En las semanas que antecedieron al viaje, hasta soñé (o primero soñé y después lo anduve ventilando) que estaba por abordar un tren imponente, rumbo al fin del mundo. Ya había creado sueños con trenes atravesando extensiones congeladas, hacia el mismísimo hielo, con derecho a inmersión mortal entre cuchillos de glaciares. Pero en este sueño antes del viaje lo curioso era que alguien me empujaba a subir, como los padres de aquella desventurada chiquilina. No sé quiénes eran los progenitores en este caso. O si había padres, ahora que ese plural ya no me pertenece. La ambivalencia estaba en el deseo por ir a ese otro lado y el miedo de desplazarse hasta ahí. Después de tres años casi, el avión era tan inusual y amenazador como un tren, y lo que estaba del otro lado, algo así como el noveno reino. “Va a ser un viaje rápido. Todo el mundo debe partir algún día”, le decían a Mary Ventura, desconcertada.

Claro que no pasó nada de eso. Una vuelta sin sobresaltos. No hubo túneles extensos ni soles anaranjados. Tampoco dolores a los que acostumbrarse. Una extraña noche nos acunó en pleno espacio. Comidas anodinas. Ganas de lavarse los dientes. Películas por doquier. Nubes de todas las texturas. Miles de horas después, aterrizaje en el que, por un momento, perdí la compostura y se me poblaron los ojos de lágrimas. Por razones desconocidas, que ahora reconstruyo, fue cuando vi el edificio antiguo del aeropuerto de Carrasco, hoy abandonado. Ahí esperamos a mis primos en los tempranos ochenta, recuerdo mientras escribo, al tiempo que nos veo saludando con la mano atrás del mítico vidrio o incluso alcanzo a escuchar los balbuceos imitando el inglés con los que intenté comunicarme con mi primo el extranjero, a quien recién conocía. Más tarde, nos hamacamos en el jardín de mi abuelo y, detalle al verdadero margen, una mosca se metió en esta misma boca, abierta por la emoción.

Secarse los ojos. Brotar del avión. Buscar valijas. Atajar a un niño que quiere salir corriendo y pasar la lengua por cuanto cartel se le cruza. Verbos, verbos, verbos. Puerta de salida. Abrazos. Lo que me olvidé de ejecutar. Estamos iguales, o no quisimos decir lo contrario. Emprendimos otro viaje, ahora en auto. La ruta se desvaneció como si en vez de haber aterrizado a tres horas del balneario, hubiéramos caído derecho al mismísimo Cabo Santa María. Sólo recuerdo la llegada al portón de la casa de ladrillo, el ladrido de los perros, una noche inusualmente cálida, la Cruz del Sur con su estridencia de siempre. Y la glotonería con los libros que no había podido leer hasta entonces: “Mi madre era maestra de puntero, de guardapolvo blanco y muy severa pero enseñaba bien en una escuela suburbana donde concurrían chicos de clase media para abajo y no muy dotados” o “Misteriosos grupos de hombres a caballo recorren los caminos de Grecia. Los campesinos los observan con desconfianza desde sus tierras o desde las puertas de sus cabañas. La experiencia les ha enseñado que sólo viaja gente peligrosa [...]”. También el reencuentro con las revistas Pomme d’Api, de la más tierna y brutal infancia.

Nada de esto importa ya. Sopla el viento del sudeste con la saña que también despeina las olas. Han pasado diez días de balneario y parece que siempre fue así. Claro, hubo un cabo desolado antes de que apareciéramos todos nosotros, antes de la llegada de personas dispuestas a colonizar las dunas y controlar los movimientos sinuosos de la arena con sus moradas. A esa antigüedad duradera en la que quiero creer, a ese momento en que el mundo excluía tanto la fuerza de una voz que lo describiera y perpetuara, como también la presencia física de cualquier ser humano, accedo a través de elementos puntuales. Ya no hay que cerrar los ojos para que aparezca ese escenario. El espacio helado. El viento. La aridez. Las olas. Silencio. Esa sucesión de cosas, que parecen prescindir de otras presencias, son, se puede presumir, independientes de lo que se escribe sobre ellas. O esto sigue siendo una cierta invención en torno a lo que ya se sabe: mi confianza en que eternamente existió y existirá un cabo árido, dunas móviles, noches irremediablemente oscuras y vientos capaces de alterar el universo en pocos segundos. Tal suma de factores generó nostalgia desmedida y, ahora que está, parece que nunca me hubiera ido.