La fría y soporífera teoría musical dedica kilos de bibliografía a cómo un acorde con séptima genera cierta tensión y si se le agrega esta otra nota con aquella, bla bla, pero el calor de la música prende fuego todo lo escrito con la contundencia del napalm: cuando la banda de Paul McCartney arremete con ese acorde tan especial y queda sonando, fantasmal, no hay nada que explicar. Este martes de noche, el show del genio de Liverpool en el estadio Centenario empezó con la canción “A Hard Day’s Night”, uno de los infinitos himnos de The Beatles, que lleva 60 años de publicado pero podría ser de pasado mañana, porque la música de aquellos muchachos vaya si es atemporal.

La primera visita de Paul –no lo vamos a nombrar por el apellido, si es como un tío abuelo para todos– a esta penillanura levemente embolada fue en 2012 y ya tuvo tintes de utopía, porque hasta esa época los popes del rock no solían pasar por acá. En un hecho insólito, repitió apenas dos años después –no se había olvidado de nada–, pero que vuelva luego de diez años ya es digno de ciencia ficción, sobre todo porque el tipo tiene 82 años y junto con su banda se mandó dos horas y media de espectáculo –más de 35 canciones– sin apenas despeinarse. “Está entero”, dijo una muchacha del público cuando vio salir al músico con su legendario bajo Hofner, y seguro fue el comentario de varios más en la fría noche montevideana.

Además de su banda base de casi siempre, con los dos robustos –técnicamente– guitarristas (Rusty Anderson y Brian Ray) y un baterista (Abe Laboriel Jr.) bien para estadios –le pega duro y concreto, sin sutilezas, y encima hace coros, es completo–, Paul trajo una sección de vientos que sonó con un swing diabólico. Fue el caso, por ejemplo, de “Letting Go”, de Wings –el grupo que armó luego de la disolución de The Beatles–, una canción que construyó un groove para mover a todo el estadio y demostró que vaya si el rock puede llevar vientos –hay ortodoxos que aún piensan que no–.

A Paul se lo notó muy contento y daba ternura verlo leer los saludos de rigor en español, mencionando a Uruguay. Aunque, vamos, podría leer los números ganadores de la tómbola y daría lo mismo, porque lo que importa es la música, y Paul tiene como para hacer cinco recitales con repertorios distintos. Se colgó la guitarra por primera vez en la noche –una colorida Gibson Les Paul con dibujos infantiles– y arremetió con “Let Me Roll It”, otra de Wings, y ese riff sonó tan afilado como siempre para terminar con el clásico enganchado instrumental de “Foxy Lady”, de Jimi Hendrix, un Chernóbil de empuje rítmico que todavía debe retumbar en los baños del Centenario.

Además de alternar entre varias guitarras y el bajo, Paul se sentó al piano en más de una parte del recital. Así les dio dedo como loco a las teclas para parir la hipnótica introducción de “Nineteen Hundred and Eighty-Five”, de Wings, una de esas canciones en las que la voz en vivo es pornográficamente idéntica a la original de estudio.

Las que sabemos todos

A medida que el recital se acercaba a la mitad, más canciones de The Beatles marcaron presencia, para entusiasmo de la mayoría de la gente que casi colmó nuestro principal recinto deportivo –había apenas algún que otro lugarcito libre–. La country, melódica, pop y siempre hermosa “I’ve Just Seen a Face”, de los genios de Liverpool, sonó tan bien como en 2014. Y “Love Me Do”, el single debut del cuarteto, hizo enloquecer a la mayoría como en los mejores tiempos de la beatlemanía. Adelante del todo había dos señoras mayores –totalmente canosas– que se movían con el mismo entusiasmo vibrante que una muchacha joven y rubia que estaba a su lado, haciendo carne y baile eso tan trillado de que la música buena de verdad es la que les llega a todos por igual, como la luz del sol y el IVA.

