Es enero y en una calle de balastro de alguna comarca rural se celebra la fiesta del pueblo. Por suerte el tiempo acompaña, aunque los cientos de cascarudos que revolotean cerca de los dos focos que alumbran el improvisado escenario auguran tormenta. Se siente en el aire.

La multitud aguarda el cierre artístico de la noche mientras disfruta de la cerveza fronteriza y el chorizo al pan. En el boliche de la esquina, el que en los días comunes sobran sillas y bosteza el paño de pool, no cabe un alma y se terminó la caña con pitanga. Unos niños juegan a las escondidas entre el laberinto de sillas plegables que desde temprano fueron dibujando una platea. En la primera fila, a unos cinco metros del escenario, las miradas se concentran en la danza de los cascarudos y esperan, entre conservadoras repletas y pascualinas del día. La gente se divierte a su manera.

De repente, los parlantes se callan. En el aire queda el murmullo de la tribuna mezclado con el crujir de las parrillas hasta que irrumpe un aplauso cuando el cantor sube al escenario, de pantalón, camisa y gorra negra. El locutor improvisa una presentación, su cuarto de hora, mientras el músico se cuelga la guitarra, afina, acomoda el micrófono, carraspea un poco y empieza a tocar un milongueo largo y manso como la lluvia que caerá en unas horas. Ya es la medianoche y entonces canta: “Hay un pago con un río serenito / apacible como dulce amanecer / donde el trino de los pájaros cantores / sin quererlo aún más criollo me hacen ser / A la orilla de ese río estoy pensando / que algún día calladito yo me iré / dejaré de ser cantor, pero qué lindo / pues por siempre tierra fértil yo seré”.

Dúo de cinco

José Luis Guerra, el Pepe, lleva en este oficio más de seis de sus ocho décadas de vida. Nació el 31 de octubre de 1943 en la ciudad de Treinta y Tres, a orillas del Olimar, por aquel entonces una comunidad de poco más de diez mil habitantes. Uno de los cuatro hijos de un empleado ferroviario y una ama de casa del barrio orillero La Floresta, desde donde se veía para un lado el bitumen pituco del centro y para el otro el campo con sus tentaciones montaraces. La madre silbaba cuando hacía las tareas, silbaba lindo, sobre todo tangos de Gardel; y el padre, cuando tenía algún tiempo, despuntaba en la guitarra estilos y vidalas de otro tiempo.

Su primera actuación más o menos pública fue en la escuela y a pedido de su maestra. Con el la, el re y el mi que le había enseñado un primo hermano interpretó “Luna tucumana” de Atahualpa Yupanqui, porque cuando eso, todavía no se les cantaba a las lunas de acá. Veinte años después declaraba para la extinta Revista Centro: “¿Sabés una cosa?, fui músico desde que tengo memoria. Desde chiquito lo llevé en el alma. Ahora, me di cuenta de que iba a ser musiquero cuando tenía ocho años en una fiesta de la escuela. Como yo sabía tocar, me encargaron unos números y quedé muy ilusionado”.

Treinta y Tres era para la década del 50 un extraño hervidero cultural. Además de tres teatros independientes, pululaban los artistas plásticos, guitarreros y poetas que modelaban, sin saberlo, la génesis de la identidad olimareña y un poco del país todo. Entreverado en esas minucias andaba el Pepe, quien a los 13 años ya cantaba boleros y rancheras mexicanas y unos años después lideraba su propia audición en Emisora Treinta y Tres, José Luis canta para ti, con el auspicio de Tienda La Victoria.

