Entre las obras que integran la programación de la Comedia Nacional para este año se encuentran las que integran La trilogía de la indignación, del catalán Esteve Soler. Son tres piezas que, a través de siete viñetas cortas, proponen argumentos contra tres pilares de la sociedad que parecen indiscutibles: el progreso, el amor y la democracia.

Contra el progreso (2008), Contra el amor (2009) y Contra la democracia (2010) se presentan, respectivamente, el viernes, sábado y domingo en el teatro Stella (ya son las últimas funciones) y son coproducciones con la Federación Uruguaya de Teatro Independiente y La Gaviota, como parte de las iniciativas del nuevo director de la Comedia Nacional, Gabriel Calderón.

Soler vino a Uruguay para presenciar el montaje de sus obras y dar una serie de talleres en el Centro Cultural de España, y de paso conversó con la diaria acerca de su carrera, del grupo de obras que llevó sus textos por todas partes del mundo y sobre las indignaciones que se mantienen (o no) 15 años después de haber sido llevadas al papel.

Sos licenciado en Artes Escénicas y profesor de dramaturgia. ¿Cuál te parece que es, o debe ser, el rol de la formación académica en el teatro?

Cualquier cosa que ayude al rigor escénico es más que positiva. En el caso de Barcelona, el Instituto del Teatro ha contribuido a profesionalizar la mayoría de los montajes y la escena en general, y para mí es algo importante. También lo percibes en la mayoría de ciudades y estados: en el momento en que hay una actitud decisiva para construir un teatro sólido o un cine sólido, aparecen ineludiblemente al lado buenas escuelas. En el caso de Barcelona también hay una situación parecida en el caso del cine: su crecimiento viene al lado de la aparición de una escuela que se llama Escac (Escuela Superior de Cine y Audiovisuales de Cataluña), que está generando unos nuevos creadores increíbles. Es una cosa que va junto a la otra. En el Instituto del Teatro miras cada clase de dramaturgia o de dirección y ves que los profesionales que luego se van a adaptar a la escena están ahí, estudiando. Es claro y es algo que hay que enfatizar. Me sorprende que a veces oyes teatros que deciden suspender los colegios y piensas: “Estás frustrando el futuro de tu teatro”. Es esencial.

Luego hay que decir, también, que uno se va formando de manera constante. La gente que admiro más, en el teatro y el cine, es gente completamente obsesionada con ir a ver funciones o películas. Es muy raro ver a alguien brillante que esté completamente desligado de la realidad que le rodea. [Pedro] Almodóvar es un freak de ver películas. [Sergi] Belbel y [José Sanchis] Sinisterra, en términos catalanes, son gente que está constantemente leyendo y viendo obras de teatro. Creo que eso explica muchas cosas. Uno se nutre de lo que ve y de lo que lee, y es lo que hacen los mejores profesionales. Con lo cual, más allá de una formación concreta, uno sigue estudiando de manera eterna.

Tenías unos 30 años cuando comenzó a aparecer La trilogía de la indignación. ¿Qué pasaba por tu cabeza en aquel momento?

Llevaba unos años buscando una especie de camino a nivel de estilo de escritura, y hacía cosas que a lo mejor tenían que ver con la comedia, con el terror, con las tesis políticas, pero no acababa de juntarlas. Y para mí lo que aporta La trilogía... es que de golpe entendí que existía una manera de hacerlo. Podía existir una forma, un propósito que me permitiera que fluya el discurso y que además fuera estéticamente coherente. Más allá de los éxitos posibles de las obras, lo que realmente me aporta es que me convierte en un dramaturgo coherente conmigo mismo. Y que además se lo pasa muy bien escribiendo, se lo pasa muy bien viendo las obras, moviéndolas. Eso para mí fue un punto de revelación a nivel personal.

Ese formato de piezas cortas que forman una unidad, ¿fue un gusto personal o la mejor manera que encontraste para tratar estos temas?

