“Hanging on in quiet desperation is the English way. / The time is gone, the song is over, / thought I’d something more to say” (“Esperar en silenciosa desesperación es la manera inglesa. / El tiempo se acabó, la canción terminó, / pensaba que tenía algo más que decir”). Así dice el final de “Time”, la cuarta canción del disco The Dark Side of the Moon, de Pink Floyd, que fue puesto por primera vez en las bateas del mundo en marzo de 1973. Pasó medio siglo, pero la canción no se acabó: en Spotify lleva más de 280 millones de reproducciones. Esto demuestra que sigue el tren de popularidad del disco entero, que está entre los más vendidos de la historia en todos los formatos físicos habidos y por haber, y que acaba de ser reeditado y remasterizado por su 50º aniversario (junto con un registro en vivo del álbum entero realizado en el estadio de Wembley en 1974).
Como casi todos saben, Pink Floyd se formó en Londres en 1965, a cargo de Syd Barrett, principal cantante, compositor y guitarrista. Y en todos esos roles brilló en The Piper at the Gates of Dawn (1967), el primer álbum de la banda, que es una sólida muestra de rock psicodélico, experimental, oscuro y con alguna pizca de resplandor pop (“Bike” sigue siendo una joyita de psicodelia popera). Pero la chispa de Barrett se apagó rápido mientras se encendía su locura, y, para tapar sus baches artísticos, llamaron a David Gilmour, porque eso de tocar la guitarra se le daba bastante bien –y también podía cantar–.
A fines de los 60, ya capitaneados por Roger Waters –bajista y cada vez más cantante y compositor–, Pink Floyd grabó varios discos en los que desarrolló su veta de rock progresivo –cuando no con algo de “sinfónico”–, gracias a piezas –no son canciones, porque lo que menos tienen es canto– de más de 20 minutos como “Atom Heart Mother” y “Echoes”, separadas en secciones que construyen atmósferas diferentes pero siempre cargadas, densas, espaciales. Al mismo tiempo, expandieron los límites de la experiencia sonora incluyendo lo que se les ocurriera como parte de las grabaciones –de la música-, ya sea el ladrido de un simpático border collie (en el blues campero “Seamus”) o todos los ruidos inherentes a preparar –y comer– un desayuno bien inglés (“Alan’s Psychedelic Breakfast”).
Pero fue con The Dark Side of the Moon que Pink Floyd se recibió –y con honores– de Pink Floyd, desplegando toda su artillería en un solo disco y explotándola al máximo. Para empezar, con este álbum la banda terminó de edificar su sonido, de texturas etéreas, con esas voces –la de Gilmour y Waters son de registros similares– que de por sí suenan distantes, algo frías y bastante melancólicas –no son sexies ni guturales– y encima se cargan con reverberación y eco, lo que las lleva todavía más lejos, por eso la música de Pink Floyd parece que sonara desde un ovni. Esto, además, acompañado por guitarras que nunca suenan limpias del todo y tampoco demasiado distorsionadas, sino con el efecto justo para moverse inasibles.
Como si esto no bastara, en The Dark Side of the Moon la banda se tomó en serio de una vez por todas la idea de armar un disco conceptual, o sea que hay una línea argumental que atraviesa todas sus letras, la tapa y el título. Además, el arco narrativo está lejos de versar sobre aquellos estereotipos tantas veces escuchados dentro del rock, y le hinca el diente a la codicia, el miedo a la muerte, la inestabilidad mental y un largo y oscuro etcétera –porque hay algo más que sexo, drogas y todo eso–.
La coherencia conceptual está acompañada no sólo por la música sino también por un amplio abanico de efectos de sonido que crean una continuidad desde que empieza hasta que termina el disco, y es la principal razón por la que, en estos tiempos de déficit atencional infinito, escuchar The Dark Side of the Moon en modo aleatorio en la plataforma digital de turno debería ser ilegal.
