No me malinterpreten, no odio a Judi Dench; ni siquiera creo que sea una mala actriz (de hecho, nunca actúa mal, porque aun cuando aparece en aberraciones como Cats sus papeles alternan entre una acotada variedad de señoras experientes, sabias y perspicaces, cualidades que muy probablemente le corresponden a miss Dench en la vida real), pero tras veinte años de verla encarnar los mismos personajes, cuando voy a ver una de sus películas puedo ya oler a lo lejos -un perfume floral y espeso- una especie de cuasi género cinematográfico que me saca las ganas de vivir.
Tampoco es que su mera aparición convierta a la película en una Dench movie (difícil sería meter en esta bolsa a films como Piratas del Caribe o la saga de James Bond), pero uno podría establecer que cuanto más presencia suya haya en la pantalla, más chances habrá de que la película esté plagada de enseñanzas de vida y mimos para el alma. Así como Morgan Freeman siempre está ahí para explicarnos alguna parte entreverada de la trama, Judi Dench tiene en sus películas ese momento en que cristaliza o pone en palabras el nudo moral de la historia. Después de eso, un montón de espectadores pueden volver a sus casas tranquilos, sabiendo que entendieron bien el mensaje, ya habilitados para sentirse mejores personas.
En este sentido, Belfast es la quintaesencia de una Dench movie. La película nos da 98 minutos para obtener un vistazo sobre los conflictos entre protestantes y católicos, para darnos cuenta de que la infancia es una especie de Shangri-La privado en el que no se conocen las diferencias políticas ni de credo y para asumir lo absurdo que es pelearnos por cosas tan absurdas como esas. No hay peligro: si no se llega a entender esto, tenemos a un niño bueno, buenísimo, casi angelical, cuyo choque de inocencia versus realidad es tan instrumental a la resolución de los aprendizajes morales como la dialéctica entre Taitetos y Sócrates (y si nada de eso funciona, tal como mencionamos arriba, siempre tendremos a Dench).
Belfast está ambientada en 1969, año en el que comenzaron los -tan pulcra y británicamente- llamados troubles (problemas) entre católicos y protestantes en Irlanda del Norte. Una historia larga y sangrienta, mucho más política de lo que se suele manejar, que en sus más de treinta años de duración tendrá al IRA, a diversos movimientos paramilitares norirlandeses y al gobierno británico (ya sea por presencia u omisión) como grandes protagonistas. En la película, ni el IRA ni UDA (el principal movimiento unionista protestante) aparecen mencionados, principalmente porque el director, Kenneth Branagh, es un humanista y está más preocupado por mostrar los aspectos morales y emocionales de un conflicto que de desglosarlo desde su costado político. Para lograrlo toma el punto de vista de Buddy, un niño de ascendencia protestante, pero con una familia integracionista, que percibe cómo su mundo de ensueños comienza a desmoronarse a partir de los altercados.
En la primera escena lo vemos jugar en la calle junto a un montón de niños que blanden espadas y escudos. De golpe, una marabunta de protestantes irrumpe en escena y convierte todo en un auténtico campo de batalla. El escudo deja de estar a disposición de la fantasía y se vuelve una herramienta de supervivencia: su madre acude al rescate y se abre paso entre la turba, esquivando cascotes y cócteles molotov que vuelan sobre sus cabezas.
Branagh está particularmente enfocado en subrayar este juego entre ficción y realidad, y para eso sigue un modelo de guion bastante similar al de Jojo Rabbit (Taika Waititi, 2019). La diferencia entre ambas películas es que en Jojo Rabbit este choque entre el mundo real y el fantasioso sirve para trazar el arco de desnazificación de un niño, mientras que en Belfast el pibe es bueno desde el comienzo, y lo que tiene que aprender parece casi un mero subrayado de lo que ya le inculcaron.
Sin embargo, hay más recursos para señalar esta partición entre real e imaginario: el blanco y negro (súper limpio, digital, aplanado) contrasta con algunas imágenes a color que vienen de la televisión y obras de teatro, y en más de una ocasión se opta por un lente ojo de pez que acentúa lo gigantesco e inabarcable que se siente todo, como si intentara recrear el punto de vista del niño. No todas las veces esto funciona, y hay cortes y elecciones de planos que van en detrimento de las intenciones dramáticas de las escenas.
Quizás lo que más se resiente en este vaivén entre lo real y lo imaginario es la sensación de espacio. Ya desde la primera escena, la forma de retratar el barrio de Belfast en el que vive Buddy parte de un tono melifluo con tanto hincapié en la multitud de niños y gente danzante que todo parece sacado de un comercial de tarjetas de crédito. El problema con esto no es la forma irreal en que se retrata este antebellum, sino que esa construcción licua cualquier noción de escala. Así, nunca nos sentimos del todo en Irlanda del Norte: todo acusa una condición de set, como si estuviésemos, más que en un barrio, en la casa de muñecas de Kenneth Branagh.
Estos puntos afectan la calidad cinematográfica en sí misma, pero también tienen sus ramificaciones ideológicas. Hay una suerte de idea de que el conflicto se da simplemente por unos inadaptados radicales, cuando en realidad la situación de los católicos en Irlanda del Norte era un problema mucho más estructural que tenía que ver con políticas oficiales y que iba más allá de las meras simpatías o antipatías entre círculos religiosos. Belfast apenas sobrevuela esto, limitándose a mostrar en una escena un televisor en el que se ven unas movilizaciones por reclamos de derechos humanos. Todo lo demás se barre bajo la alfombra para poder mantener el tono inspirador y naíf de la infancia. No bastan las buenas intenciones, ni siquiera con Judi Dench al rescate.
Belfast. De Kenneth Branagh. Reino Unido, 2021. Con Judi Dench, Ciarán Hinds, Jude Hill, Lewis McAskie. En varias salas.