En ocasiones veía que la tesis era compleja, y tenía la sensación de que para abordar eso tenía que dar una perspectiva poliédrica del tema. No me valía con dar una tesis. Eso me pasaba cuando escribía, pensaba: “Bueno, sí, esto es un punto de vista, pero hay más”. Incluso yo tengo más puntos de vista en mí mismo que no aparecen en esta obra que he hecho. Entonces, hacerla de esta manera, con siete diferentes perspectivas, me permitía darle esa complejidad. Y me permitía dejar la opción de que el espectador tomara su propia decisión. Es decir: abordo un tema que me parece relevante, inquietante, que yo mismo no sé cómo resolver, y planteo una serie de situaciones y de tesis para que luego el espectador pueda construir su propio esquema.

Te leí en más de una oportunidad insistiendo con la importancia de que la gente se quede con necesidad de discutir después de la obra.

Es algo que acaba definiendo lo que mí me gusta ver en el teatro. Me gusta que el teatro sea un símbolo de crear ciudadanos, en el sentido de personas que desean construir una ciudad y que, por lo tanto, desean pensarla y hacerla crecer. Lo ideal es encontrarme con gente que, después de abordar un tema relevante para la construcción de nuestra comunidad, nuestra ciudad o nuestro mundo, tenga una necesidad urgente de abordarlo y hablarlo. Siempre digo que si al final de la obra la gente está hablando de ella, ya sea en su casa o en el hall del teatro, yo he ganado. Porque ese era el objetivo final de la función.

Foto del artículo 'Esteve Soler: “Si al final de la obra la gente está hablando de ella, yo he ganado”'

Foto: Federico Gutiérrez

¿Te parece que el teatro funciona mejor en ese sentido que una película o un libro?

Hay otras disciplinas artísticas que también pueden conseguir eso, sin dudas, pero hay algo que me hace pensar que el teatro es muy específicamente cercano a eso. Porque el teatro necesita del público, y cuanto mayor, mejor. Eso es muy cercano a la construcción de un debate. Una película no tiene por qué ser un debate; en cambio el teatro, sí. Hay unas cosas que suceden encima del escenario, otras que suceden en la platea, y esa platea necesita estar ahí. No es lo mismo que haya una persona a que esté lleno, y por lo tanto todas esas circunstancias son para mí completamente relevantes. Parte del propósito de las obras, también, está en dividir la percepción del espectador. Con lo cual muchas veces hay gente que durante la obra tiene un escalofrío, o se pone a reír, pero sólo lo hace una parte de la platea, y luego entre ellos van cambiando ese rol. A mí me gusta dividir la percepción del espectador, porque eso contribuye a que la gente tenga necesidad de contrastar esas ideas y construir un discurso.

¿Será lo que va quedando del ágora de los viejos tiempos?

Pues sí. Lo veo bastante parecido. Ya te digo, para mí es completamente esencial y creo que el teatro contribuye muy directamente a hacer eso, a construir un mundo mejor. Necesitamos el teatro.

Volviendo a tu trilogía, ¿fue concebida como tal o aparecieron distintos objetos de estudio hasta que la cerraste?

Cuando apareció Contra el progreso no había un propósito de hacer otras, pero sí que ante la revelación de tener un discurso estético y formal que me parecía coherente, decidí seguir manteniéndolo. Y abordé tres temas que me parecían coherentes con una inquietud social concreta, muy vinculada a un momento histórico, y eso hizo que algún periodista la llamara La trilogía de la indignación. Una vez cerrado eso, pensé que no nos podíamos quedar simplemente con la indignación, sino que debía existir algo que respondiera a eso. Algo pragmático, vinculado a la acción, porque la indignación no tiene por qué ser acción. Y entonces construí una trilogía en paralelo, que es La trilogía de la revolución (2017). Creé Contra la libertad, Contra la igualdad y Contra la fraternidad siguiendo la idea de crear dos trilogías que fueran coherentes y enlazadas con un sentimiento colectivo contemporáneo.

En 2011, tiempo después de tu trilogía, la palabra “indignado” cobró un rol importante en España gracias a las protestas multitudinarias. ¿Cómo tomaste ese zeitgeist?

