Difícil pensar en algún artista vivo que tenga el peso y la relevancia cultural y simbólica de Paul McCartney. Su participación en un grupo musical que estuvo en actividad menos de diez años es la causa principal de ese sitial. Es un karma o bendición que comparte con John Lennon, George Harrison y Ringo Starr. Los cuatro, no importa lo que hayan hecho luego, serán siempre los Beatles.

McCartney –que el 18 de junio cumplió 80 años– era, como sus compañeros, un veinteañero durante el reinado de la banda más popular e influyente de todos los tiempos. Él fue, junto con John Lennon, el principal motor creativo del grupo y el responsable de algunas de las canciones más emblemáticas. Cuando compuso “Love Me Do”, el primer éxito global de los Beatles, no había cumplido 20 años; cuando se editó “Let it Be”, en enero de 1970 –la canción que en el imaginario popular es el canto de cisne de la banda–, tenía 27.

Pasó más de medio siglo de todo esto y Paul nunca paró de hacer música. En 1971 formó la banda Wings, que tuvo una actividad casi tan larga como la de los Beatles (duró hasta 1981) y una enorme popularidad. Antes y después desarrolló una carrera solista que continúa hasta hoy y lleva una veintena de álbumes editados con música original.

Entre esos discos hay tres, titulados con el apellido del artista, editados en momentos muy distintos de su vida. Pese a las enormes diferencias entre esos trabajos, hay un hilo en común que los une, más allá del título.

Indie

El primer disco solista de Paul McCartney fue, en su momento, mucho más famoso por el contexto de su salida que por su contenido. Fue lanzado en forma inconsulta un par de semanas antes que Let It Be, último disco de los Beatles, con una gacetilla de prensa que anunciaba el alejamiento de Paul del grupo. Una bomba que marcó el final de la banda y profundizó su enemistad con el resto de sus compañeros, especialmente con Lennon.

Es muy difícil inferir algo de toda esta crispación circundante al escuchar un trabajo que, además, fue realizado durante un período de gran depresión del músico. McCartney es un disco amable, lleno de buena onda y alegría familiar, que Paul realizó mayormente en su casa, directo a un grabador de cinta de cuatro pistas, en el que tocó todos los instrumentos y se ocupó de las voces con la ayuda de su esposa, Linda Eastman, en coros.

Era clarísimo que Paul –como John con su posterior Plastic Ono Band, del mismo año– quiso alejarse lo más posible de la fórmula beatle. Al igual que su excompañero y amigo, McCartney optó por la economía de recursos y cierta desprolijidad que lo apartaba de la sofisticación y perfeccionismo de los álbumes de los Beatles. Pero lo que en Lennon era grito primitivo, sinceramiento brutal y activismo, en Paul era una vuelta a la base –la que había querido hacer con el proyecto Let It Be/Get Back– luminosa, despojada y autosuficiente.

La crítica de la época mayormente destrozó al disco (y ensalzó el de Lennon), en gran parte motivada por el contexto. Se apuntó contra su falta de rigor, su aire de demo y sus temas aparentemente inacabados y presuntamente intrascendentes.

Cola para ver a Paul McCartney, el 15 de abril de 2012, en el estadio Centenario.

Cola para ver a Paul McCartney, el 15 de abril de 2012, en el estadio Centenario.

Foto: Iván Franco

Los años, sin embargo, transformaron a McCartney en una obra de culto. Su aire casero y desprolijo sentó las bases para toda una serie de discos “de dormitorio” que hizo eclosión dos décadas después. La movida indie y lo fi de los 90 –desde los primeros discos de Beck a Guided by Voices, pasando por Daniel Johnston o Eliott Smith– es continuadora, en forma consciente o no, de ese disco de Paul.

Sacando todo su peso histórico, McCartney es un disco que mantiene su vigencia y está lleno de grandes momentos. Es verdad que es desparejo y que hay algunos temas instrumentales semiimprovisados que no aportan mucho. Pero la belleza de canciones como “Junk”, “Every Night” o “Teddy Boy”–todas ellas compuestas en su último período beatle– convierte al disco en una obra perenne. Sigue siendo asombroso su talento para crear hits incombustibles como “Maybe I’m Amazed” al lado de experimentaciones radicales como “Kreen-Akrore”.

Paul haría gala de lo mismo diez años después con un disco muy distinto, pero que mantenía de cierta manera el espíritu de su obra solista inaugural.

Tecno

En 1980 Paul llevaba editados siete discos con su banda Wings y un disco acreditado a Paul y Linda McCartney (el excelente Ram, de 1971, su segundo trabajo posbeatle).

El álbum que lanzó ese año y que marcó el final de Wings era, oficialmente, su segundo trabajo solista. Titularlo McCartney II no era tan extraño, pero la guiñada a su disco de 1970 era obvia. Como diez años antes, Paul terminaba una etapa, abandonaba un grupo y comenzaba una nueva era, motivada también por el cambio de década. Al igual que en el anterior, se encargaba de todos los instrumentos y grababa en su casa. Hasta ahí la similitudes, ya que McCartney II es muy diferente a su antecesor.

