Para llegar al País de las Maravillas de Alicia hay que introducirse en una madriguera devenida vasto túnel vertical y caer, sin más, hasta el fantástico mundo. Para llegar al de Vera Sienra debemos adentrarnos en un largo pasillo desde una rutinaria vereda del barrio de Punta Carretas hasta su morada, ubicada en el fondo de la que fue la casa paterna y que todavía sobrevive a la piqueta fatal del progreso.

Luego de sortear portones, enredaderas, escalones, santa ritas y troncos que amenazan con descocar al desprevenido, se llega a un patio donde la anfitriona nos aguarda sentada en un sillón hamaca de madera que corona aquel espacio ajeno al ritmo citadino. Nos recibe rodeada de plantas, humeante y haciendo tierra con su bastón –testimonio de las secuelas de una poliomielitis infantil que le dejó una “pata flaca”–, como una lunga chamana que sabe el poder hipnótico de su sonrisa ancestral y su prosa serena. Saluda como si nos conociéramos de toda la vida mientras a lo lejos canta un hornero.

Hasta no hace mucho las mujeres que lograban hacerse una página en la historia de la música popular uruguaya se contaban con una mano, Vera es una de esas pioneras. Empezó a cantar en los años 60 y formó parte de la generación que dio forma al movimiento que conocemos como canto popular. En 1969, con 22 años, editó su primer álbum, Nuestra soledad, que cuenta con los arreglos de un tal Eduardo Mateo. Desde entonces nunca paró de crear y acumula una decena de álbumes, tanto en formato solista como con variadas colaboraciones.

Sin embargo, más de una vez estuvo ausente de los escenarios por extensas temporadas. “Lo mío ha sido constante taller para adentro”, confiesa, aunque siempre ha vuelto cuando ha sentido “la imperiosa necesidad”. Se define humanista y sobre todo artista en el más amplio sentido, porque lo suyo ha sido de canto, de poesías y también de pinceles, cada cosa a su tiempo y en su lugar.

El domingo, en la sala Zitarrosa y en el marco del ciclo Marea, Vera Sienra vuelve a presentarse en vivo con su espectáculo En presente, el que estrenó el año pasado, cuyo registro está disponible en plataformas digitales y con el que cerró uno de sus habituales paréntesis, luego de siete años sin asomarse por la madriguera. La acompañarán Guzmán Escardó en bajo, Carlos da Silveira y Eduardo Yur en guitarras, Gustavo Di Landro en piano y acordeón, y las cantantes Gabriela Morgare, Colomba Biasco, Erika Büsch y Natalia Bolani. Antes de esa velada, conversamos una tarde de veranillo otoñal que pareció eterna y tal vez lo fue, ya que, como postuló el Conejo Blanco, a veces, para siempre puede ser un segundo.

Contame cómo era aquel Punta Carretas de tu infancia.

Todas las clases sociales. Estaba la casa de Juan Zorrilla de San Martín y al lado había un conventillo y una pulpería, además, casas de pescadores, un astillero. Es decir, era una zona de costa y una zona de gente que no estaba pensando en la plata. La gente a veces cree que porque uno vive en Punta Carretas… Mis padres tuvieron esta casa en 1934. Mi madre me decía que acá eran arenales y que para ir hasta Pocitos había que ir por la arena. Ella lo que quería era tener una casa cerca de la costa y una estufa de leña, eran sus sueños de mujer y eso lo tuvo, tuvieron esta casita, muy modesta. Tenías el faro, la costa, que fue como el alimento de todos los chiquilines para disfrutar y jugar. Estaba la cárcel totalmente integrada al barrio; otra época. Pasabas y veías a los presos peligrosos a rayas rojas y a los menos peligrosos azules y blancos. Hubo una anécdota famosísima de un preso que veía siempre a una mujer y cuando salió se presentó y se casaron. Mi primera guitarra fue hecha por un preso.

¿Qué cantabas cuando empezaste?

Cantaba boleros, de todo un poco. Después me atreví a hacer canciones y en un momento vino la propuesta de hacer un disco [Nuestras soledades, 1969]. Lo grabé en dos días: entré un viernes y terminé un domingo de noche. Así era.

¿Lo prepararon antes con Eduardo Mateo?

Claro, Mateo venía a casa mucho, estábamos permanentemente viendo los temas. Él estaba encantado, venía temprano, merendábamos juntos; era un ambiente muy tranqui, muy lindo. Él trabajó eso, hizo los arreglos, pero no ensayábamos antes, el canto venía ahí, en el estudio.

O sea que el laboratorio siempre fue tu casa.

Fue así. No aprendí música, no fui a canto, se fueron dando las cosas. Es una familia que tuvo cantores, pero cantores de la casa. Había cuerdas vocales. La herencia traía cuerdas vocales, armonía, todos afinados, no había gente desafinada en la familia. Mi padre cantaba hasta arreglando el ropero, era una cosa natural y así lo fui viviendo. Murió mi padre a mis 14 años, entonces mi madre estaba muy interesada en que la casa estuviera llena de chicos y que no me fuera. Siempre insisto en que sin los otros no sos nada. Venían cantores, guitarristas, con el bombo, y cantábamos todos por una cosa o por otra. Así aprendí a cantar y a tocar la guitarra. Además de jugar al truco, nos encantaba jugar a cantar.