La exquisita balada “Blackbird”, del “álbum blanco” (1968), tan sólo con Paul en voz y guitarra acústica, fue uno de esos momentos especiales, más para escuchar que para moverse. En esa parte el músico quedó sobre una plataforma que se elevaba y a su vez reproducía imágenes celestiales, para luego oscurecerse, con un pájaro moviéndose por la pantalla, y así pareció que Paul estaba elevado tan sólo por su música. Luego, nuestro Centenario tuvo el honor de escuchar por primera vez en vivo “Now and Then”, “la última canción” de The Beatles, estrenada en noviembre de 2023.

Si bien hubo más de un homenaje explícito a John Lennon, como la canción “Here Today”, no fue descabellado pensar todavía más en el músico asesinado en 1980 cuando Paul y su banda tocaron la circense “Being for the Benefit of Mr. Kite!”, del disco Sgt. Pepper’s Lonely Hearts Club Band (1967), una de las canciones de The Beatles más lennoneras jamás grabadas. George Harrison también tuvo su homenaje directo, como suele ser la regla, con “Something”, que al principio contó con Paul a solas con su ukelele –por si le faltaba sacar algún instrumento más de la galera–.

Pero la noche se puso más beatlera que nunca con “Ob-La-Di, Ob-La-Da”, que la deben de haber coreado hasta las bacterias que aún sobreviven en el foso de agua turbia de atrás de los arcos del Centenario. El público se enloqueció por culpa de uno de los estribillos más pegadizos de la historia de la música popular universal. Aunque, en ese sentido, tuvo competencia con “Hey Jude”, para cuyo largo coro final Paul hizo cantar primero sólo a los hombres, luego sólo a las mujeres y, al final, a todos juntos.

Cuatro banderas

En “Get Back”, la banda sonó más contundente que en la original de Let it Be (1970) e hizo saltar a varios con el traqueteo acelerado de una locomotora de rock & roll –ese corte seco de acordes al final de los versos, sol-re, siempre es como una bofetada inesperada–. Y el sonido ayudó bastante, porque, al menos adelante, en la cancha –el escenario estaba de espaldas a la tribuna América– todo se escuchó espectacular, brillante y claro, con la batería como debe ser, que te golpea en el pecho y se confunde con el latido del corazón.

El público tuvo su momento de protagonismo, más allá de los coros, con las linternas de los celulares cual encendedores moviéndose al ritmo de la balada “Let It Be”, que dio paso a “Live and let die”, uno de los momentos más arrolladores de la noche –al igual que en 2012 y 2014–, por el ritmo desenfrenado de la canción y los fuegos artificiales con explosiones incluidas que hicieron saltar a más de un desprevenido.

La noche se puso más rocanrolera con el irresistible riff de “Birthday” –que Paul dedicó a quienes cumplían años en ese momento– y se tornó pesada con la incombustible “Helter Skelter”, ambas del “álbum blanco”. Como es la costumbre, el recital terminó con la trilogía enganchada del final de Abbey Road (1969): “Golden Slumbers”, “Carry That Weight” y, obviamente, “The End” –incluido el legendario minisolo de batería–. “And in the end / the love you take / is equal to the love you make”, cantó Paul, con el último resto de aliento que le quedaba, y prometió que lo veremos en la próxima. Un detalle: cerca del final, Paul y compañía ondearon tres banderas sobre el escenario: la de Uruguay, la de Reino Unido y la de la diversidad LGBT, pero la que más alto hicieron flamear fue la de la música.

Hay una leyenda urbana muy conocida, ya toda una elaborada teoría conspirativa –que incluye hasta al MI5, el servicio de inteligencia británico–, según la cual Paul McCartney en realidad murió en 1966 y lo cambiaron por otro. El propio músico se ha reído de eso, por ejemplo, con su disco en vivo titulado Paul Is Live (1993). Verlo y escucharlo en vivo, con más de ocho décadas, cantando y tocando como si nada, da para dudar de si no será una especie de cyborg, pero las chances de que existan dos Paul McCartney en el mismo tiempo y espacio son menos que cero. Este martes, ya a la medianoche, cuando terminó el recital y la gente se desparramaba por el parque Batlle hacia sus casas, quedó más que claro que Paul está vivito y rockeando.