El comunicador Walter Serrano Abella recuerda: “Al Pepe lo conozco de siempre, tenemos un año de diferencia, al principio cantaba Pedro Infante, boleros y algunas cosas argentinas también. En ese entonces no existía la música popular uruguaya, estábamos influenciados todos los medios de comunicación que pasaban Yupanqui, Los Fronterizos, Los Chalchaleros, [Horacio] Guarany, todo eso, la música argentina fundamentalmente y algo mexicano, que no sé por qué pero también eran bienvenidos. Yo lo presentaba en la fonoplatea de la radio, que se llenaba, le conseguía ropa porque no tenía nada, una pobreza franciscana, igual que yo. Entonces yo salía desde un móvil en los barrios y preguntaba a la gente qué estaba cantando; el que acertaba se ganaba una camisa de La Victoria”. Pepe confiesa que nunca supo si el éxito se debía a su performance artística o al atractivo premio del auspiciante.

El que andaba también en esas vueltas del canto era un tal Braulio López, otro muchacho del pueblo un año mayor que Guerra. También tenía su audición, promovida por la panadería La Sanducera, y no tardaron en cruzarse en alguna yerra local. Por otra parte, compartían elenco en el espectáculo Paisajes del mundo, que reunía a cantores y bailarines de la ciudad.

Según López, el dúo surgió más que por aspiraciones artísticas por cuestiones de practicidad: “En un momento éramos muchos y duraba como tres horas hacer todo eso en el teatro, entonces nos dicen: ‘Che, ¿no hay algunos que canten entre dos, para hacer más chico el horario?’. Y ahí empezamos con Pepe”. El cantor recuerda que el nombre del dúo lo sugirió Óscar Laucha Prieto, otro engranaje clave de esta historia. “Teníamos que ponerle algo, para no ponerle Guerra-López o López-Guerra; no nos gustaba eso y no encontrábamos el nombre. Un día nos reunimos con el Laucha y nos dice: ‘Che, ¿por qué no se dejan de joder y se ponen Los Olimareños?’. Y ahí quedó. Ese es el nacimiento del dúo”.

Pepe Guerra identifica al Laucha Prieto como uno de sus maestros de la guitarra, junto a los músicos populares Carau Peralta y el Negro Pimienta, con quienes aprendió el oficio a fuerza de largas veladas amenizando los bajos fondos olimareños, hasta que les quedaban los dedos “con unas canaletas azules” de tanto darle. En una entrevista a Lucio Muniz para el libro Treinta y Tres en quince nombres (1992), comentaba: “Ahí aprendías algo o no aprendías nada, ¿entendés? De ahí tal vez viene el ‘toque’ ese que la gente dice del dedo macho, el recurso del uso del pulgar. Una vuelta vinimos a unas clases con [Atilio] Rapat y decía: ‘Eso yo no se lo puedo tocar a usted, el punteo, eso no se lo puedo tocar, porque eso viene del monte; y eso no se lo puedo corregir a usted’. Era el punteo del ‘Adiós amargo al Carau Peralta’”.

Óscar Prieto fue también el puente con el maestro Rubén Lena y Víctor Lima cuando Los Olimareños andaban tras un repertorio uruguayo. Ambos poetas, por diferentes motivaciones, venían creando un decir alternativo a la “Luna tucumana”. Lima, oriundo de Salto, se aquerenció en Treinta y Tres y Lena encontró en el salteño un compañero en el camino trazado por la convicción de que había que crear un cancionero nacional.

Cuando los cuatro artistas –más Prieto, especie de quinto beatle– conectaron, el resultado fue avasallador, mucho más que la suma de las partes. Los versos de ambos escritores encontraron en las voces armonizadas del dúo el medio de expresión ideal y todos potenciaron sus atributos. Poco después ya desembarcaron en Montevideo con una carta recomendación de Lena para Radio El Espectador, donde la propuesta se convirtió en un éxito de fonoplatea inmediato.

En 1963, con su primer larga duración, comenzaron el periplo discográfico que alcanzaría medio centenar de placas registradas. Pero posiblemente haya sido su siguiente trabajo, un EP que contenía las canciones “Huella en batalla”, “De cojinillo”, “A don José” y “Orejano”, el que marcó el despegue definitivo. De los cuatro temas, tres se convirtieron en clásicos de nuestro cancionero.