Te abriste la cancha en un ambiente, entre otras cosas, muy masculino. ¿Cómo fue hacerse un lugar?

Yo creo que ahí ayudó mucho un hombre que fue Rubén Castillo, que llevó mujeres a sus programas. Era una especie de isla. Cuando empecé, estaba Amalia de la Vega, a quien yo respetaba muchísimo por su canto. Me daba cuenta de que yo había aparecido a mis 20 años, con un disco, una mujer compositora, era completamente inédito, en aquel momento prácticamente no había autoras. Fue difícil. El mundo masculino muchas veces perturbó.

¿En qué sentido?

Y bueno... yo era hermosa y tuve bastantes problemas. En una oportunidad en un canal hubo una persona que estaba en un programa importante y me invitó a tener un vínculo y me hice la osa, lo dejé plantado y me sacó dos sesiones de cuatro. Y así otras cosas dolorosas. Pero eso es una lucha femenina y supongo que masculina también. ¿Sabés qué es? Es el misterioso mundo de la sexualidad, al que nadie quiere hincarle el diente. Ahora, eso siempre existió y seguirá existiendo.

Decís que era extraño una mujer autora en aquel momento. ¿Cómo surgieron esas composiciones que a la distancia no parecen de una joven de 20 años?

De pronto a los 18 o 19 años hacía una canción y era lo que yo observaba de la gente que me rodeaba, las emociones o los dolores ajenos, de golpe salía una frase y pensaba “¿Y esto?”. Yo la respetaba, siempre respeté lo que venía, hasta el día de hoy. Es decir, el mundo subconsciente trabaja como loco, un mundo misterioso. Me ha sucedido de estar comiendo algo, sentarme a tomar el té y entonces [canta]: “Qué pasa con estos humanos que van para atrás”. Levantarme, decir “disculpen”, irme a componer y seguir: “Y aquellos que se adelantaron y que van a esperar, que van a esperar”. Ahí sale una canción con frescura. Nunca fue intelectual, fue cardíaca. Fue de corazón.

¿Lo mismo con la pintura?

Lo que pasa es que hacer canciones fue completamente original dentro de mi vida y la vida familiar. Ya en la pintura había otra base, mi padre amaba la pintura. No tenía un mango, pero siempre tenía un libro de pintura. Había un gran amor por el arte, en la casa había respeto por los artistas, los valoraban. Entonces, claro, fue más fácil, aunque igual el consejo materno siempre fue: “Abrí varias puertas porque con el arte te vas a morir de hambre”. Por eso entré a trabajar a los 18 años. O sea, paralelamente al arte siempre tuve un trabajo. Tal vez por eso fui más libre, no dependí nunca de salir a cantar para ganarme el mango.

Foto del artículo 'Vera Sienra este domingo en la sala Zitarrosa'

Foto: Camilo dos Santos

En 1972 editaste tu segundo disco, Vera, y en el 73 fuiste a Venezuela a participar en un festival de la canción que ganaste. Estabas, como se dice, en la cresta de ola y de repente paraste. ¿Qué pasó?

Fue una etapa brava esa. Me invitan al festival a Venezuela, en ese momento estaba yendo mucho a Buenos Aires y en aquella época los argentinos representaban a Uruguay, cosa increíble. Se enteraron de que yo estaba ahí y de rebote me invitaron. Te imaginás acá, en casa, ir a Venezuela, quién me acompañaba, con 24 años. La cuestión fue que fui, gané el premio, pero dejé todas las posibilidades que había allá, posibilidades de ir a Colombia, toda una cosa bien organizada para que me quedara, pero mi espíritu cardíaco: “No. Me quiero ir, quiero festejar con mis amigos”. Me vine con la ilusión de hacer un disco y vino el golpe de Estado enseguida. Eso fue en enero, y en junio fue el desastre. Habían caído algunos amigos. Esa emoción, esa alegría, fue de una fugacidad que no me dejaron ni sentarme. Ya no tenía ganas de nada. Venían amigos míos a decirme: “Estás en la agenda de teléfono de Fulano, mirá que fue preso”, pero yo no tenía nada que ver, era la verdad, yo tenía mi pata, no podía estar en multitudes. Ahí empecé a pintar imágenes que no podía hacer en la canción. Nunca canté canciones de protesta; todas las imágenes terribles las metía en la pintura, lo que me pasaba.

Volviste a cantar y a editar, pero no fue tu único paréntesis. El más prolongado acompañó a tu maternidad.

A los 43 años tener una niñita inesperada, concebida en Santa Teresa y que naciera, fue tan emocionante, tan profundo... Si el corazón venía humanista siguió en eso y con mucha más atención. Yo creo que la madurez empezó ahí, al tener que educar a un ser humano que venía al mundo.

