Durante poco más de un lustro, entre 1988 y mediados de 1993, Guns N’ Roses fue la banda de rock más grande del mundo. En realidad, se llegó a catalogarla como “la más peligrosa”, pero ¿acaso no es lo mismo? Sea como fuere, hace tres décadas aquellos adjetivos todavía significaban algo, porque en los últimos trazos del siglo XX el rock aún era un género relevante, popular y con algo nuevo para dar, con los jóvenes como principales encargados de tomar la posta.

Guns N’ Roses fue –¿es?– una banda que se hizo toda la película del “deber ser” rockero –sexo, drogas y la mar en escándalos de turno–, pero, al final de todo, cuando baja la espuma y los focos apuntan para otro lado, lo que queda es siempre lo mismo, aquello que se registraba en esa cosa llamada disco: la música. Además de la bandana, los boxers, la pollera escocesa y los disturbios, Guns N’ Roses supo grabar enormes canciones de hard rock, siguiendo lección por lección a la vieja escuela.

La banda se formó en Los Ángeles, California, un lugar en donde desde los albores de los 60 el rock tuvo su espacio contracultural, empezando con The Doors. Cuando nacía la década de 1980, por esos lares se empezó a cocinar un guiso catalogado como glam metal, con bandas como Mötley Crüe, que cultivaron un rock duro de estribillos huecos y letras bobonas (como aquella que repetía “girls, girls, girls”, a lo Pomelo). El rock se parodiaba a sí mismo.

Los Guns se formaron en 1985, a partir del desguace de las bandas Hollywood Rose y L.A. Guns, y si bien sus integrantes desprendían aspecto glamero, tenían la oreja puesta en las raíces profundas del hard rock clásico, más que del metal, como los de Aerosmith y AC/DC (esto era explícito: en sus inicios tocaban versiones de ambos grupos); musicalmente, no estaban para la pavada.

William Bruce Rose Jr. (1962), mejor conocido como Axl Rose, tiene –¿tenía?– una de esas voces que no pasan desapercibidas: rasposa, aguda y cargada de lascivia, con tendencia a la hiperexcitación, que a oídos neófitos puede resultar irritante, sobre todo cuando se vuelve un chillido punzante, parecido al de la caldera cuando te avisa que el agua está pronta. De registro limitado, también sabía dejar descansar la garganta, cantar grave y no chillar, pero no hizo demasiado uso de esa aptitud.

Saul Hudson (1965), Slash, el más joven del grupo, parecía nacido con una galera y lentes de sol, pero siempre tuvo dotes para lo que importa: tocar las seis cuerdas. A su inseparable Gibson Les Paul le saca un sonido con más cuerpo y más grueso que el que trae de fábrica, para moverse por la escala pentatónica en busca de fraseos melódicos memorables.

Jeffrey Dean Isbell (1962), alias Izzy Stradlin, completó el núcleo duro fundacional. Amigo de la infancia de Axl, de los pagos de Lafayette, Indiana, no era dueño de nada extravagante y por eso los focos no se acercaron mucho a él, pero además de ser el guitarrista rítmico –y un poco líder–, fue nada menos que el principal compositor de la banda junto con el pelirrojo cantante. Era el arquitecto en las sombras, el que diseñaba los cimientos para que luego Axl metiera sus letras y Slash sus solos y punteos.

Hambre de riffs

Con Duff McKagan (1964) en bajo y Steven Adler (1965) en batería se completó el quinteto, que editó su primer disco en julio de 1987: Appetite for Destruction, uno de los mejores –y más vendidos– debuts de la historia del rock. Doce canciones que tienen todo lo que se esperaba del hard rock a la vieja usanza: guitarras sucias, bien paneadas a los dos lados del espectro estéreo, que te abrazan los tímpanos con riffs obsesivamente cíclicos, solos largos y puntiagudos, estribillos compartibles, gritos, chillidos, gemidos y letras de macho-alfa.

Allí están, intactas, “Welcome to the Jungle”, con la intro amenazante que chorrea delay, el estribillo serpentinero y aquel break maníaco que desciende rítmicamente al infierno; la punkera “It’s so Easy”, la oda desenfrenada a la destrucción nocturna de “Nightrain” (“I’m on the night train / and I’m ready to crash and burn”), la adictiva, funky y movediza “Mr. Brownstone” (que parece que habla de la heroína) y la larga e hiperactiva “Paradise City”, con silbato incluido.

También la misógina y pegadiza “My Michelle”, para seguir con el máximo himno de la banda, número uno en Estados Unidos en 1988, omnipresente en la radio y en cualquier local de instrumentos donde haya un adolescente probando una guitarra impagable: “Sweet Child O’ Mine”. Es una canción extraña, empezando por su icónica introducción, un riff/arpegio espiralado y agudo que, según la leyenda, era un ejercicio de digitación que solía hacer Slash; y tiene sentido, porque para tocarlo hay que usar –y rápido– todos los dedos de la mano izquierda, menos el pulgar.

La letra es más de balada que de otra cosa, casi tierna –para los cánones de estos muchachos barriobajeros–, y se pica lindo cuando Slash hace de las suyas, con el solo de wah-wah más wahwahero de la historia (vayan al minuto 4.08 de la canción: parece que ese pedal de efecto se hubiera creado únicamente para llegar a ese momento).

No te hagas ilusiones

Como en los 90 el rock aún gozaba de buena salud, también se permitía los excesos artísticos. Por eso, el mismo día de 1991 –17 de setiembre– los Guns lanzaron dos discos: Use Your Illusion I y Use Your Illusion II, ya con Matt Sorum en la batería y su aporreo más duro y denso –también metieron teclados y piano, a cargo de Dizzy Reed y Axl, respectivamente, ampliando la paleta sonora–.

