El título de la obra se debe al poeta persa Hafez de Shiraz, que en uno de sus versos dice: “Amado mío, cuando pases sobre mi tumba de amor, desgarraré mi mortaja”, entretejiendo así dos grandes temas sobre los que Sergio Blanco tiene su visión personal: “Estoy enamorado y tengo miedo de morirme”.

Una pieza con ciertas peculiaridades, ya que, según el dramaturgo, fue escrita a mano y con sangre.

Dos pulsiones opuestas, thanatos y eros, vinculadas a nuestra desesperada necesidad de vivir y de comprender la muerte. Tal vez sea por eso que Cuando pases sobre mi tumba remueve emociones primitivas. ¿Qué es lo que nos pasa con un texto que expone a la muerte, así, real como es y sin delicadezas?

Los espectadores, desamparados, nos volvemos testigos de un estudio singular sobre una muerte que será desmembrada en escena, como en una autopsia. Blanco la convoca, la hace presente en los actores, que no personajes. Porque la descripción que cada uno hace de su propia muerte se instala sobre el único aspecto de la realidad posible en escena: sus nombres y el vínculo que tienen, como actores, con el dramaturgo. El tema va adquiriendo otro matiz cuando surge el motivo de la acción, lo que les exige explicar la muerte asistida, distinta de la eutanasia. El derecho a decidir sobre el final de nuestra existencia sigue siendo un tema tabú. Parece que somos dueños de nuestra vida, pero no de nuestra muerte. Blanco agrega otro elemento: el deseo. Podría pensarse como un simple acto vital que se impone ante la amenaza, pero no. Sería demasiado lineal. Surge, en cambio, una idea que no nos atrevemos a pensar. No lo diré aquí para que no haya que incluir una alerta de spoiler, y porque ninguna palabra podría describir en su impacto real la propuesta del dramaturgo sobre el deseo y la muerte.

En esta pieza la intertextualidad con sus propias obras es permanente, y el guiño funciona con quienes las hemos visto. El recurso, sin embargo, resulta interesante al principio, pero luego tiene un impacto confuso, porque distorsiona la línea que transitamos en la obra.

En la puesta reconocemos también el mismo mecanismo de trabajo. Las decisiones técnicas, el uso del espacio y hasta la representación se delinean, frecuentemente, en parámetros muy similares.

Uno de los aspectos interesantes, por su nivel estético, es la estructura de la obra. Parece haber una relación íntima entre un contenido que, por lo removedor, podría pensarse como caótico, y su organización, tan apolínea: todo ordenado en un sistema de tres. Tres actores para una obra de tres actos, en la que nunca terminamos de saber qué es real y qué no.

Otra particularidad de su trabajo es que, desde la escena, se muestran los hilos de la ficción. Son los propios actores quienes dirigen todos los recursos técnicos: luz, sonido, filmación. Con habilidad brechtiana, se nos mete y se nos saca del tema para que no quedemos atrapados en el proceso dramático.

¿Qué es verdad y qué es mentira? Si vivimos en un mundo en el que se ha licuado la verdad, Blanco lo vuelve evidente en sus obras. Conversamos con él para ahondar en el recurso de la autoficción como mecanismo de creación dramática. “Me interesa proyectarme a un campo de ficción –ver cómo mi yo es lanzado a mundos de ficción–; una oportunidad de imaginarme en diferentes experiencias”. La escritura se vuelve la tela en la que Blanco dibuja la tesis de su existencia. “Siempre parto de mis vívidos, de mi cuerpo, pero a medida que me voy recreando, me voy repensando; de esta manera me voy transformando, por lo que me voy reinventando. El yo que surge en mis autoficciones no tiene nada que ver conmigo. Trabajo desde mi vida para cambiarla y todo eso me divierte mucho”. En este sentido, Sergio Blanco es el objeto de estudio y análisis de Sergio Blanco.

Para explicarnos cómo funciona remite a una de sus obras, estrenada en Il Píccolo Teatro de Milano: “En Zoo relato mi historia de amor con un gorila. Un claro ejemplo de que la autoficción me permite abismarme en mundos casi imposibles para lograr experimentar situaciones impensables. Al escribir me invento a mí mismo. Cada vez que veo La ira de Narciso disfruto mucho viendo mi propio asesinato en escena”.

Su teatro desbordó todas las fronteras. Hoy sus obras se representan en varias ciudades del mundo. Le pregunto sobre su trayectoria: “Se fue dando de a poco. Nunca me imaginé que iba a suceder esto. Yo creo que han ayudado tres factores: en primer lugar, la publicación y traducción de mis textos en diferentes lenguas. En segundo lugar, la circulación de mis puestas en escena, en los diferentes festivales de teatro del mundo. Por último, mi actividad académica, que ha contribuido mucho, ya que me ha llevado, en los últimos 20 años, a dictar seminarios, cursos y talleres en diferentes países”.

En distintas partes del mundo hay obras suyas en escena. Como si fuera un acto no científico, sino más bien poético, en el que el dramaturgo se clona para existir en muchas formas y en distintos lugares. Entre marzo y abril ha estrenado obras en Milán, Tokio, Madrid, Chicago, Seúl, Sídney, Río de Janeiro, Barcelona, México, Londres, Bogotá, Atenas, Caracas, Estocolmo y Florencia. Le pregunto sobre el valor de esta pieza que ahora volvió al país y se presenta en la sala Nelly Goitiño hasta mañana. “No sabría decirte cuál es su importancia. Creo que, en términos de la creación, nada es importante. El arte no es importante. Es algo que carece absolutamente de importancia. Y por eso es tan bello e imprescindible, ¿no? Las cosas que no importan, para mí, son las fundamentales”.

Cuando pases sobre mi tumba. Escrita y dirigida por Sergio Blanco. Con Sebastián Serantes, Gustavo Saffores y Felipe Ipar. Sala Nelly Goitiño. Viernes y sábado a las 21.00.