La palabra rock, desde hace ya un buen tiempo, pasó a ser un comodín semántico para describir comportamientos, modas, peinados o lo que sea: se habla de “actitud rockera” o de que alguien “tiene rock”, pero no de actitud “jazzera”, “popera”, “milonguera” o de que Fulano “tiene jazz”, etcétera. Quizás porque, como hace más de dos décadas el rock dejó de ser mainstream, nos olvidamos de que en realidad era un género musical, guiado por gente joven y rebelde, que rompía con esquemas sacrosantos de música y de letra, pero también de imagen y de actitud –siendo esto último lo más fácil de hacer–, hasta que el statu quo lo absorbía para vender camisetas, nacía otra revolución, el sistema la devoraba de vuelta, y así, o sea, el eterno engranaje de la maquinaria capitalista.

Nirvana fue la última banda de rock que salió cargada con una artillería artística (discos, presentaciones en vivo y actitudes más allá de las poses) realmente nueva, genuina y rebelde, dándole una vuelta más a lo de siempre. Fue una revolución que subió raudamente como el transbordador Challenger hasta la cima de la masividad, y allá arriba, a la vista de todos, explotó en mil pedazos, dejando una estela de influencia musical perdurable más allá de las camisetas con la sonriente carita amarilla.

Y esa última revolución rockera fue comandada por la angustiosa rebeldía de Cobain, de impulso punk pero impregnada por una sensibilidad “perdedora” a lo Leonard Cohen, con la intuición para escapar de progresiones de acordes obvias y a su vez pegarnos en la cara una melodía pop. En Cobain convivía esa dualidad nietzscheana de no ser un hombre sino un campo de batalla, por eso la paradoja se asomaba siempre a la trinchera, empezando por lo de ponerle “nirvana” a una banda de rock que parecía estar muy lejos de poder alcanzar ese estado de liberación, y terminando por su rebelión contra el sistema usando sus propios recursos (burlarse de las reglas de MTV pero igual grabar para la cadena, por ejemplo). Con tan sólo 27 años (sobre)vividos, Cobain tuvo muchas personalidades y las dejó plasmadas en su música.

Después de Nirvana salieron cientos de grupos de rock por acá y por allá, pero no rompieron ninguna regla de juego, no mostraron tantas sensibilidades ni se hicieron pornográficamente masivos. ¿Oasis? Una banda de catálogo, que no aportó nada que no hubieran hecho los Beatles mucho antes, y mil veces mejor, sólo que con más distorsión. ¿Coldplay?, ¿rock? Esta no es la sección de humor... Luego de Nirvana hubo un ensordecedor silencio de revoluciones en el género; a lo sumo, alguna rebelión de entrecasa en la que no rodó ninguna cabeza.

Los jóvenes de hoy, y de anteayer, al menos los que hacen música a niveles omnipresentes de estrellato, ya no le dan cabida al rock como principal impulso rítmico, y los viejos nunca agitaron revoluciones, ni musicales ni sociales. No hay ningún problema con eso, porque no existe género musical que haya aguantado tantas décadas en la cima, cerca de cinco, reinventándose, como el rock. Quizás de ahí nace la obsesión por ponerle “rock” a todo, ya que vende y queda lindo (sí, la maquinaria capitalista, otra vez).

Apolíneo y dionisíaco

Kurt Donald Cobain nació el 20 de febrero de 1967 en Aberdeen (Washington), a dos horas y algo en auto de Seattle, donde a mediados de los 80 se empezó a cultivar el grunge. Como suele suceder, fue una mezcla de diversos ingredientes derivados del rock (punk, metal), pero también resultó una etiqueta para pegarles a varias bandas por metonimia, de proximidad geográfica, y no necesariamente por compartir el mismo estilo. Entre todas ellas, Nirvana parecía la mayor rara avis.