Tiempo y dinero
El latido del corazón es lo primero que escuchamos –en el disco– y luego se suman otros efectos que funcionan como sinopsis de lo que se viene: los relojes, la caja registradora –los sonidos mundanos como parte de la experiencia– y la risa lunática que aumenta hasta chocar con un grito histérico. Ya estamos en el track dos, y la primera canción como tal, “Breathe”, es una bienvenida al mundo, con eso de que todo lo que tocás y todo lo que ves es todo lo que formará parte de tu vida. Tiene una melodía vocal descansada, anestesiante, casi de canción de cuna, a cargo de Gilmour, pero lo que le da el color definitivo son las notas de guitarra pedal steel, que se deslizan por el canal derecho, lacrimógenas, angustiosas, como marcando el inconveniente de haber nacido.
Los muchachos de la banda le tenían temor a volar en avión –lo cuenta el baterista, Nick Mason, en su autobiografía, Inside Out: A Personal History of Pink Floyd, de 2004–, y en vez de hacer una cancioncita sobre el tema con algún estribillo que diga “ay, qué miedo que tengo a volar”, se mandaron “On the Run”, una pieza puramente instrumental cargada de sintetizadores y efectos de sonido voladores que nos impregnan la ansiedad que nace de ese miedo. La canción no es la representación del temor sino su voluntad, el miedo a secas; así las cosas, escucharla es una experiencia bastante estresante –sobre todo con auriculares; y si encima lo hacemos arriba de algún objeto volador, peor–.
Con el retumbar ametrallante de las alarmas de relojes varios empieza “Time”, y su introducción de dos minutos –muy cortita para el mundo Pink Floyd– de acordes sueltos y misteriosos que quedan destellantes, a puras séptimas, para imprimir tensión mientras la percusión de Mason rulea a lo largo de todo el espectro estéreo. Ese pasaje es mucho más tranquilo que el anterior, pero no por eso crea menos ansiedad por saber hacia dónde nos llevará.
Con la idea trillada –pero no por eso menos verdadera– de que cuando nos sobra tiempo lo desperdiciamos y cuando caemos en la cuenta ya es tarde, “Time” va directo al corazón del asunto, sin metáforas: “Cansado de tirarte bajo el sol, / te quedás en casa mirando la lluvia. / Sos joven y la vida es larga, / y hoy hay tiempo que matar. / Y luego un día te das cuenta / de que tenés diez años más atrás tuyo. / Nadie te dijo cuándo correr, / llegaste tarde al disparo de salida”. Por allí, en el aire, está aquello que cantó Bob Dylan en “It’s Alright, Ma (I’m Only Bleeding)”: el que no está ocupado naciendo, está ocupado muriendo, pero lo que más retumba es el solo de Gilmour, marca de la casa, serpenteante, y quizás el de sonido más estratosférico que tocó.
“The Great Gig in the Sky”, compuesta por el tecladista Richard Wright, es un instrumental pianero con la voz solista de Clare Torry, que no canta una letra inteligible sino vocales sin sentido semántico, es decir, la voz humana como mero instrumento (¿como efecto de sonido?). Hay algo tribal en esos alaridos de puros significantes sin significados, una vuelta a lo más primitivo de la humanidad.
El clinc de la caja registradora y ruidos de monedas varias dan paso a “Money”, con uno de los riffs de bajo más raros, atrapantes y legendarios de la historia del rock, que parece que se va armando y desarmando mientras avanza. Hay infinitas canciones que versan sobre el dinero –en su sentido más lineal o como concepto–, pero pocas tan extrañas como esta, porque antes que nada está la música, con ese pulso funky contradictorio –la plata no tiene swing–, que en los versos está en 7/4, una subdivisión de compases bastante inaudita para el rock, y que luego se hace estándar (4/4) durante el solo, por eso tiene una vertiginosidad muy vibrante, y esto sin hablar del solo de saxo ni del de guitarra (de Gilmour, faltaba más). “Money”, que supo ser un single y fue el primer hit de la banda en Estados Unidos, trajo la paradoja de que los integrantes de Pink Floyd empezaron a tener más dinero que nunca; pero ¿acaso no lo merecen?