Estamos en 1980 y la new wave está en su apogeo. La “nueva ola”, derivada del punk, incorporó espíritu pop, pulso bailable y elementos electrónicos al rock de la época. Paul, que siempre fue una persona inquieta y una esponja que absorbía todo lo que estaba sucediendo, estaba fascinado con esa nueva movida, especialmente con grupos como Talking Heads y B52s. También con las posibilidades de los entonces novedosos sintetizadores polifónicos y secuenciadores. Gran parte del sonido de McCartney II se basa en la experimentación con esa nueva tecnología.

Aunque Paul no dejó de lado sus baladas en el disco, como “One of These Days” o la bellísima y aún muy moderna “Waterfalls” lo atestiguan, McCartney II es sobre todo recordado por su costado más freak.

El tema que abre el álbum, y su mayor hit, “Coming Up”, es la cara más pop de esas experimentaciones. Pero hay búsquedas más radicales, como “Temporary Secretary”, “Darkroom”, o los instrumentales “Front Parlour” y “Frozen Jap”, composiciones que a un escucha casual le costaría asociar con el exbeatle. Hay experimentos aún más sorprendentes en un par de canciones lanzadas ese año en lados B de simples, como el reggae con toques dub “Check My Machine” o los increíbles diez minutos de “Secret Friend”, tema que no desentonaría en un disco de Animal Collective.

Paul McCartney en el festival de Glastonbury, suroeste de Inglaterra, el 25 de junio de 2022.

Paul McCartney en el festival de Glastonbury, suroeste de Inglaterra, el 25 de junio de 2022.

Foto: Andy Buchanan, AFP

Como sucedió con su primer trabajo solista, la crítica de la época fue cruel con McCartney II. La revista Rolling Stone, por ejemplo, lo definió como “basura electrónica”. El tiempo, una vez más, lo puso en otro lugar.

McCartney II refleja el aire de su época, pero a la vez adelanta lo que está por venir. El electropop de los 2000 está en parte prefigurado en alguno de los raros experimentos de ese álbum que artistas como Hot Chip o Super Furry Animals citan como gran influencia.

McCartney siempre estuvo interesado en la música electrónica en todas sus facetas, desde los experimentos con loops de cintas de “Tomorrow Never Knows” hasta sus trabajos electrónicos bajo el nombre The Fireman de los años 90. De todas maneras, fue saludablemente arriesgado editar un disco de estas características bajo su nombre en 1980.

Tercera vuelta

En 2020 buena parte de la actividad del planeta se detuvo por un tiempo debido a la pandemia. Confinado en su granja escocesa, Paul hizo lo que viene haciendo desde hace más de 60 años: música. Aprovechó el encierro para grabar por las suyas una serie de canciones, ocupándose nuevamente de todos los instrumentos y voces. El resultado lo conocimos en noviembre de ese año: un álbum titulado McCartney III.

La conexión con los otros dos es tenue, pero coherente. Además de ser un disco casero y autosuficiente (y de estar hecho en un cambio de década), comparte la decisión de hacer música por el simple goce de hacerla, sin ningún cálculo comercial o postura predeterminada, algo que no fue tan habitual en su larguísima carrera.

El disfrute se percibe y se contagia al oyente. “Long Tailed Winter Bird”, la canción que abre el disco con un riff de guitarra acústica que se desarrolla libremente por más de un minuto antes de que Paul empiece a cantar, transmite de manera perfecta esa alegría.

De los tres McCartney, este tal vez sea el disco menos jugado, pero a la vez es el más parejo. Hay varias canciones que son puro Paul, como las bellísimas “Find My Way”, “The Kiss of Venus” o “Seize the Day. Hay mucho groove (increíblemente, con un solo hombre tocando todos los instrumentos) en canciones como “Deep Down” o la ya mencionada “Long Tailed Winter Bird”. Hay rock en “Slidin”, pero también un lado más acústico, despojado y hogareño en “When Winter Comes”. La experimentación está menos presente, pero puede encontrarse en la extraña, larga e hipnótica “Deep Deep Feeling”. Y aunque no hay temas electrónicos en el disco, la electrónica aparece con fuerza en un trabajo derivado, el álbum McCartney III Imaged (2021), en el que una impresionante lista de artistas armada por el propio Paul, que incluye nombres como Beck, Damon Albarn, 3D, St Vincent, Anderson .Paak o Blood Orange, remezclan y versionan sus canciones.

McCartney III no cambiará, seguramente, el curso de la música, y no parece que vaya a ser inspiración para los artistas del futuro (aunque nunca se sabe, teniendo en cuenta lo que pasó con las dos primeras partes de esta –hasta ahora– trilogía). Pero este álbum ayudó a pasar un poco mejor lo que se estaba viviendo en el sombrío 2020. No es poca cosa lo que sigue logrando la persona viva más relevante del planeta: hacer que este lugar del universo sea un poco mejor gracias a su obra.