Para Serrano, Guerra fue fundamental en la gestación de estos hits: “A mí me parece que no se le ha dado el valor que el Pepe tiene en la guitarra. Porque en ‘A don José’, por ejemplo, sacale el bordoneo del Pepe. La música, la melodía y el texto es del maestro, pero ¿y la bordona?, el ‘pararararan’, ese bordoneo que además es de Treinta y Tres, de los boliches pobres, donde se almacenaba el canto... En cualquier boliche de esos se amanecía cantando”.

José Luis Guerra, Braulio López, Ricardo Erlich y Daniel Viglietti, durante la declaración de Ciudadanos Ilustres a Los Olimareños (archivo, mayo de 2009).

José Luis Guerra, Braulio López, Ricardo Erlich y Daniel Viglietti, durante la declaración de Ciudadanos Ilustres a Los Olimareños (archivo, mayo de 2009).

Foto: Iván Franco

Camino solo

Durante 25 años Los Olimareños fueron punta de lanza de la canción popular de raíz folclórica uruguaya. Atravesaron el boom del movimiento, el canto comprometido, la censura, el exilio y el retorno al país. Recorrieron miles de kilómetros y nunca dejaron de crear y de innovar. Fueron pioneros en armonizar voces y traducir estéticas como la murga y el candombe a la guitarra, musicalizaron poetas y amplificaron a decenas de colegas, acriollaron el canto de otros países –Venezuela, Cuba y Brasil, entre otros– y construyeron una obra inmensa y perenne. Hasta que en 1990 cantaron flor y se fueron al mazo en la que probablemente fuera la separación artística más impactante de nuestra pequeña escena.

A pesar de la conmoción, Pepe y Braulio siempre mantuvieron una especie de pacto de silencio resguardando a Los Olimareños de cualquier embrollo farandulero. “Los Olimareños valen por lo que cantan, por lo que hicieron, por su trayectoria; ponele por el buen gusto para elegir el repertorio o porque las voces se amalgamaban bien. En último caso, por un misterio indescifrable, ¿me entendés? Yo creo que eso es lo más importante de la cosa, y lo demás me parece que, no sé... Explicar cosas me parece medio chabacano, ¿no?”, le decía Guerra a Lucio Muniz. Lo concreto es que Braulio López se fue a vivir a Estados Unidos y el Pepe quedó con su guitarra remando el fin de la primavera democrática, entre el duelo por la muerte de Alfredo Zitarrosa y la incertidumbre de una década que iniciaba invitando a hacer la tuya.

A diferencia de su compañero, Pepe Guerra ya tenía una vasta experiencia como compositor al momento de iniciar el camino solista. Además, en 1977, antes del exilio y con López detenido en Argentina, había editado el álbum Ta’ llorando. Sin embargo, ese nuevo comienzo significó un doble desafío. Por un lado, por la pesada mochila de Los Olimareños, pero también por la aventura de presentar una nueva propuesta, con un sonido diferente en base al soporte de bajo, teclado y batería.

Así se lo explicaba a Aldo Novick en una entrevista para VTV en 2004: “Le dije al Serrano: ‘Mirá, vamos a probar esta propuesta en el corazón del Uruguay, en pueblos chicos’. Al principio la gente como que ¡epa!, ¿y esto qué es? Te das cuenta de que en el bajo estaba Urbano Moraes, con el pelo larguísimo y pantalón rojo; el Pollo [Manfredi] tocaba teclados de repente con una camiseta con agujeros; eran jóvenes de la capital. Pero justamente de lo que se trataba era que la canción no perdiera sus raíces, por más instrumentos que tuviera. Incluso se inventó un ritmo de milonga en la batería para que no se pareciera al rock. Funcionó, porque enseguida la gente la pescó, por suerte”.

