¿Cómo se hace para recrear con fidelidad un momento histórico lejano, memorable, plagado de emociones y asuntos sin resolver? Un ensayo de tintes ficcionales podría cumplir con el objetivo hasta provocar el sueño. Una película, o incluso una serie de varias temporadas, parece la vía más práctica, pero existe el riesgo de caer en la parodia, una interpretación no del todo verosímil, o lo que es peor, una versión antojadiza, fundida en los colores de alguna moda.

En el caso del regreso fugaz de Los Tontos, luego de casi cuatro décadas de hiato, la respuesta comienza con: rollos de papel higiénico arrojados a la platea, pelotas inflables de playa, la música de dos discos que solo contienen hits y un puñado de gente grande, más algún punk adolescente descolgado, dispuesta a reiniciar su memoria emotiva y las partes oxidadas de su sistema nervioso motor. 

Para conseguir el imposible objetivo —aunque en honor a la verdad, nadie se propuso tanto— también deberá suceder que el maestro de orquesta de la noche, el cantante y guitarrista conocido como El Gavilán, agite a los presentes desde el vamos, invitándolos a salir de sus butacas y a acercarse al escenario, para armar un cuadro más acorde al de un concierto de rock, confiando en que la frialdad y la tristeza uruguayas de pronto puedan hacerse a un lado.

Antes, una secuencia de fotografías de época mostró a Los Tontos en sus años de inédita popularidad: jóvenes y cómplices, en poses provocadoras, felices, ingenuos, siniestros, con sus siluetas perfectamente recortadas para las páginas de las revistas, subidos a una nube demasiado discordante para la chatura y la densidad de la posdictadura, cuyo destino inevitable era una pinchadura. 

Trevor Podargo.

Trevor Podargo.

Foto: Rodrigo Viera Amaral

“Buenas noches, Nueva York”

A las nueve de la noche del sábado, el telón de la Sala Zitarrosa descubrió una cuidada puesta en escena y las luces enfocaron a Trevor Podargo (Leo Baroncini). Vestido de traje estrellado y lentes de diseño, el baterista interpretó “45 metros” para arrancar el anhelado repertorio tonto con el que los músicos decidieron rendirle tributo a Renzo Guridi, alias Renzo Teflón.

“Buenas noches, Nueva York”, bromeó Trevor, y obtuvo una ovación de contenida espera.

El sólido Gavilán, en voz y guitarra, se encargó de “Pásame la escoba”, “Señor juez” y “Fuko”, esta acompañada de originales visuales que anunciaban los servicios de un psiquiatra al alcance de la mano.

Con “La gordita 103”, el grupo ajustó las perillas y logró un fino ensamble sonoro que permitió a la vez apreciar todas las virtudes de la gran canción, revelar un sonido enriquecido con nuevos arreglos, y aplaudir la destreza de Fernando Calvin Rodríguez -quizás uno de los mejores guitarristas del rock local- para llenar todos los espacios, con cancha y elegancia.

El Gavilán, cómodo en el pesado rol de cantar a Renzo, siguió descontracturando y no demoró en llegar el eco del público; alentó los comentarios desubicados y remarcó los momentos oportunos para el baile, o la emoción. Salvó todas las papas y, como músico de oficio, nada se notó de sus coberturas.

La banda, también integrada por Xavier Pereira en el bajo y Nicolás Millot en programaciones y percusión, invitó al escenario a Jonás Silva, del grupo D.S.M., para el turno de “Menéndez, el demente”, y se entregó a su rol asignado con desfachatez.

El guitarrista Juan Aguirrezábal se sumó en una emocionante versión de “Ana la del quinto”, en la que Calvin se animó a un verso. El tema, compuesto en letra y música por Renzo Teflón, habilitó el recuerdo directo del artista, con una foto suya de lentes negros en la que volvió a lucir como el más bandido de todos los de su generación. Trevor Podargo declaró el homenaje a su amigo y colega: “Renzito querido, ya haremos más travesuras ahí arriba cuando nos toque a Calvin y a mí”, dijo, y evocó momentos compartidos en los que ambos podían reírse a las carcajadas de los discos que se dedicaron mutuamente desde el título -Chau Jetón, de Los Tontos, y Je, Je, de Renzo Teflón-, ambos editados en 1988.