¿Y cuándo decidiste volver de nuevo?

En el año 2000 o 2001 aparece Lopecito [Juan Carlos López] y me invita a cantar en un homenaje a Juana de Ibarbourou en el Salón de los Pasos Perdidos en el Palacio Legislativo. Hacía 14 años que no cantaba, iba a debutar con una canción, una música que le había puesto a un poema que se llama “Setiembre”. [Canta] “Setiembre que multiplicas los corderos y los peces”. Una cosa bellísima. Nunca sentí, jamás en mi vida, lo que era un ataque de pánico, no concebía eso. Cuando estaba allí atrás esperando, hacía 15 años que no abría la boca, y además el compromiso era una canción, o sea que si te salía mal hacías el desastre, a mí me temblaba el cuerpo desde arriba a abajo. Estaba ahí paradita, me ayudaron a subir y salió. Ese fue el regreso. Ahí vino una invitación para esto, después otra cosa y vinieron Pablo [Estramín] y Pepe [Guerra, con quienes montó el espectáculo Gardel posta posta], hice otro disco con Numa [Moraes], un homenaje a Amalia y a Osiris Rodríguez Castillos, y después otro más con Dino [Gastón Ciarlo]. Con Dino teníamos una deuda de la juventud, él vino acá alguna vez con alguna noviecita, épocas de asados, y en aquel momento teníamos ganas de hacer algo, pero él tuvo que irse, pasó la vida, nos encontramos y entonces nos empezaron a entusiasmar, nos metieron en el baile y bailamos durante bastante tiempo.

¿Y ahora cuál fue la “imperiosa necesidad”?

Qué pasa, pasa la vida también, sigue pasando, y de pronto me doy cuenta de que yo no puedo ser así con mis canciones, cómo puede ser que haya tenido tantas canciones y no las haya cantado, que las haya puesto en un disco y después quedan ahí como un documento de que estuvieron, que tuvieron origen, pero nunca las había cantado en teatro y eso es lo que estoy haciendo: disfrutando ahora de cantar mis propias canciones, darle vida a un montón de canciones que nunca canté. La primera canción, que se llama “No me dejes ir”, la documenté en un disco y nunca la canté en vivo, dice: “Por necesidad, por desolación, por felicidad y la indecisión, por la vida misma, por la misma fe, no me dejes ir, no te dejaré”. [Canta] “Otro año, otro invierno, otras ganas de estar, con los otros, conmigo, con la vida y en paz. Tener nuevos encuentros, con la misma verdad, tener tiempo y descanso de tanto pasar”. Siento la necesidad de estar con los otros, que los otros me reciban. Porque creo que es un tiempo muy bravo y que muchos estamos como medio adormecidos. Para mí es el inicio de un período en el mundo muy bravo. Considerando esas cosas es que a los 70 y tantos decido volver a cantar y hasta que me quede la voz, porque ahora ya no me puedo ir del todo porque ya me va a llevar directamente la última estación.

Revisar siempre es peligroso; sin embargo, has dicho que te amigaste con esa gurisa que empezó a componer a finales de los 60.

Me reconcilié. Uno cuando revisa seriamente dice: “Qué voy a encontrar acá”. Pero, por ejemplo, mis pasiones, mi vida íntima, todo eso no existió en la canción, nada más que alguna cosa sobre el adiós, sobre los sentimientos, pero nunca lo íntimo, era todo metafórico. Cuando tú llegás a la década siete como llegué yo, tenés el privilegio de poder ver tu vida, de recorrerla. Creo que un ser humano tiene que hacer eso en algún momento, revisar su vida, sus acciones, todos sus asuntos. Y me resultó conmovedor –que no suene como nada… es absolutamente honesto lo que estoy diciendo– darme cuenta de que desde los 16 años, cuando empecé a componer, siempre fue humanismo. Es una línea artística que, de manera inconsciente, pero respetando los momentos de inspiración, siguió misteriosamente conduciendo a la dirección que iba.

Tus colegas te señalan como una referente. ¿Te sentís así?

Mirá, ahora estoy preparando este espectáculo donde hay cuatro mujeres invitadas. Siento que sí, que necesariamente, porque he estado en una época y sigo estando. No en cómo tenés que dirigir tu éxito o cómo tenés que ser como profesional, pero sí en qué es lo que realmente importa, qué querés comunicar. En ese sentido siento un gran cariño y me conmueve, pero lo veo natural, como una veterana que se convierte en referente, lógicamente, lo mismo que un docente cuando es bueno o una madre o un padre cuando son buenos y se hacen referentes.

¿Por qué decidiste compartir parte del canto con estas cuatro colegas?

Porque paso la posta. Para mí es una pasada de posta. Es como decir: “Bueno, no me voy ahora, pero me voy, a ver, ¿qué les gusta cantar?”. Me encantaría que mis canciones siguieran sobreviviendo en alguna garganta por algún tiempo.

Vera Sienra en presente. Domingo 4 de junio a las 19.00 en la sala Zitarrosa. Entradas: $ 450 por Tickantel y en la boletería de la sala.