La sala Zavala Muniz del teatro Solís nos recibe con un clima de tormenta. Un espacio con paraguas abiertos y el ruido de la lluvia que nos envuelve de manera tal que llegamos a sentirnos desolados, como si en verdad lloviera a cántaros.
Cuando comienza la obra los personajes ingresan a escena, toman sus paraguas y la idea de tormenta se vuelve más arrasadora a través de los cuerpos que se mueven en el espacio. En el medio, un hombre parado, como si el peor de los climas se encontrara atrapado en su alma. El personaje que interpreta Juan Antonio Saraví impone en escena una mezcla de angustia y soledad. Su desprotección está más allá de la tempestad, y la comprendemos cuando desata un grito mudo pero aterrador.
Comienzan entonces a desarrollarse distintas historias, con personajes que parecen tener alguna conexión asociada a un texto recurrente y a la repetición de ciertos hechos. Sin embargo, somos incapaces de adivinar cuál es y por qué existe esa conexión. A partir de ahí se instala una intriga que nos acompaña toda la obra.
La puesta en escena está muy bien resuelta. Una mesa central con varias sillas define niveles espaciales y temporales que vamos descubriendo de acuerdo al grupo “familiar” de personajes que la ocupan.
La temporalidad del relato no es lineal, y eso le exige al espectador un ejercicio continuo para ir uniendo piezas de un rompecabezas que sólo cobrará sentido al final. El público tiene una función central en esta propuesta. Es fundamental el tejido que va realizando para desentrañar ideas que en un momento parecen de distintas historias, pero que, a través del juego de un tiempo desarticulado, como un personaje absoluto en su relativo desorden, devela el misterio de una sola pieza.
La propuesta tiene todos los elementos necesarios para mantener en vilo al espectador. Un clima de tensión vinculado a lo que parece suceder y no termina de plasmarse por completo; momentos de extrañamiento; la evidencia de una muerte no resuelta en circunstancias extrañas; la curiosidad por descubrir el pasado y un condimento sutil que define la trama: la casualidad de un encuentro que posibilita entenderlo todo. Se produce entonces lo que los griegos llaman anagnórisis: ese momento en que el personaje descubre una verdad terrible que cambia el rumbo de su vida. Lo genial de la obra es que esa escena aparentemente simple en la que se devela la verdad alcanza al personaje al mismo tiempo que al público, que, sin duda, absorto en el relato, completa la idea en el momento en que es tomado por una sensación de desamparo y asombro como la del personaje en el inicio.
La lluvia cae durante toda la obra. Parece dialogar con las circunstancias de los personajes en todos los tiempos. El clima como recurso para tejer la idea de un desorden humano sostenido por el miedo y el silencio. Sólo cuando el orden se haya restablecido, al estilo de las tragedias shakespearianas, dejará de llover.
Las actuaciones están todas muy bien, pero es necesario destacar la de Juan Antonio Saraví, quien nos tiene acostumbrados a su habilidad para el humor. En esta oportunidad demuestra que es capaz de transformar su cuerpo para construir un personaje que, desde el inicio, nos conmueve. Su rostro, el cuerpo desvencijado arrastrando algo que sólo entenderemos al final. La actuación de Lucía Sommer es de una fina composición: en uno de los roles que aportan una clave para desentrañar lo que sucede la actriz va instalando el personaje en escena con paciencia. Sabe cuándo tensar y cuándo soltar la cuerda para lograr mayor impacto.
Para cerrar la nota diría que esta, aun siendo un reestreno, es de esas obras que tenemos que ver si entendemos que el teatro está ahí para transformarnos, y si nos atrevemos a entregarnos para que eso suceda.
Cuando deje de llover. De Andrew Bovell. Dirección de Fernando Toja. Con Claudia Rossi, Lucía Sommer, Natalia Chiarelli, Florencia Zabaleta, Andrés Papaleo, Juan Antonio Saraví, Lucio Hernández, Pablo Varrailhón, Chepe Irisity. Teatro Solís, sala Zavala Muniz. Jueves, viernes y sábados a las 20.30. Domingos a las 18.30.