El primer plano de la película se extiende por más de cuatro minutos. La cámara parece oscilar en forma azarosa entre distintos personajes que cruzan una calle de una ciudad relativamente movida de Turquía hasta concentrarse en Zará, la mesera de un restorán. Entra en escena su compañero Bakhtiar y dialogan sobre el pasaporte robado y falsificado que ella tendrá la chance de emplear para escaparse a París. De pronto, escuchamos un “¡corte!”, y entra en escena Rezá, un asistente de dirección, mirando directamente a cámara y preguntando cómo salió la toma. Escuchamos fuera de campo la voz de Jafar Panahí opinando sobre la toma y planteando mejorías para una toma nueva. En verdad, el plano no terminó todavía: la cámara retrocede y resulta que lo que veíamos no era sino la pantalla de una computadora, desde la cual Panahí ejerce su dirección en forma remota. Al cortarse la conexión, nos damos cuenta de un paisaje sonoro totalmente distinto al de la agitada calle turca: pajaritos, un gallo. En realidad, se puede decir que el primer plano de Los osos no existen se extiende por seis minutos y medio, ya que se prolonga con Panahí desplazándose por distintos lugares de la casa rústica en que se encuentra para intentar recuperar la conexión a internet.
Es precioso el concepto de ese plano, en que la cámara, aunque lo hace sin la aparatosidad de los planos virtuosísticos de Hollywood o del cine europeo más exhibicionista, se desenvuelve por un espacio complejo, cubriendo 360 grados, pero de pronto se escapa por una ventana (el monitor) hacia otra dimensión en la que también hace movimientos complejos y cubre 360 grados. O mejor: pensábamos que la cámara que se movía por las calles turcas era la cámara de Los osos no existen, pero esta, se podría decir, estaba fija en la pantalla de la computadora de Panahí y la que se movía era la cámara de la película-dentro-de-la-película, y es recién ahí que la de Los osos... empieza su giro.
Todos los estatutos son complejos: es una ficción alrededor de un personaje real, el director de cine Jafar Panahí, que actúa de sí mismo y quien también, por fuera del universo de la ficción, dirigió Los osos no existen. Aún más complicado: resulta que la tal película-dentro-de-la-película es una docuficción alrededor de Zará y Bakhtiar, que serían personas reales que actúan de sí mismas y que están viviendo una situación muy parecida a la que están actuando en cámara según las instrucciones del Panahí-personaje. Su destino es incierto: ¿lograrán irse de Turquía hacia París?
Ahora bien, resulta que tenemos una Zará-personaje en la película-dentro-de-la-película y una Zará que, en el mundo de Los osos no existen, es real, aunque para nosotros es una personaje de ficción, actuada por la actriz Miná Kavaní. De todos modos, es un estatuto ficticio impregnado de realidad, ya que Kavaní tiene puntos de contacto con Zará: se escapó de Irán, arribó a Francia como refugiada política y obtuvo la nacionalidad francesa. Sobre Bakhtiar Panjeei, que hace de Bakhtiar, no conseguí mucha información, pero el nombre de pila en común sugiere identificaciones entre actor y personajes (en plural, porque son el Bakhtiar-real del mundo de Los osos... y el Bakhtiar-personaje de la película-dentro-de-la-película).
Suena entreverado si uno intenta reflexionar sobre la semiótica de todo eso, pero la película es bastante lisa con respecto a la narrativa, y se sigue fácil. Es importante, quizá imprescindible, abordarla conociendo la situación del Panahí empírico, que se asume que es bien sabida por el espectador. Integrante destacado del movimiento del “nuevo cine” iraní, Panahí siempre tuvo un vínculo especialmente conflictivo con el gobierno de su país, y desde 2010 tiene prohibido salir de Irán y hacer películas. Pese a ello, se las arregló para hacer largometrajes clandestinos que tuvieron amplia circulación internacional. En todos ellos Panahí actúa haciendo de sí mismo. Los osos no existen es la quinta de estas películas ilegales.
Quitando el aspecto peculiar de la referencia constante a las circunstancias de la vida del propio director, esta película tiene las características habituales del (ya no tan) nuevo cine iraní: la ausencia de música incidental, el sonido estrictamente diegético, el énfasis en los personajes, el ritmo de montaje lento, y algunos aspectos que, sin conocer Irán, es difícil discernir si son características del país o simplemente rasgos de estilo, como esos diálogos argumentativos en los que cada persona escucha a los demás con orden, respeto y atención, y donde la mayoría de las personas parecen pretender el bien, pese a lo cual, de todos modos, los conflictos estallan.
Se viene señalando la visión negativa del Irán que transmite esta película, que se refiere al régimen totalitario (referencias a torturas, el ansia de migrar que sienten Zará y Bakhtiar) y a todas las distorsiones que entraña, y también al conservadurismo que reina en el país profundo, ejemplificado en el pueblito fronterizo en que transcurre la acción (se supone que Panahí-personaje se ubicó ahí para facilitar la dirección remota de la película sobre Zará y Bakhtiar, ambientada en una ciudad turca cercana). Pero el pesimismo aquí es más profundo y revulsivo que el mero inconformismo social.
El propio acto de filmar o de fotografiar o de meramente observar afecta a las personas observadas en forma impredecible, a veces con resultados desastrosos, y por más loable que sea el impulso rebelde que lleva a Panahí a seguir filmando pese a todo, el cine entraña una responsabilidad extraartística, extracomunicacional, en lo que tiene que ver con su mero proceso de realización. Las señales sonoras del autazo de Panahí se convierten en un significativo motivo, que se destaca contra la rusticidad del entorno y representa una otredad que supera la disposición respetuosa del director hacia los lugareños.
Esta película es como el revés de 8 ½: en el clásico (1963) de Fellini, el proceso creativo era atormentado pero finalmente desembocaba en la euforia de la realización de una obra maestra. Aquí, en cambio, el proceso creativo no parece deparar mayores problemas y, sin embargo, el mundo mismo que se está filmando boicotea la realización, y las tragedias que ocasiona ponen en cuestión el “para qué” de todo eso. Nuevamente Los osos no existen se desdobla: su historia parece decir que es todo inútil, imposible; la existencia misma de esta película bella y compleja desmiente su propio mensaje.
Los osos no existen (Khers nist), dirigida por Jafar Panahí. 106 minutos. Irán, 2022. En Cinemateca, Life 21 y Alfabeta.