El término salvador blanco (white savior en inglés) se utiliza en aquellas historias en las que un personaje europeo o estadounidense llega a algún lugar recóndito y ayuda sin problemas a los pobres salvajes. Ya saben: esas civilizaciones que si llegaron a desarrollar algún conocimiento avanzado casi siempre es adjudicado a extraterrestres.
En el cine este cliché del género está tan extendido que, bueno, se ha convertido en un cliché. Algunos son más fáciles de descubrir, como los protagonistas de Danza con lobos o Avatar (que para muchos son la misma película) ayudando a la tribu indígena. También la profesora que interpretaba Michelle Pfeiffer en Mentes peligrosas llegaba al auxilio de sus estudiantes hispanos y afro, o el veterano racista de Gran Torino –interpretado por un tal Clint Eastwood– llegaba al auxilio de sus vecinos asiáticos. Y hasta la segunda entrega de Indiana Jones tenía elementos clásicos de esta narrativa.
Los asesinos de la luna (Killers of the Flower Moon), la más reciente película de Martin Scorsese, parece ser justamente lo contrario. La historia, basada en hechos reales, transcurre en Oklahoma durante la década de 1920, en el territorio de la Nación Osage, pueblo originario del territorio estadounidense. Allí, unos años antes se habían descubierto grandes yacimientos petrolíferos, y pronto llegaron los exterminadores blancos, que ya habían reducido a los Osage a su mínima expresión.
Durante un par de décadas, pero especialmente entre 1921 y 1926, decenas de osages fueron asesinados y la mayoría de las muertes no fueron resueltas. En muchos casos eran miembros de la comunidad con derecho a cuantiosas ganancias debido a la explotación de petróleo, y fue necesaria una intervención del joven Buró de Información (luego FBI) para descubrir la trama de violencia y corrupción. De eso iba el libro de David Grann publicado en 2017, que Scorsese trabajó durante los últimos años hasta llegar al estreno de estos días.
El crimen paga (narrativamente)
Todo comienza, pues, con la llegada del exterminador blanco a territorio osage. De un tren vemos descender a Ernest Burkhart, combatiente de la Primera Guerra Mundial que tiene un empleo asegurado gracias a su tío, el empresario ganadero William King Hale (quien de verdad existió). Scorsese hizo denodados esfuerzos por retratar la realidad de ese pueblo originario, pero el principal punto de vista es el de Ernest, interpretado por un Leonardo DiCaprio que se pone al hombro gran parte de los 206 minutos de película.
Hale, mientras tanto, es un rol que permite a Robert De Niro encabezar otro imperio criminal, después de haber sido (por ejemplo) un joven Vito Corleone en El Padrino II o Al Capone en Los intocables. Los años no pasan en vano y aquí no hay rejuvenecimiento digital, así que su rol tiene un menor componente físico, aunque es igual de peligroso. De hecho, la cámara se encarga de retratar a ambos hombres como dos villanos que permanentemente justificarán sus acciones. Hale por la necesidad de proveer a los suyos y Burkhart, con una sutileza bastante mayor, a medio camino entre la ingenuidad y la sumisión.
Más allá de los intentos del director, el foco termina quedándose en los “estúpidos hombres blancos”, como los llamaba Michael Moore. La cámara está dispuesta a retratar a los osages, sus tradiciones, sus miedos y sus particularidades (los autos de lujo con choferes caucásicos), pero la historia siempre vuelve al pequeño imperio criminal. Y de la forma como lo presenta Scorsese junto a su coguionista Eric Roth, la explotación estadounidense del oro negro, que ocurre dentro o fuera de fronteras, termina camuflada como los excesos (utilizo la palabra adrede) de unos pocos codiciosos.
No es obligación de los creadores mostrar la big picture, que para algunos historiadores superó el centenar de muertes, y hay un pequeño montaje de crímenes que intenta retratar lo que ocurría en general. Pero todo vuelve al pérfido hombre de familia que interpreta De Niro y el resultado final está lejos de innovar en la filmografía del autor.
Igual hay regalos
Por suerte hay un elemento tan magnético entre los osages que ni siquiera el guion es capaz de escapar de su presencia: la actriz Lily Gladstone en el papel de Molly, quien aparece en la vida de Ernest y termina siendo la víctima perfecta. Gladstone atraviesa un rango enorme de emociones, ya que al comienzo su papel es de estoica y desconfiada, y en cada una de esas emociones lo deja todo. Le toca ser seducida por alguien que la hace reír, y después sufrir las consecuencias de salir con él.
Se habló muchísimo de la extensión de esta película, incluso meses antes de su estreno. Con tres horas y 26 minutos es tres minutos más corta que El irlandés, y tiene momentos que refrescan la trama y el cerebro de los espectadores, como la aparición del siempre impecable Jesse Plemons, en este caso como investigador del proto FBI. Pero por más bello que sea lo que Scorsese (y el director de fotografía Rodrigo Prieto) nos están mostrando, hay instancias en las que la historia se estanca y no justifica el tiempo dedicado.
El director está tan enamorado de su historia que no deja de mostrarla y así pasan los años, y sin el salto temporal extremo en el tercer arco que tuvo Babylon (otro film de más de tres horas), seguimos de la mano del tío Marty sin un cierre claro, porque bien sabido es que los codiciosos seguirán buscando la ampliación de su fortuna hasta que den su último suspiro.
Que no sea una obra maestra no significa que no haya que ver esta creación de uno de los directores más afamados de todos los tiempos. Scorsese toma algunos riesgos narrativos, exige a las generaciones con déficit de atención y a su manera apunta los focos sobre un episodio nefasto del pasado de su nación, como también lo fue la masacre de Tulsa, referida en esta película y contada con inesperada crudeza en la serie de HBO basada en la historieta Watchmen. Claro que, como ocurrió en la vida real, por momentos los osages fueron el decorado en el que se disputó un juego de tronos con un trono solo.
Para los últimos minutos Scorsese se reserva un regalo, un momento en el que se afloja el nudo de la corbata y juega con la película y con nosotros. Esperemos que no sea su regalo de despedida.
Los asesinos de la luna, dirigida por Martin Scorsese. Con Leonardo DiCaprio, Robert De Niro y Lily Gladstone. 206 minutos. En cines.