Instalado el clima festivo, el resto fue más fácil. La poca seriedad reinante también fue propia de otras épocas, de eventos con aroma casero y de caras repetidas. Sin contraposición con esta dimensión, el show fue ambicioso en varios sentidos, y dio pautas de un profesionalismo no del todo habitual, incluso para algunos artistas extranjeros y consagrados.

Entre las muchas bromas de Trevor, en un momento dijo: “Permiso, voy al baño”, pero no hubo nada de casual en el gesto, ensayado en cada palabra —registrado por la diaria durante la semana previa a la función- como casi todo el show, previsto y cronometrado al detalle. En este sentido, la actuación de Los Tontos, además de una función musical bañada con algo de nostalgia e impulsada por la comunión de un grupo de músicos uruguayos de dos generaciones, fue un espectáculo regido por las reglas del arte performático, en sintonía con la búsqueda estética y la identidad más distintiva del grupo desde su gestación.

Calvin Rodríguez.

Calvin Rodríguez.

Foto: Rodrigo Viera Amaral

Musicalmente, la banda entregó una actuación ajustada. Agregó distorsiones de un power trío extendido y fue más que hábil para recrear su sonido de fábrica con nuevas herramientas. Para los espectadores fue una privilegiada oportunidad de escuchar las populares canciones, mucho más allá de sus bromas de cáscara, como la climática y cinematográfica “El gerontocida”, “Elmer, el gruñón”, cantada por Javier Silvera (creador de la música del tema), o la contagiosa “El esotérico”, en la que conviven con gracia el minimalismo de Joy Division, el virtuosismo progresivo de The Police y el ska y el punk provocador de los Sex Pistols.

En otras, como “Los que salen en revistas”, o las aceleradas “El indecente” y “Policía”, batería, bajo, guitarra y voz juegan diferentes estilos, pero los instrumentos nunca se alejan demasiado, como luego probarían los británicos Happy Mondays. El mejor ejemplo de esto es la notable “Rap de la vaca”, construida a partir de un beat simple y monótono de batería, una sola línea de bajo y un círculo de melodía repetida.

¿Esta podría ser algo más que la banda de una sola noche? Con seguridad. ¿De pronto Podargo ha estado ensayando en secreto con su batería durante años? Dio esa impresión.

Invitados de lujo

Una performance aparte fue la aparición de Leo Maslíah, convidado para la interpretación de su canción “Agua podrida”, en un marco de efervescencia rockera que tal vez nunca había experimentado y que aceptó con respeto y ubicuidad.

Leo Maslíah, durante la actuación de Los Tontos.

Leo Maslíah, durante la actuación de Los Tontos.

Foto: Rodrigo Viera Amaral

Riki Musso, en tanto, hizo ruidos en “Juego de masacre” con un aparato de radioaficionado, y en el final de la noche, de una caja de cartón salió Alberto Mandrake Wolf, para entregar una esmerada versión del “Himno de los conductores imprudentes”, el primer gran éxito de Los Tontos, que él compuso junto a Podargo y que se hizo célebre como “Quiero puré”.

El Gavilán.

El Gavilán.

Foto: Rodrigo Viera Amaral

Demasiado pronto

Todo pasó rapidísimo. El Gavilán ocultó su emoción hasta el final, pero su gesta no pasará desapercibida. El recuerdo de Renzo, con imágenes o en su voz rescatada del discurso de “Ana la del quinto”, sigue provocando lágrimas y una sensación agridulce.

Este necesario capítulo de la historia de Los Tontos viene a explicar algo más sobre el éxito, la incomprensión de algunos, la química de los tres músicos y la sensibilidad compartida con los muchos que concurrieron al espectáculo y alguna vez dijeron: “A mí me gustan Los Tontos”.

Foto del artículo 'Crónica: el afilado regreso de Los Tontos'

Foto: Rodrigo Viera Amaral

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