Se estrenó la película Pedro Páramo, basada en la célebre novela de Juan Rulfo. ¿Cuál es la distancia entre aquella precursora del boom y esta producción de Netflix?
No toda obra literaria narrativa se lleva bien con el cine. Cuanto más abierto sea el campo asociativo que produce un texto, tanto más difícil resulta su trasposición a la pantalla. Si el cine puede imitar ciertos modos de narrar de la literatura, se encuentra con problemas a la hora de aludir.
La literatura puede hacer explotar el campo asociativo: el lector puede producir incontables imágenes a partir de una línea poética acertada; el cine, en cambio, cuanto más poderoso es visualmente, cuanto mejor cine es, más ocluye la producción de imágenes mentales del espectador. El cine se caracteriza por imponer una presencia de la imagen de la pantalla —lo que Cesare Brandi llamó astanza, algo relacionado con el spectrum de la fotografía que propuso Barthes—, y por ese motivo reduce el campo asociativo que acarrean las imágenes.
Así, el cine se enfrenta a dificultades cuando trata de trasponer un lenguaje poético que produce múltiples asociaciones, traslaciones, derivas y desplazamientos de sentido. Tiene su propia poética y, ante ciertas obras literarias, el motivo para aceptar el desafío de hacer una trasposición no resulta claro. Quienes, como Rodrigo Prieto, el director de Pedro Páramo, se lo proponen suelen aducir que han intentado una interpretación de la obra original. El problema es que una obra de arte, si bien puede hablar de otras obras anteriores, no tiene por función interpretar. El objeto de una trasposición a cine no debería ser intentar decir lo mismo por otros medios —una pretensión difícil de defender, puesto que eso ya lo dijo el original—, sino la creación de una obra nueva, provocada por la lectura del original.
El equipo de Pedro Páramo, la película, ha tropezado con un relato que es preferible escuchar, y no ver, en el que predomina la textura acústica y no la visual. Se ha enfrentado a la dificultad estructural del cine para dar cuenta del campo asociativo de un texto como Pedro Páramo.
Pero quienes se proponen una meta grandiosa, como el equipo de esta película, merecen todo nuestro respeto, y por más que fracasen en algunos aspectos, en ocasiones dan una obra interesante.
El libro
Juan Rulfo escribió en total 19 cuentos, reunidos en el volumen El llano en llamas, el argumento de una película (El imperio de la fortuna, dirigida por Arturo Ripstein, publicado mucho después como El gallo de oro), y una novela corta, Pedro Páramo.
La mayor parte de las opiniones acerca de su obra son ditirámbicas. García Márquez ha sido el más exagerado: dijo que Pedro Páramo es la novela más bella de toda la literatura universal. Enrique Vila-Matas ha dicho que es una novela perfecta. Borges, más cauto, que es una de las mejores novelas de la literatura hispánica. De allí hacia abajo el elogio se ha hinchado hasta la afasia debido a la escasez de términos celebratorios.
Los análisis del libro son más escasos que los adjetivos, lo cual da para pensar. Las primeras críticas de la obra, aparecidas en los años 1950, fueron más o menos razonables: las más, positivas; algunas, negativas. Opiniones como la de César Aira, que considera que Rulfo es un escritor mediocre (“no me gustan los escritores que no escriben”, dijo, en referencia a que la obra completa de Rulfo no llega a las 300 páginas), no encuentran lugar en los oídos de la gente: todo el espacio está atiborrado de elogios de gran tamaño.
La consagración de Rulfo tuvo bastante que ver con el boom latinoamericano. La década del boom es 1960. La novela de Rulfo se publicó en 1955. De esos mismos años data lo “real maravilloso” de Alejo Carpentier, y con Rulfo irrumpe un “realismo mágico” que sería bandera de García Márquez. Hoy estamos familiarizados con las fracturas de las líneas temporales en la narrativa; en 1955 los vaivenes del tiempo, el espacio, la voz narrativa y el punto de vista en Pedro Páramo fueron novedades, contemporáneas a las rupturas del nouveau roman. La novela de Rulfo fue más rupturista que las novelas del boom: un escudo ideal para los jóvenes que vendía Carmen Balcells desde su agencia literaria.
