Luciana Rodríguez, Nicolás Medina y yo fuimos los jurados de la Asociación de Críticos y los tres estuvimos de acuerdo en que la mejor exponente de la oncena que competía en la sección Internacional era No esperes demasiado del fin del mundo, del rumano Radu Jude. El fallo del jurado oficial coincidió con el nuestro y en la ceremonia de clausura se exhibió un video en el que la protagonista (debajo de un filtro de Tik Tok) alababa los pechos y los traseros de las uruguayas.
Si no vieron el film, esto podría sorprender. Es que la protagonista, una explotadísima trabajadora de la industria audiovisual rumana, además de andar manejando para todas partes y cumplir los mandatos de sus empleadores temporales, tiene una faceta de influencer. Y allí explota un personaje increíblemente machista y misógino, que sueña con ser un nuevo Andrew Tate, el (también) despreciable influencer que desde hace meses mantiene grandes disputas con la justicia rumana. La historia de Ángela (Ilinca Manolache) está contada en blanco y negro, excepto las entradas de Tik Tok, pero también hay escenas en colores de una película rumana de 1981, cuyos protagonistas son incorporados a esta ficción.
Si tuviera que destacar un segundo título, sería para Frontera verde, de Agnieszka Holland. La directora polaca cuenta una historia absolutamente desgarradora sobre los inmigrantes que intentan ingresar a la Unión Europea a través de la frontera entre Bielorrusia y su país. También en blanco y negro (con la ironía de la cantidad de grises que maneja), retrata a las policías fronterizas de ambas naciones que, como si se tratara de un deporte cruel, se pasan a los inmigrantes de un lado a otro. Sonaría a comedia de no ser por la brutalidad que presenta. Tal vez se abuse de la manipulación de nuestros sentimientos, pero si lo hace Pixar lo aplaudimos, así que aconsejo que se dejen vapulear por una historia que muestra la deshumanización que hacemos del otro, un otro que suele cambiar conforme cambian las sociedades, pero que cuando hablamos de gente pobre que viene de otro país siempre está a un paso de la demonización. La película deja tan mal parada a Polonia como a Bielorrusia, muestra la tarea de voluntarios que arriesgan su pellejo (sí, muchas veces por culpa de clase, y la película lo menciona) y presenta a un grupo de inmigrantes que sufrirá más que en las películas sobre la pasión de Cristo. Una obra absolutamente necesaria.
Además, rescato el documental (entre grandes comillas) Clorindo Testa, de Mariano Llinás, que no tiene miedo al ridículo siempre y cuando los focos estén puestos en sí mismo como ridículo máximo, mientras le encargan hablar de un arquitecto y termina hablando de su propio padre y de sí mismo. El mal no existe, lo nuevo de Ryusuke Hamaguchi, tiene un arranque muy lento y un final a mi gusto innecesario, pero el medio tiene algunas de las escenas más deliciosas del festival. Y la húngara Explanation for Everything, de Gábor Reisz, habla de grietas lejanas pero con condimentos muy familiares.
Hubo obras que parecían una nueva temporada de la serie Dark (The Universal Theory, de Tim Kröger), otras que parecían de Netflix (Memory, de Michel Franco), y una que se hubiera beneficiado con la ayuda de un editor y de utilizar contraplanos (Inside the Yellow Cocoon Shell, de Thien An Pham). No me arrepiento de haber visto ninguna de ellas.