Nadie puede desconocer que vivimos desde hace un buen tiempo en un mundo poco esperanzador. Probablemente desde que se volvió un mundo capitalista, quizás desde antes, tal vez reforzado por las guerras mundiales, las dictaduras, incluso agravado por la caída de los grandes relatos que nos daban certezas, seguridad, estabilidad, es decir, la religión, la familia, el amor romántico, la idea de patria y nación. Cada generación ha lidiado con ese sentimiento, la desintegración social, el aislamiento opresivo, una sensación de soledad, desasosiego y pesimismo, y también ha creado discursos que dan cuenta, dialogan, problematizan o desarman esa sensación. Extrañamente, en la literatura latinoamericana el diálogo con este contexto parece haberse detenido en los 90. Como si milagrosamente a partir del cambio de siglo la vida asfixiante y sin futuro (potenciada, además, por el hecho de ser tercermundistas pobres y colonizados) ya no formara parte de nuestras sociedades.

Es innegable que en estos poco más de 20 años del nuevo siglo las letras latinoamericanas han dado relatos de desesperanza, desidia y depresión, pero por lo general lo hicieron de forma evasiva –como queriendo negar la realidad–, de forma paródica o romantizante –buscando hacer como que no nos importa o, incluso, que está bueno vivir así–, o con una estética y una forma calcada de los 90. Esos relatos que dieran cuenta de cierta desintegración social, familiar, afectiva, de la resignación, de la caída del relato de las utopías y el optimismo, de la mentira de la globalización y la inexistencia de un capitalismo social o de la posibilidad de romperlo desde adentro necesitaban una renovación: que la literatura explorara de qué forma ese estado ha mutado en estos años, las sociedades, los vínculos, el capitalismo, y de qué maneras se hace necesario contarlo para que dialogue con el presente. Reinos, el libro de relatos de la escritora chilena Romina Reyes, editado originalmente en 2014 y reeditado en 2021 por la editorial uruguaya Fardo, va por ese camino, y si bien no es un libro amable con cierta recepción actual, muchas veces complaciente, evasiva y frágil, es bien necesario para exponernos a un costado de nuestras sociedades que preferimos ignorar.

¿Es un libro pesimista y oscuro, entonces? No. Porque actualiza el estado de los relatos sobre estos temas. Ya no es la retórica de los 90, con su prosa pesada y densa, su recurrencia a la rotura, las drogas, las pastillas, la violencia, entre lastimosa y romántica; no es la oscuridad por la oscuridad ni lo intrincado sólo por el terror de ser tildado de llano o superficial. En Reinos esos traumas parecen estar superados, y ese es su mérito, porque a pesar de todo es una literatura sin traumas, ni propios ni heredados. Para esto, Reyes juega principalmente con una prosa fría, distante, a veces cínica, otras, desidiosa, con personajes a los que ya no se les va la vida por las cosas, sino que básicamente viven, sin saber muy bien por qué ni para qué. Sin embargo, y en relación a esto último, tampoco es un libro sobre lo que en cine se conoció como slackers y que en la literatura latinoamericana tuvo su auge también en los 90 en libros de Fabián Casas o Alberto Fuguet, entre otros: el joven perdido, sin sueños, vago, un poco fumanchero, en un estado de dejadez.

En Reinos todo parece haber evolucionado a otro estado. No es que los personajes no tengan futuro ni sueños, sino que quizás sean de una generación a la que la idea de futuro o de sueños ni les importó. Más introspectivos, incómodos en la existencia, en conflicto con su cuerpo y con el de los demás, ni siquiera encuentran deseo para masturbarse. La muerte les ronda, como siempre lo hace la muerte, pero poco parece importarles, como si en realidad fuera algo largamente esperado, o no. Todo parece teñido de un desinterés y un sentido brutal.

Todo lo humano que podía tener el slacker noventero 20 años después se perdió para dar paso a una especie de desesperanza no humana, finalmente robotizada. Ya no hay drama, no hay sufrimiento porque el mundo es terrible, los personajes de estos relatos están quietos, esperando lo que la vida y el mundo tengan para ellos. Asumen que si ninguno eligió venir a este mundo, estar vivo, entonces nadie los puede obligar a nada: ni a formar familias, ni a sentir amor por nadie, ni a ser adultos, ni a trabajar, ni siquiera a comulgar y respetar las normas morales y éticas de la comunidad en la que viven.

Es interesante, porque en lugar de llevar todo hacia una idea pesimista y resignada, Reinos termina siendo una precisa radiografía de las sociedades actuales latinoamericanas, de aquello que no se quiere ver. Pero no sólo de las subjetividades y la desesperanza puertas adentro, sino fundamentalmente en torno a la idea de que ese sentimiento es hijo o derivado de fracturas a nivel más macro. Por ejemplo, el aire de total impunidad y muerte que se respira no es más que el generado por una continuidad histórica que lo legitimó y lo volvió regla. La descomposición y la podredumbre a nivel íntimo o personal comenzaron mucho tiempo antes, desde el poder, e incluso desde poderes en los que las sociedades confiaron. Lo mismo el aislamiento, la desidia, el egoísmo y el miedo.

Reinos es, así, un libro que dialoga de forma cruel con una sociedad más cruel, y de forma fría y cínica con un mundo frío y cínico. Sin hacerse cargo de lo que otros generaron, víctima y victimario, juez y parte viviendo vidas que a veces parecen ser esta y en ocasiones otras, como si el último estado de la desesperanza fuese quedar lejos de nuestra propia existencia y mirarla con resignación.

Reinos. De Romina Reyes. Uruguay, Fardo, 2021, 129 páginas.