Suele decirse que Pedro Páramo narra dos historias: la de Juan Preciado, que viaja al pueblo de Comala para buscar a Pedro Páramo, su padre, de quien trata la segunda historia. En realidad, al principio del libro da la impresión de que efectivamente se trata de dos historias, pero muy pronto Juan Preciado se desvanece de la narración casi completamente y subsiste apenas como una voz que murmura dos metros bajo tierra, como interlocutor de quienes narran la vida de Pedro Páramo.
La trama avanza a través de escenas muy breves, muy densas de diálogo, con descripciones concisas y poéticamente eficaces, entre personajes bien perfilados de quienes nunca sabemos demasiado. A poco de empezar la lectura uno sospecha que Juan Preciado, quien narra la historia, se ha metido en un mundo de fantasmas, una especie de mezcla del Hades clásico con el Mitclán nahua. En etapas tempranas de su escritura, la novela en proceso se titulaba Los murmullos; el desorden cronológico y la multitud de voces narrativas y puntos de vista de Pedro Páramo pueden interpretarse como un intento de registro de las memorias de los muertos, sus murmullos en el inframundo, Comala. Y Juan Preciado es uno más entre los muertos.
Los escritores de ficción, principales responsables del encumbramiento de Rulfo, adoran la manipulación de voces narrativas en Pedro Páramo, la deriva entre narradores que están metidos en la trama, y disfrutan la dificultad de encontrar un punto fijo entre tanto vaivén, porque se trata de asuntos de su trajín cotidiano de trabajo, del mismo modo que un músico disfruta de los disparates virtuosos de un guitarrista consumado.
Una de las originalidades del libro se afinca en sus ambigüedades, que no se limitan a no dejar en claro si alguien está muerto o vivo, sino que están un pliegue más abajo. Hay un diálogo que ilustra a la perfección el tembladeral semántico del mundo de Comala. En cierto momento, Juan Preciado, que ya sabemos o creemos muerto, habla con Dorotea, una mendiga tullida, esta sí decididamente muerta, en estos términos:
—Lo único que la hace a una mover los pies es la esperanza de que al morir la lleven a una de un lugar a otro; pero cuando a una le cierran una puerta y la que queda abierta es nomás la del infierno, más vale no haber nacido... El cielo para mí, Juan Preciado, está aquí donde estoy ahora.
—¿Y tu alma? ¿Dónde crees que haya ido?
—Debe andar vagando por la tierra como tantas otras; buscando vivos que recen por ella. Tal vez me odie por el mal trato que le di; pero eso ya no me preocupa.
Si uno se hace a la idea de que está en el mundo de los muertos, ¿qué son esos muertos? Solemos responder que los muertos que hablan son almas o espíritus, alguna clase de fantasma. Pero estos son unos muertos que han perdido sus almas.
Probablemente el hecho de ser una novela escrita y publicada en los años de la posguerra, cuando se reinstalaba en el mundo el aire de las viejas vanguardias (lo que Peter Bürger llamó neovanguardias), dio espacio a los lectores para pensar que lo que había pasado no fue que Rulfo se tropezó camino a la imprenta y se le cayó el manuscrito, con el consiguiente desorden de las páginas, sino que con deliberación organizó el material de manera cuidadosamente desorganizada.
Sea que la estructura del libro haya sido un preciso designio del autor o una conclusión de lectores ultrainterpretantes, la obra está allí, y ya se llevan tres películas filmadas a partir de ella. La más reciente está en este momento en Netflix, y es la película mexicana más vista de la plataforma.
La película
El director Rodrigo Prieto tiene una larga carrera como director de fotografía. Trabajó en numerosas películas de Hollywood (El irlandés, Los asesinos de la luna, Barbie, Secreto en la montaña, El lobo de Wall Street) y obtuvo un Oscar por su trabajo en Argo.
Pedro Páramo es su primer trabajo como director. El guion fue escrito por el español Mateo Gil (Abre los ojos, Mar adentro), quien en algunos de sus guiones y direcciones ha manifestado cierta inclinación por distintos aspectos de la muerte, y aquí parece confirmarlo.
