El timbre interrumpe la calma artificial de feriado en mi barrio suburbano. Afuera no hay autos ni gente, sólo cotorras. Del otro lado del portón, una voz me dice:

–¿Vos pintás? ¿Sos pintora?

Le digo que no soy pintora.

–¿Estás segura de que no pintás? Yo creo que sí pintás.

No nos vemos, pero la voz me hace dudar de mí misma. ¿Yo pinto? Podría treparme en puntas de pie y mirar por encima del portón. Podría abrir la puerta y entablar una conversación, pero espío por la ranura y veo un pedazo de saco gris, como de señor, sólo que quien habla es muy joven. Nos escuchamos respirar y luego se aleja cantando algo que parece un rap. Ahí me doy cuenta: es mi vecino loco, todavía no me lo crucé pero sé que existe. Lo sé por mi grupo de Whatsapp de la cuadra, que se activa cuando tiene un brote. Nadie sabe muy bien qué hacer con él. A veces se llama a su madre, que vive lejos; otras veces a la Policía, dependiendo de la gravedad. Algunos vecinos muestran compasión; la mayoría, bastante miedo. Dicen que puede salir con cualquier cosa, como cuando se apareció semidesnudo en el patio de una vecina. El problema con la locura, entonces, es que es impredecible y atenta contra el pudor. Al parecer nadie quiere un loco cerca.

Hace un par de semanas, el presidente Javier Milei, al que votó la mayoría de mis vecinos, pidió dar uno de sus discursos en penumbras. Fue en el IEFA Latam Forum, una reunión con empresarios de la región. Habló como siempre, entre la inexactitud y la beligerancia, sólo que esta vez pidió hacerlo casi a oscuras. No sé qué habrán opinado mis vecinos, pero en la prensa y en las redes la pregunta era si sería por una fotofobia producto de la medicación psiquiátrica o para disimular una papada que lo obsesiona. No se llegó a ninguna conclusión, pero de tener que elegir ¿cuál de las dos opciones sería la mejor? Hace un tiempo surgió un debate parecido cuando con 35 grados Milei se sobreabrigaba con campera de cuero. ¿Es porque no registra la temperatura porque es psicótico o porque usa chaleco antibalas por miedo a que lo maten? Y por supuesto está el tema de sus conversaciones mediúmnicas con su perro muerto y la duda de si sus perros vivos, los clonados, en realidad estarían también muertos. Esta sospecha fue inoculada desde el diario estadounidense Wall Street Journal y luego la tomó el periodismo local. ¿Habla solamente con Conan o también con los otros perros?

Hace tres meses que en Argentina vivimos entre acertijos imposibles. Parece que fueran tres años. Además del ajuste, las decenas de miles de despidos en el Estado, el 100% de inflación, el desfinanciamiento de la educación, la ciencia, el arte y la cultura, el ataque directo al periodismo y la libertad de expresión, estamos hechizados por actuaciones excéntricas en un momento en que el mundo está obsesionado con eso que llamamos salud mental. Quienes están a favor de las medidas del gobierno, que por ahora sigue teniendo mucha aprobación, no ven en las distintas escenas (lucha por el repelente en el supermercado, discursos e internas que parecen salir de un sketch del Parakultural; un hombre que intentó entrar a la Casa Rosada con un facón diciendo que era Dios) síntomas de que algo no anda bien.

Desde el otro lado se repite mucho la frase “no son locos, son fascistas”, o “no son locos, son crueles”, como si hubiera, otra vez, que elegir entre una opción correcta. En la era de las etiquetas, cualquier diagnóstico nos tranquiliza.

Hace cuatro años la OMS anunció que la próxima pandemia atacaría la mente, y entre los discursos contemporáneos conviven los de aceptación y la diversidad (no patologizar) con los de superación personal: todos son traumas a sanar. Luego están los más filosófico-políticos, que analizan nuestra disociación, paranoia o depresión como un problema social consecuencia del capitalismo tardío farmacodependiente. Pero más allá del marco teórico e ideológico al que suscribamos, está claro que como individuos estamos padeciendo mucho dolor psíquico y como sociedades –lo de Argentina es simplemente un experimento reciente y extremo– quedamos atrapados en una crisis de sentido muy compleja, algo entendible cuando la realidad pasa a ser sólo una cuestión de opiniones.

Parece que mi vecino loco es esquizofrénico. Me enteré hace poco, cuando otra vuelta sonó el timbre de mi casa y esta vez era su hermano menor. El chico me pedía ayuda sin conocerme porque al hermano loco había que internarlo y él no tenía más batería en el celular y tampoco podía entrar a la casa, porque ya no vivía allí. Cuando sus padres se divorciaron, él se fue con su madre. En la casa quedaron el hermano mayor y su padre, que murió de cáncer el año pasado. Ahora sólo queda mi vecino loco y su gato Ramón. Cuando a mi vecino lo tienen que internar, Ramón queda del lado de afuera de la casa pero no se va.

El hermano menor me dice que a él lo del diagnóstico de esquizofrenia no le cierra, no cree que el hermano esté loco. No confía en él ni en los médicos. Dice que es una excusa, que cualquiera puede tener delirios de grandeza –al parecer mi vecino se pone megalómano en los brotes–, que no cree que sufra. Los que sufrimos somos nosotros, dice, los demás, los que vivimos en la realidad.