En este camino de expandir los horizontes del teatro, la Comedia Nacional presenta un espectáculo que nos interpela. Sobre la sólida base de la novela de Mary Shelley –caber recordar que cuando la publicó tenía 18 años–, los autores Gabriela Escobar y Pablo Casacuberta con la dirección de la coreógrafa y bailarina Andrea Arobba replantean interrogantes que surgieron a principios del siglo XIX –la ética científica, los límites de la muerte– y las extrapolan para tensionar el vínculo actual con la inteligencia artificial.

¿Cuál es la responsabilidad del creador sobre su obra? ¿Una creación artificial tiene derecho a la felicidad? ¿Cuánta vida puede recrear un ordenador? A medida que se desarrolla la obra se dispara un cúmulo de cuestionamientos morales y filosóficos que nos exhortan a reflexionar sobre el presente y el futuro inmediato.

Las funciones de Frankenstein se realizan en un espacio no convencional: el Salón de Actos de la Facultad de Medicina se abrió luego de mucho tiempo y adaptó sus instalaciones en una escenografía sencilla y minimalista que da espacio a los cuerpos danzantes. Así se crea un ambiente oportuno para desplegar la historia, que es atravesada por recursos audiovisuales generados mediante inteligencia artificial.

En ese vaivén se narra la historia de Victor Frankenstein, que impulsado por la revolución científica y obsesionado por los secretos del cielo y la tierra, crea un cuerpo uniendo partes diseccionadas de cadáveres, dándole vida e ignorando las consecuencias de sus actos. Este Frankenstein es próximo a Satanás enEl paraíso perdido, el largo poema de Milton, y como en el mito de Prometeo, se rebela contra la tradición, crea vida y modela su propio destino.

De esta forma comienza el periplo del monstruo creado. Es más grande que cualquier hombre y tiene un aspecto terrorífico, por lo cual es abandonado por su propio creador. Huye y sale al mundo con la intención de gozar una vida como la de los humanos, pero nada puede salir bien bajo los prejuicios de la época, por lo que es rechazado profundamente. Su bondad se esfuma y nacen en él crueldad y malicia. Azota a la ciudad con sus crímenes desatando la locura y la culpa de su creador.

Para contarnos esta historia, Arobba hace valer su oficio y opta por otro lenguaje. El motor de la obra es sensorial. Nos introduce en un estilo discursivo propio de la danza contemporánea, donde pondera el cuerpo como centro de la experiencia humana. La vivencia corporal nos conduce y atraviesa internamente para observar lo que late dentro.

Así, el espectáculo alcanza momentos sublimes en detrimento de otros. La danza le gana la apuesta al teatro, eleva al máximo el potencial de lo corporal, la sala se impregna de danza contemporánea, incursiona en el contact improvisation, cancelando los largos parlamentos y las declamaciones del teatro tradicional. Es probable que el espectador habitué se encuentre fuera de su zona de confort y está bien que así suceda, cuando la idea es aventurarse por otros caminos.