El inodoro, sostenido por la retroexcavadora, subió en el aire y paseó a lo largo del terreno, dando cuenta de manchas tenaces y caños que se negaban a dejarlo ir (tan conectados supieron estar). Etéreo por un momento, terminó estrellado contra el fondo de la volqueta.

Al árbol de quinotos lo habían arrancado antes, junto a los naranjos, una morera y otros frutales que, de tan apestados, nunca supe qué fruta daban. Aquellos troncos, parecidos a humanos quietos, raíces desesperadas por agua, se mezclaron luego con los añicos del derrumbe.

La máquina volvió al ataque una y otra vez, durante una semana. Arremetió contra techos, muros, cimientos, muebles y plantas, que se exhibían, veloces, hasta caer en la volqueta. Eso no le llevó demasiado tiempo a la máquina. Aplanar el terreno consumió la mayor parte de los días. Tembló el suelo. Tal el destino de la casa de nuestros vecinos horticultores. Por suerte no llegaron a ver esto: ya no ruinas, sino terreno nivelado, listo para edificar.

Antes había sido el turno de la casa de enfrente, que hoy es un socotroco de apartamentos a la venta; tal vez un día sea este el hogar desde donde leo y escribo.

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Una larga instantánea logra Rachel Cusk en Parade (2024). O desfile, si aventuramos cómo será traducido al español ese título. Vidas que aparecen, toman forma en el diálogo, y luego desaparecen. A veces destellan, oblicuamente, en un fragmento más adelante. Un extenso presente atraviesa el libro, uno en el que sus personajes narran lo que está por detrás, lo que fue o lo que terminó siendo. Ya lo había hecho en la trilogía de novelas A contraluz. Acá radicaliza un poco el experimento, alterna vidas como quien baraja cartas. En ocasiones, una quisiera saber más, un cierto después, digamos.

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Ayer compré un mueble por Facebook. Estaba a pocas cuadras, al lado de la iglesia.

Al irlo a buscar, caí en la cuenta de que entraba a uno de esos edificios, parecidos a hoteles, donde sólo viven viejos. La mujer del mueble, cuando le pregunté si hacía tiempo vivía ahí, explicó que el apartamento no era suyo, sino de su madre. Miró alrededor, la moquete y los racimos de flores plásticas. Murió hace poco, pero el mueble era del cuarto de visitas, quiso tranquilizarme. Enseguida hizo un gesto con el brazo, enyesado. En general pasa todo junto, comentó. (Sí, mis ojos seguían en el yeso.)

Al salir de nuevo al exterior, una luz fuerte, de color anaranjado, se filtraba por las ventanas de la iglesia, atravesaba la bóveda de un lado a otro, e inundaba la vereda.

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En Parade hay un nombre, G, para varios personajes. Sin más señas. Pero no importa demasiado quiénes son, sino lo que vienen a relatar, a veces en la primera persona del singular, otras en la primera del plural. Son capturados, dijo Cusk en una entrevista, en los momentos de “contar la verdad”, devaneando al principio, mostrando las tripas poco después. Toman de rehén al narrador y lo sueltan páginas más adelante.

Hay algo de simulacro en eso, de afectación, que aparece en una lengua casi neutra, anodina, esforzada en todo momento por librarse de sí misma.

Cusk dice que opta por el inglés como segunda lengua de sus personajes. Defiende el tono neutro que eso les confiere. ¿Será posible? En otoño, por cierto, leí The Real Life of Sebastian Knight, el primer libro que Nabokov escribió en inglés. No pude detectar las marcas de extranjería en el texto. ¿O sí? Tal vez haya sido más evidente en Cusk, por deliberado. Ya de Nabokov, la fascinación del estilo bloqueaba otros accesos.

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Desde la bicicleta, las flores son casi manchas. Borrones rosados las camelias, motas incendiadas la duquesa de Orleans sobre una pérgola, pizcas ínfimas, violetas y blancas, las aubrietas a lo largo de la avenida.

La obra de al lado está recién en los cimientos. En casa hay quienes se preguntan si vendrán a vivir niños en el edificio de enfrente, cuyos balcones de vidrio una limpiadora abrillanta con esmero. Imagino deditos pegajosos sobre superficies relucientes.

Y, desde ayer, un pasaje de Parade tiene como escenario aquel edificio del mueble. Más precisamente “The Spy” (“El espía”). “Hace no mucho tiempo murió nuestra madre, o al menos su cuerpo murió”, empieza el último capítulo de Parade. Unas páginas más adelante, sigue: “Cuando se trataba del amor, nos encontrábamos ante una lengua extranjera. No sabíamos estimar ni valorar las cosas que eran gratuitas”. Y el sol, bien anaranjado, entra por la ventana del apartamento vacío, a la espera de un nuevo huésped.

Obras de Rachel Cusk en Biblioteca País.