Si bien estrictamente no se trata de un álbum doble, porque se vendían –y se venden– por separado, es difícil no verlos como una obra conjunta, porque fueron grabados al mismo tiempo, se llaman igual y tienen tapas idénticas pero de distinto color... Los músicos aprovecharon al máximo los más de 75 minutos que brindaba el por entonces novel formato del CD y lanzaron dos horas y media de música de un tirón. Por supuesto, en 30 canciones hay de las grandes y de las otras, las descartables o normalitas, por eso suele ser común que cada fan de la banda se arme su Use Your Illusion ideal en la cabeza, como si fuera un disco solo.

La enrulada introducción de batería de “You Could Be Mine”, casi seis minutos de sobredosis de testosterona metalera, se erigieron como de lo mejor de aquellos discos y fueron la compañía ideal para musicalizar la película Terminator 2 (1991), de James Cameron, protagonizada por Arnold Schwarzenegger. El actor participó en el videoclip de la canción, que incluye un encuentro final cara a cara con Axl que debería venir con el etiquetado frontal “exceso de 90s”.

Canciones más cuadradas como “Back Off Bitch”, que venían de los primeros tiempos, se mezclaron con cosas pachangueras como “Bad Obsession”. Dos versiones, “Live and Let Die”, de Wings, pero sobre todo “Knockin’ On Heaven’s Door”, mostraron que los Guns podían gunsandrosear cualquier cosa que tocaran, al punto de que no fueron pocos los que pensaron que esa última era de ellos y no de Bob Dylan.

Allí también están los nueve minutos de “November Rain”, la power ballad por excelencia de Guns N’ Roses, ese tipo de canción que ya no se compone más y es un género en sí mismo (con el déficit atencional actual, una introducción instrumental de más de un minuto es una utopía). Es la clásica de arrancar con piano tranquilo y sumar arreglos para luego regular con sintetizadores acolchonados y misteriosos, hasta estallar con lo más épico de lo épico, gracias a los orgásmicos punteos de Slash, mientras el coro canta aquello tan simple de “todo el mundo necesita a alguien”, etcétera. Luego, la calma, la petite mort, mientras suena la lluvia. El famoso videoclip de esta canción ostenta 1.937 millones de reproducciones (sí, casi 2.000 millones) en YouTube. Eso no dice nada sobre la música, sólo que le gusta a bastante gente.

De acá a la China

Entre enero de 1991 y julio de 1993, los Guns se mandaron el Use Your Illusion Tour, con casi 200 recitales a lo largo de todo el globo, incluidas dos recordadas paradas dobles en Buenos Aires (diciembre de 1992 y julio de 1993, con la que cerraron la gira), a las que no faltó público ni caos. Para 1994, la banda prácticamente dejó de existir. La llama fue intensa pero se apagó rápido. En medio de la gira de Use Your Illusion, en 1991, Stradlin se hartó de todo y abandonó el grupo para no volver –lo sustituyó Gilby Clarke–, y así se desenchufó la energía compositiva; no en vano, el álbum The Spaghetti Incident? (1993), el último con la banda casi completa, fue sólo de versiones.

En la segunda mitad de los 90, Slash y McKagan también se las tomaron, por lo que Axl se quedó con su banda y el nombre. El cantante pasó los siguientes 15 años –no necesariamente cada uno de ellos– trabajando en un próximo disco de estudio del que sólo se sabía que su título tendría algo que ver con China, y de tan dilatado pasó a ser un mito o un chiste.

Finalmente, Chinese Democracy apareció en las bateas a fines de 2008, con un sonido mucho menos clásico que los anteriores –guiños industriales y electrónicos–; no está mal, pero tampoco está bien. Es menos un disco de Guns N’ Roses que de Axl solista. Las rockeras “Shackler’s Revenge”, “Better”, la que le da nombre al álbum o la balada “Sorry” tienen lo suyo, pero les faltan la épica y el peligro de antaño.

Luego de ese disco –hasta ahora, el último–, los oficiales Guns N’ Roses se mandaron varias giras por aquí y por allá. Pero al mantenerse Axl como el único miembro original, esa banda parecía un grupo homenaje, más allá de que un logo, un contrato y un montón de abogados bien pagados dijeran que no. En 2010 esos “Guns” vinieron a Montevideo. Dieron un recital en el estadio Centenario, tristemente recordado porque fue cuando Axl andaba más para alimentar su personaje que su música, pidiendo sábanas de seda negra y sandías cuadradas en un hotel de infinitas estrellas que casi ni pisó. Su voz no tuvo una buena noche.

En 2012 vino al Teatro de Verano Slash, que luego de los Guns sacó varios discos solistas y formó Velvet Revolver, pero él sabe que su lugar es otro. “Not in this lifetime” (“no en esta vida”), solían responder, una y otra vez, los exmiembros de la banda ante la pregunta de si se volverían a juntar (eran como los Redondos yanquis). Finalmente, lo hicieron, 20 años después, en 2016, y así parieron el Not in This Lifetime... Tour, que recaudó toneladas de dólares.

Axl mejoró bastante luego de la vuelta de sus compañeros de siempre, pero sigue teniendo sus noches de falta de aire –no parece haberse cuidado mucho, pero de eso que se preocupe su médico de cabecera–. De cualquier manera, el domingo, en el estadio Centenario, se presentarán por primera vez juntos en este país Axl Rose, Slash y Duff McKagan, y será lo más parecido a aquello que fue que vamos a poder conseguir. Ya no estamos en 1992 y son músicos sexagenarios que andan bastante tranquilos, pero cuando Axl se siente frente al piano para tocar “November Rain” y Slash lance su espasmódico punteo, nadie va a poder decir que esos no son los Guns N’ Fuckin’ Roses.