“Soy el peor en lo que hago mejor/ y por ese regalo me siento bendecido”, cantó Cobain en “Smells Like Teen Spirit”, una frase que sintetiza su yo artístico. En términos aburridamente técnicos, de aptitudes “objetivas”, el rubio no era el mejor en ninguno de los rubros que llevaba adelante (cantante, guitarrista y compositor), pero la música es un arte, no una disciplina olímpica, por eso está lleno de virtuositos de la guitarra que se saben todos los trucos y las escalas pero apenas terminan de tocar ya se volvieron olvidables. Cobain fue sui generis en el arte de mezclar todo lo que tenía adentro para ser inolvidable.

Como guitarrista, era más rítmico que otra cosa, con una tendencia al apuro y la desprolijidad punk, que se acentuaba todavía más en vivo, pero dueño de una sabiduría innata para economizar sus pocos recursos, ya sean estrictamente musicales o sonoros. Era muy concreto con la distorsión de la guitarra o los pedales de efectos, y siempre los usaba a discreción (junto a sus pies no tenía la ferretería de The Edge, guitarrista de U2, por nombrar a alguien del mainstream rockero de esa época).

Un ejemplo gustoso para el oído es el de “Come As You Are”, en la que el espiralado y bordonero riff (medio copia del de “Eighties”, de Killing Joke) no diría demasiado si sonara pelado, pero con los aderezos de efectos que le metió, como una pizca de eco, y sobre todo el legendario pedal de chorus Small Clone, esa línea de guitarra suena espaciosa y sumergida en el océano, como si la tocara la orquesta del Titanic después de hundido, revistiendo toda la canción de mucho misterio, como una vieja memoria, memoria, memoria… que lucha por subir a la superficie.

Foto del artículo 'Demasiado humano: 30 años de la muerte de Kurt Cobain'

Foto: s/d de autor

Su voz tenía un timbre agrio, que se quebraba en las alturas del quejoso alarido punk y sonaba muy vulnerable en la dinámica más tranquila (era de textura similar a la de Michael Stipe, cantante de R.E.M., pero mucho más gutural y quebradiza). Sea fuerte o suave, rápida o lenta, la voz de Cobain siempre sonaba como si tuviera algo en la garganta que le molestara, a medio compás de atragantarse y partirse en mil pedazos: un nudo de angustia.

Como compositor, ostentaba una dualidad de extremos, logrando que en una misma canción convivieran armoniosamente una melodía de aires pop con el impulso punk furioso –lo apolíneo y lo dionisíaco, siguiendo con lo nietzscheano–. El líder de Nirvana aplicaba como nadie la revolucionaria regla de que hay que endurecerse sin perder jamás la melodía. Incluso en el primer disco de la banda, Bleach (1989), ya estaba ese germen dual, como en “Blew”: en medio de una atmósfera densa Cobain canta una melodía, doblada por la guitarra, de vaivén popero.

Como letrista, se alejaba de la diabólica trinidad de sexo, drogas y rock & roll (en su vida ya era otro cantar) y también de la postura de macho alfa que imperó en el género desde sus inicios. Basta comparar cualquier letra de Nirvana con las de sus contemporáneos de Guns n’ Roses, bandas que no en vano se solían contraponer. Además, a Cobain no le temblaba el pulso para hacer una canción como “Sliver”, en la que, presa de furia punk, cantaba algo tan infantil como “¡abuela, llevame a casa!”.

Pero esto no es todo. El rubio también tenía un sentido afilado para tirar frases concisas destinadas a aforismo grafitero: “Soy tan feo/ pero está bien, porque vos también” (“Lithium”); “si alguna vez necesitás algo, por favor/ no dudes de preguntarle a otra persona primero” (“Very Ape”); “preferiría estar muerto que ser cool” (“Stay Away”); “está bien comer pescado/ porque no tienen sentimientos” (“Something in the Way”), “sólo porque seas paranoico/ no quiere decir que no te estén persiguiendo”, o “nunca conocí a un hombre sabio/ si es así, es una mujer” (ambas de “Territorial Pissings”). En esta última frase parece haber un guiño feminista y eso también era revolucionario en el rock masivo hecho por hombres.

