La producción del dramaturgo inglés Christopher Marlowe (1564-93) fue, al decir del profesor Jaime Rest, la que probablemente registró “con mayor intensidad las preocupaciones individualistas y seculares del Renacimiento”. En ese sentido, su Fausto “personifica la búsqueda de conocimiento y el dominio de las fuerzas naturales”. Marlowe también es considerado un gran poeta, que “combinaba los versos blancos en tiradas unificadas por el interés expectante y por el clímax”. Este aspecto de su obra, como la de Shakespeare y tantos otros, es la que no somos capaces de abordar al encontrarnos con versiones que debieron atravesar siglos y traducciones. Sí es potencialmente atrayente para nuestro aquí y ahora, por ejemplo, el interés de Marlowe por el poder, algo que, según se sospecha, está detrás de su confusa y prematura muerte en una pelea de taberna.

El carácter paradigmático de Fausto como representante de la modernidad capitalista que se abre paso acabando con el pasado medieval es estudiado en profundidad a partir de la más conocida elaboración de Goethe, por Marshall Berman en Todo lo sólido se desvanece en el aire. Dice el marxista estadounidense: “Desde que existe una cultura moderna, la figura de Fausto ha sido uno de sus héroes culturales. En los cuatro siglos transcurridos desde el Faustbuch, de Johan Spiess, en 1587, y la Tragical history of Doctor Faustus, de Cristopher Marlowe, un año más tarde, la historia ha sido contada una y otra vez, en todas las lenguas modernas, en todos los medios conocidos, desde las óperas hasta los títeres y los cómics en todas las formas literarias, desde la poesía lírica y la tragedia teológico-filosófica y la farsa vulgar; ha resultado irresistible para todo tipo de artista moderno de todo el mundo. Aunque la figura de Fausto ha tomado muchas formas, prácticamente siempre es un ‘muchacho de pelo largo’, un intelectual inconformista, un personaje marginal y sospechoso. En todas las versiones, también, la tragedia o la comedia se produce cuando Fausto ‘pierde el control’ de las energías de su mente, que entonces pasan a adquirir una vida propia, dinámica y altamente explosiva”.

Berman escribió su libro al comienzo de los años 80 del siglo XX cuando el término “posmodernidad” empezaba a circular en el mundo académico y todavía no se hablaba de “liquidez” en el ámbito cultural. Que Fausto aparezca en una temporada de la Comedia Nacional titulada “Nuevos clásicos” resultaba auspicioso, ya a partir de la tensión que genera la denominación: el “clásico” moderno interpelado de forma “novedosa”, quizá desde una posmodernidad que intenta asumirse más allá (¿o más acá?) de la racionalidad que intentó dar cuenta del mundo sin necesidad de dioses ni religiones. Que partiera de una de las versiones más antiguas de la leyenda de Fausto de la mano de un director con la trayectoria de Rubén Szuchmacher aumentaba las expectativas. Pero el resultado, para quien escribe, fue decepcionante.

Es verdad que el comienzo ilusiona. Gabriel Hermano aparece anticipando, una situación con aura sobrenatural en un espacio que remite al “cuarto rojo” de la serie Twin Peaks, de David Lynch. El universo lyncheano es ideal para ubicar en nuestro tiempo la historia del Doctor Fausto, esa criatura que se siente atada por las estructuras medievales e intenta barrer con ellas a partir del dominio de la ciencia, lo que lo lleva a pactos demoníacos. El problema es que, echada a andar la historia, el espectáculo jamás logra lo que promete al comienzo. El clima lyncheano no pasa del marco escénico y pareciera ganar protagonismo un juego paródico que tampoco logra establecerse del todo.

En realidad, veremos a un Fausto que jamás parece estar ante las situaciones límite que sus propias decisiones desatan. La angustia existencial que lo lleva a pactar con el diablo, el control absoluto que obtiene de la naturaleza y la inminencia de pagar con su alma el contrato firmado parecen tramitarse en el mismo tono, casi administrativo, sin inflexiones que señalen las tribulaciones del alma que atraviesa estados extremos.

El texto articulado en una serie de monólogos y arengas más que en diálogos habilita a que algunas actuaciones salgan de una medianía que nunca despega, pero esto solo subraya más el escaso control que hubo del espectáculo como globalidad. De hecho, una afirmación del director en el programa de mano pareciera indicar que asume no saber si el resultado es el esperado. Dice Szuchmacher: “Cuando no dirijo en la ciudad de Buenos Aires soy definitivamente un extranjero que reconoce los significados de las palabras, pero que no sabe con certeza si los intérpretes las dicen de manera adecuada”. Y agrega que lo “fascinante” de eso es que debe “confiar en los actores y colaboradores locales” para que lo ayuden a “tomar las decisiones que mejor convengan al material que se está trabajando”. O sea, y más allá del sano reconocimiento del teatro como construcción colectiva de sentido, ¿de quién es la responsabilidad si el resultado no es el que mejor conviene al material que se trabaja?

Este Fausto es la primera experiencia realmente fallida de la actual dirección artística de la Comedia Nacional. Esto no invalida la apuesta a realizar una coproducción con el Complejo Teatral de Buenos Aires en el marco de una programación razonada y coherente como en este caso. Simplemente es claro que el trabajo, incluso el más planificado, tiene momentos felices pero también, como en este caso, experiencias infaustas.

La trágica historia del doctor Fausto, de Christopher Marlowe, con dirección de Rubén Szuchmacher. Por la Comedia Nacional. De jueves a sábados a las 20.30 y domingos 18.30 en la sala Zavala Muniz del teatro Solís.