Perderse en Gaucho cosmopolita, el nuevo álbum de Proyecto Caníbal Troilo, requiere 12 segundos: desde que damos play hasta que entra la voz de Hugo Rocca –cantante, compositor y alma máter de la orquesta– en la canción que abre y da nombre al trabajo discográfico. 12 segundos y nada más. Primero es el beat bailable, luego el viboreante violín de Lucía Gayo y enseguida un repique –a cargo de Ismael Bértola, invitado para la ocasión– que contrapuntea con el bajo siempre elegante de Popo Romano, y estamos perdidos, no hay vuelta atrás. Este cocoliche musical es marca registrada del proyecto que lleva más de una década y cinco discos deglutiendo la tradición con aderezos planetarios, tan gaucho como cosmopolita, tal como deja estampado en esas primeras octavillas: “Vivo en la Banda Oriental / porque así quiso el destino / que no fuera filipino / o un califa de Bagdad / pero de la identidad / no quiero hablar demasiado / soy sólo un criollo fraguado / con parches de humanidad”.

Caníbal Troilo rompe cualquier tangómetro y, a la vez, su propuesta es, en esencia, tanguera. Un tango con pedigrí, pero también actitud punk. De alguna manera, da cuenta del bagaje musical de su frontman, quien templó la oreja entre los discos de su padre, entre los que podían convivir Ignacio Corsini y Agustín Magaldi con el jazz y la música clásica, pasando por Atahualpa Yupanqui o José Larralde. Toda una escuela sobre la que luego se asentaron el rock progresivo y los experimentos de Leo Maslíah y Jorge Lazaroff en los 80. Por eso puede empezar con aires de candombe y samples, y también incorporar el bandoneón de Nico Mora en “Nena cuántica” o las seis cuerdas de Andrés Poly Rodríguez en la misma canción y en “El descosido”, esa gran milonga que se arrima a los cánones sobre un personaje que no da puntada sin hilo y fuma abajo del agua. Es decir, del parricidio a la ortodoxia en cuestión de compases, pero, como confiesa Rocca, si rascás un poco siempre vas a encontrar el tango y la milonga en la raíz. Y hay que decirlo: qué bien le calza el milongueo a esta charanga.

Es decir, la paleta musical se adapta a lo que requiere el cuento. Más allá de los ornamentos tangueros y adornos electrónicos, la sustancia está en el relato, porque estas aguafuertes canibalescas, al igual que las que se escribían hace más de un siglo, cuando nacía el tango canción, son crónicas de una sociedad que se describe con ironía, pero también con crudeza. “Ahí vienen los zombis subiendo la cuesta / los ojos sin agua, las bocas sin voz / Buscando centauros entre las vidrieras / mirando hacia un cielo que los olvidó”. Entre los variopintos personajes están los que provocan una mueca de alegría, una cándida reflexión o, lisa y llanamente, nos dejan el ánimo contra el asfalto, como los zombis que dan título al surco número seis.

Como en los trabajos anteriores, la gola marca presencia delante de la banda. Se destaca la interpretación del cantor, que maneja con mucha carpeta los yeitos del género, pero sin perder el norte melódico que lo caracteriza. Un pasito detrás del micrófono central, los arreglos a cargo del guitarrista Fernando Calleriza –responsable de la producción artística junto a Rocca– dialogan con sutileza con este protagonismo vocal, como si estuvieran conversando, y cuando es necesario pasan al frente. Para muestra, la guitarra que arremete al final de “Milonga en el purgatorio”, la canción que interpreta Camila D’Ángelo, y termina con la sentencia “un día de fiesta no es el fin de la existencia / un día de farra a nadie le viene mal”.

La lírica es en definitiva el alma de la propuesta –y por eso abundan las citas en esta reseña, nunca son demasiadas–. Las estampas de Hugo Rocca chapotean en el fango de la irreverencia, en la tangente de lo políticamente correcto, son moldeadas con el barro de los marginales, los de hoy y los de siempre. Por eso es tango, pero también rocanrol, punzante, contestatario. No necesita de poses para copar guetos; ni de las clásicas, como apelar al farolito o al malevo de puñal, ni de las de ahora: forzar un rapeo o ahogarse en el Auto Tune. La pertenencia y la verosimilitud aparece en detalles tan triviales que pueden pasar desapercibidos, pero que son exquisitos a la hora de pintar la aldea, como una planta de cedrón o un churrasquito de ternera.

Para terminar de derribar todos los moldes, el final de este viaje es con “Zamba del cantor” –a esta altura del partido ya podemos hacer uso sin vergüenza de la etiqueta “zamba uruguaya”–, un cierre que podría ser presentación, como “El cantante”, de Héctor Lavoe. Es decir, un inicio al final, una serpiente de dos cabezas. Esta radiografía en tres por cuatro es un emporio de filosos versos con vocación de grafiti sintetizados en la coda que sentencia: “Cantor / Sacristán sin religión / Cantor / Que enjuga todas sus penas con abundante licor / Cantor / Con la garganta encrespada y un esqueleto sin flor / Cantor / Que canta a los cuatro vientos con un alambre en la voz / Cantor / En cada pueblo hay cenizas de algún intento de amor / Cantor / Que en ancas de ancas de una guitarra va conjurando el dolor / Cantor”.

Es una brujería el Proyecto Caníbal Troilo, un barrio sin tiempo, un limbo arrabalero. Podría ser hoy, a mediados de siglo XX o cuando la patria recién se sacudía la colonia del lomo, por eso de sus entrañas puede surgir “una cumbia maquillada con un cielito oriental”. Las referencias geográficas también componen ese pastiche, y van de la Iglesia del Cordón al Templo de Afrodita, pasando por Cabo Polonio y Casupá. Cuando se calla el cantor, y tras unas bocanadas de silencio, entendemos que luego de aquellos hipnóticos 12 segundos se sucedieron 30 minutos interestelares, que los atravesamos en un cohete marrón de madera y que al final del viaje, como al narrador de “Pastillas para el té”, esa milonguita onírica con espíritu de nana que dan ganas de escuchar en loop, nos queda la sensación de que “tal vez no sucedió”. O tal vez sí, dale play y do it yourself.

Gaucho cosmopolita. Proyecto Caníbal Troilo. Independiente, 2022. Distribuye Ayuí Discos. Disponible en plataformas digitales.