Estúpido y contagioso

Con el primer disco de Nirvana no pasó casi nada, quizás por la producción rudimentaria y la poca ductilidad compositiva, pero luego, cuando el grupo cambió de baterista y quedó con su formación clásica – Cobain, Krist Novoselic en el bajo y Dave Grohl en la batería–, le dieron vida a Nevermind (1991), con la producción de Butch Vig, y el resto fue futuro. El productor pulió las asperezas más crudas de los comienzos y así parieron el disco más famoso de la historia del rock alternativo. Se dio la paradoja más fuerte: de la noche a la madrugada ya no eran alternativos –en el sentido literal de la palabra–, y Cobain y compañía llevaron el grunge desde los polvorientos sucuchos de Seattle hasta el infinito y más acá (en 1992 llegaron a tocar en el estadio de Vélez Sarsfield, en Buenos Aires).

Nevermind se mantiene, y así seguirá, como un disco indestructible, de la época en la que las bandas de rock todavía hacían álbumes tomando en cuenta todo, empezando por la portada, que se volvió icónica –por lo tanto, muy parodiada–, con el bebé sumergido que persigue el arrugado billete de un dólar enganchado a un anzuelo. Y el anzuelo del disco fue la canción que lo abre, omnipresente desde el instante en que se radió.

Se ha dicho, y escrito, de todo sobre “Smells Like Teen Spirit”, pero ¿qué pasa si diseccionamos ese himno noventero como si fuéramos extraterrestres que acabamos de llegar? Para empezar, y terminar, está la progresión armónica –la línea de acordes–, que es la misma a lo largo de toda la canción. Pero la maestría está en cómo se viste esa progresión, que va más allá de la clásica dinámica (suave-fuerte) que Cobain tomó de The Pixies, una de las tantas bandas que idolatró.

Vamos por partes: en la introducción la guitarra arremete con el riff de cuatro power chords en forma limpia, pero ansiosa y chispeante (hay un “chaca chaca” como un colorido detalle rítmico), enseguida salta Grohl con su aporreo denso y rápido, cual John Bonham punk, y la distorsión abraza desde el paneo estéreo. Luego la calma, las guitarras se callan y dejan un espacioso aire, mientras el bajo sigue con la misma progresión –hacer un dibujo melódico era pecado–. Es ahí que Cobain se manda el arpegio más minimalista que pudo haber ideado, las dos míseras notas que más rindieron en la historia del rock, con esa mezcla de eco y chorus que la hizo resonar en toda la atmósfera cultural de los 90, como un campaneo oscuro y amenazante.

“Cargá las armas, trae a tus amigos, / es divertido perder/ y aparentar”, lanza el líder de Nirvana sobre una melodía muy cantable, y sigue el verso hasta que el vacío se llena con las dos notitas, ahora distorsionadas, que pasan a repetirse obsesivamente, como las palabras del preestribillo: “Hola, hola, hola,/ ¿cuán abajo?”. “Con las luces apagadas es menos peligroso,/ acá estamos ahora, entretennos./ Me siento estúpido y contagioso,/ acá estamos ahora, entretennos”, explota la voz de Cobain en el estribillo, disparando una melodía bipolar (baja y sube, baja y sube), catártica y agresiva, y un caleidoscopio de polisemia.

La gracia musical del estribillo no sólo está en la melodía vocal y en la fuerza guitarrera sino también en los rulos de la batería de Grohl, que imitan el golpeteo rítmico de la mano izquierda de Cobain (era zurdo), lo que la vuelve mucho más atrapante y abrasiva. Al final del estribillo el cantante se pone más agresivo y gutural, y hace explotar la polisemia con las cuatro palabras más sinsentido que se puedan escuchar en un himno rockero, de esas que parecen salidas de un cadáver exquisito pero que en su idioma original riman con precisión de cirujano: “Un mulato, un albino, un mosquito, mi libido”.

Museo Nirvana. Foto: Theresa Arzadon-Labajo, Wikimedia Commons.

Museo Nirvana. Foto: Theresa Arzadon-Labajo, Wikimedia Commons.