En poco tiempo consolidó un repertorio que combinó nuevas canciones, que pronto se volvieron clásicos, con viejos éxitos como “Orejano”, “A don José”, “La ariscona”, “La galponera”, “A orillas del Olimar”, “Nostalgias olimareñas” y “A mi pago”, entre miles. La propuesta solista del olimareño se convirtió en uno de los números principales de los festivales folclóricos en pleno proceso de expansión y masificación de estos espacios, con especial destaque cada vez que se presentaba en el festival A Orillas del Olimar, donde la veneración por el cantor locatario aseguraba momentos inolvidables, como una vez que se largó la lluvia y no se movió un alma.

En el centro de este fenómeno, dos elementos que ya son señas de identidad de nuestro patrimonio musical: la guitarra y la voz de Pepe Guerra. Abella reflexiona: “Para mí la guitarra del Pepe es profundamente identitaria, no sólo a nivel nacional sino a nivel de la región. Hay, según el Laucha Prieto, 19 ritmos de milonga diferentes de Treinta y Tres. El Pepe mamó eso, tomó eso; ese sabor a monte y a río que tiene la guitarra de Pepe no lo tiene cualquier guitarra. Toda la técnica que le pudo haber enseñado el Laucha muere en los dedos, la otra cosa que alimenta el latido ese del zucará, el pitanguero, el Yerbal y el Olimar viene de otro lado, es un duende misterioso, pero viene”.

Para Vera Sienra, quien compartió con el músico y Pablo Estramín el espectáculo Gardel posta posta, la admiración no sólo es provocada por su “singular guitarra criolla” o lo “hermoso de su canto de voz gardeliana”, sino también y fundamentalmente su “convicción para decir”, la coherencia y el cuidado en la elección de las líricas, una vocación que el propio cantor reconoce como una de las grandes enseñanzas de Rubén Lena.

“Que el letrista no se olvide de la voz del Pepe Guerra”, dice la reconocida murga canción de Jaime Roos y Raúl Castro. El murguista autor de esos versos justifica esta inclusión en la misma senda que Sienra y Abella: “Creo que la voz del Pepe Guerra unificó el campo y la ciudad, es como un puente entre ese sentimiento de la gente del interior y la gente montevideana. Es un puente perfecto, por su profundidad, por los temas que alude, por el propio Pepe, esa forma de ser que tiene, tan oriental, tan uruguayo. Parecido a Artigas es el Pepe Guerra”.

Los últimos tres lustros los atravesó entre las vueltas de Los Olimareños en 2009 y 2019 y una serie de espectáculos y proyectos discográficos en colaboración con colegas de la vieja y la nueva guardia como, por ejemplo, el dúo Larbanois & Carrero y los Copla Alta, los más notorios herederos del canto treintaitresino.

El cantor

La tormenta asoma por detrás del escenario y empieza a soplar un viento fresco. “Trae agua”, dice alguien en la improvisada platea de sillas plegables. De cualquier manera, nadie se mueve: el cantor está cantando y nada lo interrumpe. Ni la tormenta, ni el viento, ni los borrachos del boliche, ni los cascarudos.

Resuenan las bordonas y el músico imperturbable, inclinado levemente hacia un costado, con la mirada en lontananza y cierta mueca de mostrador, sigue cantando como la primera vez. “Y ese día que la muerte se enamore / de mi canto que muy lindo nunca fue / Sólo quiero que enmudezca mi guitarra / en la tierra musical donde soñé”.

Ocho décadas en ocho discos

De cojinillo (Los Olimareños, 1965)

Los Olimareños ya habían editado dos álbumes –Los Olimareños y En París- y un par de EP cuando salió De cojinillo, que marca la consolidación de un estilo y de la formación moderna del dueto –en el primer elepé, Braulio López aún no tocaba la guitarra; participó con el bombo legüero–. Además de la polca que le da nombre, destaca por la variedad de géneros: gato, milonga, candombe, litoraleña, vals y las primeras serraneras –“Refaloso” y “Banda Oriental, 1811”–, ese ritmo creado por Lena y Prieto que se incorporó de manera natural a la propuesta. También aparece la voz recitada de Guerra en “El clinudo” de Víctor Lima, otra marca registrada.

