llega con la colonia, el propio Hernán Cortés estableciendo allí el primer ingenio azucarero del continente, la tala de los bosques durante la colonia y cómo la historia del siglo XX está llena de represiones a los movimientos agrarios; me interesaba esa historia política que es también la historia natural de la ciudad, sin querer hacer un panfleto demasiado flagrante, pero sí que convivieran esos planos con la historia de la ficción.

En ese plan de resignificar y desmitificar, ¿hay una intención de desmontar el relato en torno a lo que significa ser escritor y ser parte de la industria y el mercado?

En algunos de los textos de Aviones... estaba yo pensando en un lector no iniciado, que no sabe cómo o de qué vivimos los escritores de América Latina en el presente, en sus oficios múltiples. Y me parecía importante también esa dimensión testimonial del relato, que a veces roza casi una especie de primera persona del plural. No me interesaba tanto denunciar la precarización como contar un poco, desde mi experiencia personal, los vericuetos por los que me ha llevado el trabajo alimenticio. Aunque me quejo bastante y me gustaría tener más tiempo para mis propios proyectos, lo cierto es que esa escritura por encargo me ha puesto frente a temas y experiencias a los que no hubiera llegado por mí mismo, y eso también enriquece la escritura. Lo ves mucho con los escritores de Estados Unidos: hay cientos de cuentos y novelas sobre un aspirante a escritor que estudia escritura creativa. Me parece que de algún modo esas experiencias homogéneas, que son posibilitadas por una economía literaria más sólida que la de nuestros países, también achatan un poco la escritura.

También desmontar el propio proceso de creación y mostrar esa cara oculta del trabajo artístico, como en El baile...

Me interesa pensar ese proceso, el trabajo de investigación, los apuntes, el material en bruto que se va procesando en el tránsito de crear una obra. Tiene que ver también con mi lectura de diarios íntimos o personales, donde esas dos dimensiones, la esfera íntima de una persona y su trabajo creativo, suelen estar muy intrincadas y relacionadas. En diarios como el de [Ricardo] Piglia o [Alejandra] Pizarnik, las notas para los libros que estaban escribiendo se van entreverando de una forma muy natural con las reflexiones sobre su vida cotidiana. Me interesaba mucho emular esa tesitura de los diarios personales dentro de la ficción, prescindiendo de la forma convencional del diario que supone la numeración de los días. En el fondo, es mi aspiración por incorporar ese lado B, ese carácter incompleto del trabajo creativo dentro del resultado final, como si la novela que escribo incorporara la historia de su propia gestación y retratara el carácter procesual de la escritura.

Hablás de la secularización en México y de la forma en que terminó relegando otros discursos, otros saberes, quizás más intelectuales o racionales. ¿Sucedió lo mismo en la literatura?

Al margen de ese proceso de secularización, que me parece necesario y deseable, sí creo que prevalece una idea del quehacer del escritor que lo acerca mucho más al intelectual público, que escribe columnas de opinión sobre cualquier tema coyuntural y busca posiciones de poder mediante el ejercicio burocrático, y menos, quizá, a la figura del artista, que de algún modo tiene una responsabilidad mayor con lo indecible. También arrastramos mucho la idea de que el mayor despliegue posible de inteligencia es la ironía mordaz. Y aunque la ironía puede ser una herramienta afiladísima para criticar el mundo, creo que en general hay una zona ciega para los escritores mexicanos –el plural masculino es deliberado–: un registro de la sensibilidad que se nos escapa. Y esa preferencia por la ironía y la erudición ha enajenado a muchos lectores y lectoras potenciales, que buscan en otras literaturas la dosis de entraña, vida cruda e incluso sentimiento que en México se desdeñan como inocentadas. La nuestra es una literatura muy ajena a los registros autobiográficos, por eso mismo hay una especie de vergüenza de ser cuerpo, y una confianza a veces excesiva en las posibilidades del lenguaje.

Seguramente también se deba a que la literatura nunca dejó de ser territorio de las clases dominantes.

Pero ahí yo reconozco mi propia zona ciega, porque vengo de una clase media universitaria y urbana, y estudié filosofía en una universidad europea, y conozco poco, por ejemplo, de lo que se escribe en lenguas indígenas en mi país, aunque en poesía estoy un poco más al tanto. No lo digo como una admisión de culpas, sino como un reconocimiento de mi lugar de enunciación. Y me importa decir que también desde este lugar de enunciación con privilegios ha sido muy liberador ver los cambios en el campo cultural de los últimos años. Siento que puedo escribir de una manera más cabal y más honesta, por ejemplo, respecto de mi sexualidad y mi percepción del género, gracias a los discursos del feminismo y de ciertas literaturas LGBT+. Al mismo tiempo, entiendo que hay gente que puede escribir sobre la guerra contra el narco en México mucho mejor de lo que yo lo haría, y con conocimiento de causa. Me parece saludable que convivan distintos tipos de escritura, temas y modos de pensar la literatura.