Has utilizado una palabra que para mí es importantísima, que es la idea del zeitgeist, esa palabra alemana que implica el “espíritu del tiempo” y que para mí es completamente esencial. Yo hago teatro para contribuir a ese dios, llamémoslo así, que es el espíritu de los tiempos. Si no apelo a esa contemporaneidad, para mí no tiene sentido. A veces me resulta un poco indignante ver en las programaciones del teatro dos o tres Shakespeares y dos o tres directores diciendo que “es lo más contemporáneo que he hecho nunca”. ¡Mentira! Lo que es contemporáneo es hablar con un discurso inmediato y hablar a los ciudadanos. Dejemos tranquilos a Shakespeare y a Chéjov. Son fantásticos, hay que conocerlos, no hay autores mejores, pero si quieres ser contemporáneo realmente, cúrrate las obras. El zeitgeist implica eso. Para mí es esencial ser contemporáneo. No tendría sentido nada de lo que te he contado hasta ahora si no fuera eso.

Sí es verdad que las obras en concreto me han ido sorprendiendo. En 2007 la situación medioambiental no era la de apocalipsis que estamos viviendo ahora, de lo que en Contra el progreso hay un componente muy importante. Las relaciones sentimentales no se habían enfrentado a Tinder, y Contra la democracia también se encuentra con una situación muy particular. Cuando se estrenó en Madrid, el mismo día que colocamos encima del teatro una urna con votos, en Cataluña había un referéndum por la independencia. Casualidades, pero que sirven para enfatizar que para mí es completamente necesario el zeitgeist.

Quince años después, con todas estas aceleraciones, ¿te dan ganas de agregar más piezas o de actualizar la obra?

A veces piensas que siempre hay temas para seguir ampliándolas, pero creo que las obras se mantienen extrañamente vigentes, incluso creo que más vigentes que entonces, porque esos temas se han ido efectivamente acelerando. Y como las obras lo abordan todo desde un punto universal, surrealista, sin una apelación inmediata a un suceso, pues se siguen representando con la misma fuerza que cuando aparecieron. Yo sigo creando cosas distintas. Por ejemplo, ahora hay un fenómeno que me interesa mucho, que es la cultura de la cancelación. Creo que es un germen de fascismo que aparece en diferentes puntos y habla de una situación futura inquietante. Es una cosa que estamos trabajando y que vamos a estrenar en setiembre en Alemania. Eso forma parte de esas inquietudes que sigo abordando, pero creo que las dos trilogías hablan muy bien de ellas mismas y no quiero alterar ni una coma de ellas.

Las obras se hicieron en muchas partes del mundo. ¿Cómo es tu relación con todas esas versiones adaptadas y adoptadas por otras personas?

Nunca hubiera imaginado la reacción a las obras. Que hoy estemos hablando de 19 lenguas de las obras era algo que, en el momento en que las comencé a escribir, de ninguna manera hubiera pensado. Igualmente, con todos los montajes que se han producido a nivel internacional, en ningún caso hubiera imaginado algo parecido. Yo sé que aprendo muchísimo de cada traducción, de cada nuevo montaje, y soy un dramaturgo al que le gusta aprender del trabajo de los demás. Creo que las obras deben acercarse a su público concreto. Tampoco tiene sentido que las obras no crezcan en el montaje, y por lo tanto eso implica modificarlas en muchos casos. En ocasiones es más fácil de entender, a veces menos, pero yo siempre intento ponerme en la piel de los directores y les recomiendo o les envalentono para que hagan los cambios que crean convenientes, siempre y cuando sean fieles al propósito final de la obra.

También hay en la propia construcción de las obras una voluntad de que el director y los equipos tomen decisiones. Es decir, hay escenas que son deliberadamente imposibles de montar. Por ejemplo, aparece una manzana gigante. ¿Cómo vas a hacer una manzana gigante? Hay gente que lo hace: en Suiza han montado literalmente una manzana gigante. Pero luego he visto operaciones en 3D, o simplemente una manzana pequeña que consideran como tal. El objetivo es apelar a esa imaginación de un director, y a enfatizar la teatralidad de las obras. Está muy bien que las hagan suyas, y yo contra eso no me voy a romper los cuernos de ninguna manera. Al contrario. Y me sorprende que determinados autores aparezcan en montajes suyos y monten un lío porque no se han respetado unas cuantas líneas. Eso me parece imbécil, directamente.