A la hora del solo está otra de las genialidades: Cobain tomó uno de los dispositivos más viejos que existen en la música popular, hacer la melodía de la voz como solo instrumental –en este caso con la guitarra– (como los Beatles en la tierna “And I Love Her”, por poner un ejemplo emblemático), pero se mandó una “cobaineada”. Usó la melodía vocal de los versos –más tranquila, hasta popera–, le puso distorsión y la arropó con el ataque rítmico y podrido del estribillo, haciendo chocar lo apolíneo con lo dionisíaco en la batalla musical definitiva de su cabeza.

El suspiro eterno

Luego de Nevermind, la masividad, el estrellato, las tapas de revista, las sobredosis y la mar en internaciones de Cobain, editaron In Utero (1993), que a la postre sería el último disco de estudio de Nirvana. Como respuesta a lo anterior, el álbum tiene una producción menos pulida (a cargo de Steve Albini), es más alternativo (una mezcla a conciencia entre el primer disco y el segundo) y con letras mucho más oscuras: “Ojalá pudiera comerme tu cáncer/ cuando te ennegrezcas” (“Heart-Shaped Box”); “mirá el lado bueno, el suicidio” (“Milk It”); “dame un más allá a lo Leonard Cohen/ para que pueda suspirar eternamente” (“Pennyroyal Tea”) y un largo angustiante etcétera.

En la canción acústica “Polly”, de Nevermind, Cobain relataba en primera persona las vicisitudes de una adolescente que estaba secuestrada, desde la perspectiva del victimario, y para In Utero grabó “Rape Me” (“Violame”), con una estructura y estética sonora similar a “Smells…”, pero en la que repite infinitamente el título de la canción y “no soy el único”. Ver al público saltar de lo más contento mientras arriba del escenario alguien cantaba “violame” resultó ser otra paradoja que sólo pudo salir de Nirvana.

Lo último que grabaron fue algo que a priori no se hubiera esperado de una banda como esa, pero ahí también jugó la rebeldía como impulso creativo. Por si alguien vivió en una cueva en los 90, o nació después y no le interesa lo que pasó antes de venir al mundo, conviene recordar que los especiales MTV Unplugged, de la famosa cadena televisiva de música estadounidense, fueron, hacia el final del siglo pasado, el espacio obligatorio para toda banda de rock que se preciara de tal –y no sólo yanqui, porque gente como Charly García y Shakira también pasó por ahí–.

Ya antes de grabar media canción, Nirvana despreció la regla de que en un unplugged hay que meter la mayor cantidad de éxitos propios, y no sólo no lo hicieron sino que a Cobain se le ocurrió interpretar seis versiones de canciones ajenas (de un total de 14, es decir, casi la mitad) y tres de la banda alternativa –y desconocida al lado de Nirvana– Meat Puppets.

Como si esto fuera poco, se mandaron un unplugged no muy desenchufado ni muy acústico (la guitarra electroacústica que usa Cobain está conectada a varios pedales de efectos y a un amplificador), y debe ser el especial de este tipo en el que las guitarras suenan más ásperas. Se grabó en los estudios Sony Music de Nueva York, en noviembre de 1993, y se transmitió por MTV un año después. Fue lanzado como CD, titulado MTV Unplugged in New York, seis meses después de la muerte de Cobain, por lo que ya se colocó en las bateas con un montón de subjetividades y sobreinterpretaciones a cuestas, envolviendo al disco en un aura mítica que se sigue sintiendo hasta hoy.

Como pasa con todo artista que muere joven, en la figura de Cobain hay una retroalimentación entre su biografía, su mitología y su música (no faltan, obviamente, las teorías conspirativas sobre su muerte). “Where Did You Sleep Last Night”, una versión de la tradicional canción folk estadounidense de fines del siglo XIX, que había grabado medio mundo (desde Leadbelly hasta Bob Dylan), es lo último del Unplugged de Nirvana, el canto del cisne (negro) de Kurt Cobain. La dinámica sube y baja como nunca, sólo entre él y su guitarra, la lleva intrínseca en su ser. La batalla musical final. El arreglo de violonchelo carga la atmósfera, hay una tensión en el ambiente, en la llevada cansina del ritmo; antes del final del final, Cobain se manda un alarido quebradizo, toma aire, respira y suspira, de ahí a la eternidad.