Daniel Saldaña.

Daniel Saldaña.

Foto: Andrea Tejeda K

Mencionás la idea de libros mojados y libros secos. ¿Qué sería, en términos concretos, esa sequedad o humedad?

Parte de la anécdota puntual y concreta de que en Puerto España, Trinidad y Tobago, me encontré una librería con esa clasificación de “libros mojados”, porque les había llovido encima y estaban más baratos. En mi caso he buscado una cierta humedad, abundancia, pensando en una especie de barroco o neobarroso, una cualidad excesiva y desbordada donde el significante de pronto reclama su primacía, y he terminado libros más bien secos, libros en los que al final de cuentas la trama avanza, no se vuelve todo pantanoso como me gustaría. Más allá de esa caracterización, en el ensayo lo digo por reflexionar sobre el estilo, porque al final de cuentas no escribo como quiero sino que escribo un poco como puedo, o es una combinación de ambas, y creo que el estilo es eso, un cierto porcentaje de humedad en la escritura contra el que no se puede luchar. Una cualidad plástica del idioma que es distinta en cada escritor, una pantanosidad de la lengua que no se puede evitar.

Con respecto a la gerontocracia que criticás en el medio mexicano, ¿de qué forma eso repercute en la literatura del país?

Yo no hablo de una gerontocracia en términos literarios o estéticos, como que se privilegia solamente una lectura de los autores viejos o mayores, sino más bien del sistema económico que sostiene a la literatura, y el sistema de legitimación, donde sí hay figuras intocables, glorias locales que mueven los hilos de poder, que deciden a quién le dan las becas o los premios, y que muchas veces privilegian una estética afín a la suya en los más jóvenes para legitimarse a sí mismos. Me parece que en México hay una tradición que tiene que ver con las vacas sagradas, que viene de [Octavio] Paz, de Carlos Fuentes, de buscar una especie de escritor que sea no sólo un autor sino una especie de oráculo político, que hable de todos los temas, y que hay de esos autores en cada generación, como que se van tomando el relevo, y en general son hombres. Sí hay una tradición de encumbramiento de figuras patriarcales que no le hace bien al medio literario; no sé si a la literatura, porque hay productos y joyas literarias todo el tiempo, pero enrarece el ámbito, por decirlo suavemente.

En El baile... hay un trabajo en relación a las generaciones y sus interrelaciones, en este caso de los casi llegados a los 40, y cómo se muestran como una generación que intentó romper los mandatos sociales pero no supo muy bien qué hacer con eso. ¿Qué parte de esto es pregunta previa y qué tanto es fruto del proceso de trabajo?

Es mi generación. Es un tema que abordo deliberadamente, un poco al sesgo, sobre todo por matizar posturas. En Aviones... había una cierta beligerancia juvenil que me empezaba a quedar grande respecto de las generaciones mayores; ahora me interesaba que hubiera un ida y vuelta. Son estos casi cuarentones que critican amargamente a la generación mayor pero a la vez la mayor critica a esta, huevona, que no supo bien qué hacer con la libertad que reclamaba. También reflexionar sobre el carácter cíclico del relevo generacional y estar condenados a hacer el ridículo, a ser en algún momento el objeto de las críticas de los más jóvenes. A lo mejor podemos enarbolar cierta bandera de rebeldía, que nos durará dos veranos más, y después seremos la burla por nuestras posiciones anquilosadas; me gustaba empezar a deslizar esa idea.

La idea del incendio, más allá del colapso climático, ¿habla de una inminencia del peligro y la muerte en la actualidad?

Por un lado, partió de una imagen muy literal, una temporada de incendios que hubo en el centro de México en 2019 como consecuencia de la sequía. Me quedó grabada la ciudad llena de humo, y la primera aparición de los cubrebocas en público, pero también la sensación, en general, de inminencia, de estado de sitio de crisis climática que se ha repetido en otras partes. Luego sí, el incendio como metáfora de muchas otras cosas, la cercanía de la muerte, el peligro. No quería hablar de la violencia del narcotráfico en México, pero quería transmitir la misma sensación que genera: no poder salir mucho más allá de la ciudad, esa amenaza, ese riesgo. Luego, también la parte buena del fuego: me gustaba que Natalia hablara de su búsqueda artística en términos de controlar una forma de arder, de la energía, que ella no ha sabido manejar. De domesticar un fuego.