La opción de Gil fue la de seguir con gran fidelidad el texto de Rulfo. El libro está conformado por unos 60 capítulos o secuencias breves, que se presentan en la página con una separación de algunas líneas en blanco. Las indicaciones de cambio de lugar y tiempo son escasas, y surgen más que nada del diálogo de los personajes en cada uno de los fragmentos, o de ciertos indicios de la descripción.
Esta disposición estructural requiere cierto esfuerzo del lector para enterarse del lugar espaciotemporal en el que se encuentra en cada porción del relato. Como se trata de una lectura, se puede detener, se puede releer, ir algunas páginas atrás para recuperar hilos perdidos, pero en realidad, a poco de empezar el libro, uno ya les tomó el pulso a la prosa y el ritmo y entiende por dónde está avanzando la trama y cuál es la consistencia de la sopa sobre la que está haciendo equilibrio interpretativo.
Allí radica una de las dificultades de la película: no se puede releer, y los puntos de vista se enmascaran porque la pantalla impone una presencia que hace olvidar quién está narrando cada una de las secuencias.
Aunque el lenguaje del libro tiene una ambición modesta, la abundancia de jerga y giros regionales tiende a hacer que algunos segmentos abstrusos parezcan sofisticados para quienes desconocemos los localismos. Los escuetos fragmentos son lacónicos y abruptos, aunque abundan las imágenes y las frases poderosas. La historia del cacique que ejerce el derecho de pernada y asesina a sus acreedores es banal y poco interesante. Su amor perdido en la pubertad y la tragedia de no poder reencontrarlo parecen propios de una telenovela de la tarde. Sin embargo, en el texto, las dislocaciones espaciotemporales, la deriva del punto de vista y el extrañamiento del lenguaje juguetón y loco de los mexicanos se combinan para crear un mundo inquietante y sofocante que trasciende en mucho la biografía de Pedro Páramo.
Pero la película, a pesar de su notable factura técnica, parece Dorotea, la de Comala: ha perdido el alma.
A la excelente fotografía le falta oscuridad, una oscuridad que no proviene tanto de la falta de luz, sino más bien de la falta de esperanza, una ausencia que llena el texto. Al diseño de producción y a la escenografía les sobra precisión y calidad, pero, en el texto, la vacilación entre las huellas polvorientas del pasado y la actualidad de lo que ocurre en las mentes que cuentan produce un espesor de sentido que no alcanza la película.
Se puede filmar a unos actores diciendo:
—Han matado a tu padre.
—¿Y a ti quién te mató, madre?
Esas líneas, que terminan una secuencia en el libro, aunque se pueden pronunciar, cuando están dichas por actores no encuentran la hondura simbólica que transmiten a quien las lee. Por eso, incluso las palabras de Rulfo pronunciadas en la pantalla no llegan a donde llegan impresas en una página.
Hay otras cosas del texto que producen imágenes que se podrían filmar, pero en realidad el sentido de “el sol se fue volteando sobre las cosas y les devolvió su forma” no aparece por lo que se ve, sino por lo que se sabe: el voltearse del sol sobre las cosas remonta el sentido a eras precopernicanas, aunque no lo hagamos consciente, y “devolverles la forma” es, muy probablemente, lo último que imagina alguien al ver el sol moverse para construir las sombras de las cosas en una pantalla.
Si el padre Rentería se niega a dar una bendición y abandona la misa, ¿cómo diseñar la puesta en escena para transmitir lo que esta frase?: “El padre Rentería dio vuelta al cuerpo y entregó la misa al pasado”.
Pero lo que con mayor frecuencia resulta imposible de filmar son líneas como esta: “Entonces oyó el llanto. Eso lo despertó: un llanto suave, delgado, que quizá por delgado pudo traspasar la maraña del sueño, llegando hasta el lugar donde anidan los sobresaltos”.
En resumen, la película, actuada notablemente, con una muy buena puesta en escena, una fotografía magistral y un respeto gigantesco por las palabras de Rulfo (los diálogos de los actores son exactamente los que escribió Rulfo), hace lo que puede, que es, al menos, empujar a algunos a releer el libro.
Pedro Páramo. 132 minutos. En Netflix.