Eclipse y locura
Una “power ballad” –con muchas comillas, porque es a lo Pink Floyd– de armonioso arpegio jazzero y atmósfera lisérgica y onírica, y con una dinámica binaria, de versos calmos –la parte “ballad”– y estribillo explosivo –el “power”–. Todo eso es “Us and Them”, la más larga del disco, que está cantada por Gilmour pero con letra escrita por Waters –como todas las demás–, en la que esboza pinceladas de algunas de sus obsesiones –como la guerra–, que más adelante desarrollaría en forma megalómana en The Wall (1979), la última obra maestra del grupo.
Hay un pique musical, de los más comunes, que consiste en tocar unas notitas de paso entre un acorde mayor y uno menor, que acá también se usa, pero en el contexto de la canción genera una ansiedad anticipatoria majestuosa antes de la explosión gracias a los arreglos, que en todo el disco ni sobran ni faltan. Ese estallido es aún más intenso y sublime durante la parte instrumental, con el solo de saxo, y en el minuto 5.55 –tómense el trabajo de ir hasta ahí–, acompañado por el coro, Pink Floyd demuestra que no precisa letras para emocionar.
Acercándose al final, la música nos lleva por una especie de meseta con la instrumental “Any Colour You Like”, quizás lo más psicodélico del álbum y lo que más remite a la etapa previa de la banda, que da paso al arpegio obsesivo de “Brain Damage”. Waters siempre tuvo una textura vocal más rudimentaria y áspera que la de Gilmour, menos etérea, por eso le calza justa la frase “hay alguien en mi cabeza, pero no soy yo”, de esa “oda” a la locura que termina de redondear el concepto del álbum, dándole nada menos que su título y que, curiosamente, tiene algo de luz en la melodía del último verso del estribillo (quizás sea el rayito que se refracta en el prisma de la mítica tapa del álbum): “And if your head explodes with dark forebodings too, / I’ll see you on the dark side of the moon” (“Y si tu cabeza explota también con oscuros presentimientos, / nos veremos en el lado oscuro de la luna”).
El cierre, haciendo más épica la épica, es con “Eclipse”, de los mejores finales de disco que parió el rock –ya sea inglés, yanqui, croata, brasileño o húngaro–, aunque dure apenas dos minutos y poco. Con la voz también a cargo de Waters, sobre una progresión neuróticamente cíclica, que baja y sube, baja y sube, y cuando parece que va a reposar, sigue bajando y subiendo, dando esa idea de eterno retorno de todo, de todo lo que tocás, lo que ves, lo que saboreás, lo que sentís, lo que amás, lo que odiás, negociás, comprás, pedís prestado o robás, creás, destruís, hacés, decís, comés, y así, y así, todo está en armonía bajo el sol, pero eclipsado por la luna.
Al final del final, vuelven los latidos del principio, como si los 40 minutos que pasaron fueran una ilusión, o un segundo, como aquello que decía Jorge Luis Borges en su poema “El instante”, que “sucesión y engaño es la rutina del reloj”, ese que nos marca “Time”. Los latidos siguen latiendo y se entrelazan con la voz de un señor anónimo, que si la escuchamos distraídos puede parecernos el clásico relleno para alargar un poquito el disco, o alguna especie de chiste interno, pero estos muchachos nunca dejaron nada al azar.
Pensando en los efectos de sonido, a Waters se le ocurrió llamar a todos los que pudiera encontrar por los estudios Abbey Road para que delante de un micrófono dijeran lo que se les ocurriera a partir de tarjetas disparadoras con preguntas relacionadas con la locura, la violencia y la muerte –lo cuenta Mason en su autobiografía–. Hasta Paul McCartney llegó a participar en la propuesta, que andaba por ahí grabando Red Rose Speedway (1973), el segundo disco de Wings, pero no llegaron a usar nada de lo que dijo. En cambio, el portero de Abbey Road, un tal Gerry O’Driscoll, irlandés, dijo unas palabras, como si nada, que merecieron ser el broche de oro, porque expresan una verdad irrefutable, no sólo astronómica sino también sobre el disco que se acababa de grabar: “There’s no dark side of the moon, really; matter of fact, it’s all dark” (“en realidad, no hay un lado oscuro de la luna; de hecho, es toda oscura”)...