Quiero a la sombra de un ala (Los Olimareños, 1967)

El cuarto larga duración los encuentra en expansión, tanto a nivel nacional como en Argentina. Por primera vez aparecen músicos invitados en sus discos: el organista Lorenzo Olaverri y el contrabajista Federico García Vigil. El repertorio se nutre de las tres vertientes que caracterizan su obra: composiciones de Rubén Lena y Víctor Lima, de otros autores uruguayos y versiones foráneas. Sobran los hits: “Adiós a Salto”, “Contrabandista e’ frontera”, “Las dos querencias”, “A Simón Bolívar” y “Caminitos de tierras coloradas”, entre otros.

Cielo del 69 (Los Olimareños, 1970)

Sólo por la canción de Mario Benedetti y Numa Moraes que le da nombre ya merece destaque. “Cielo del 69” es un símbolo de aquellos tiempos convulsionados, “con el arriba nervioso y el abajo que se mueve”. Guerra musicaliza “Los orientales”, de su admirada Idea Vilariño, y por primera vez se inscribe en el cancionero nacional el concepto “canción carnavalera”, por “Al Paco Bilbao” y “A mi gente”. Además, incluyen “Angelitos negros”, una de sus tantas excursiones venezolanas en una versión modelo.

Todos detrás de Momo (Los Olimareños, 1971)

Cualquiera de los discos de la saga setentera podría estar ponderado, pero Todos detrás de Momo es una obra pionera, disruptiva y conceptual. Lena recreó un tablado imaginario del interior del país y por ahí pasan los más estrafalarios personajes y sus historias al ritmo de la embrionaria murga canción y con el acompañamiento de la batería de Los Nuevos Saltimbanquis.

Ta’ llorando (Pepe Guerra, 1977)

Primer trabajo solista de Guerra, grabado durante los meses de detención de Braulio López en Argentina. Incluye de su autoría la canción que le da nombre y “Paisito”; también registra la versión candombeada, y definitiva, del clásico de Soliño y Collazo “Adiós mi barrio”, todas obras que luego se incorporarán al repertorio del dúo en su reencuentro europeo. Lo envuelve un halo de añoranza, como vaticinando el exilio. “Cuando en tierras lejanas miro triste...”.

Si este no es el pueblo (Los Olimareños, 1984)

Más allá de aspectos técnicos o interpretativos, este álbum, grabado en vivo la noche del 18 de mayo de 1984 en el estadio Centenario, tiene el valor de ser el registro de un acontecimiento histórico, el regreso de los cantores exiliados. Para Pepe Guerra, “la noche más especial que he vivido en mi vida”. La lista de temas está a la altura del acontecimiento: “Este es mi pueblo”, “Rumbo”, “Los orientales”, “Ya comienza”, por nombrar algunas.

La voz de Pepe Guerra / Verde esperanza (Pepe Guerra, 1992)

En realidad son dos discos (editados en 1990 y 1992) incluidos juntos en la serie Súper Doble del sello Orfeo, cuando el compact disc comenzaba su periplo, pero, ya sea por la vía de los hechos o por cierto hilo conductor sonoro y de repertorio, funciona como una unidad. Esta es la base con la que el solista se largaba a cantar a comienzos de los 90: “Cuando empieza a amanecer”, “No te olvides, “Claritamente”, “Verde esperanza”, “Los tres puentes”, “A mi pago”, “Lágrimas negras”, “Tatuaje del alma” y sigan contando.

El que siembra su maíz (Pepe Guerra, 1995)

Probablemente, uno de los proyectos discográficos con mejor producción sonora del músico olimareño, que lo encuentra en estado de gracia interpretativo. La lista de canciones pendula entre el canto criollo y las obras extranjeras, de las que, como de costumbre, el cantor se apropia con elegancia. “Elbia María”, “Regalo de boda” –con el Sabalero–, “La que se fue”, “El que siembra su maíz” –que contiene un magistral homenaje a Víctor Lima– y “Hasta la noche mayor”, la que se conoce como la última canción del maestro Rubén Lena.