Uno estaría tentado de decir: “Hay tantos Springsteen como álbumes”, pero, en realidad, hay fundamentalmente dos. Por un lado, el Springsteen de la América del Norte elegíaca y expansiva, de jóvenes enamorados que se montan en autos envueltos en llamas, dispuestos a estrellarse o consumirse como un meteorito si eso es lo que se precisa para poder estar juntos; por otro lado, el de una América del Norte profunda, de hombres que, en vez de lanzarse a la conquista de un Oeste perdido, salen a recorrer su pueblo en autos con las luces bajas para, luego de unas horas, retornar a su hogar, donde quizás alguien los espera -quizás no la persona que quisieran, aunque sí, tal vez, la persona que en algún momento lo fue-.

Lo curioso es que para cualquiera de estos dos Springsteen los personajes y los lugares pueden ser los mismos: un tipo que sale a matar gente por la interestatal con su novia puede ser tanto el parco Charlie Starkweather de Nebraska como una especie de antihéroe épico propulsado de guitarras eléctricas, y esa misma pareja de enamorados que se lanzaba a escaparse de su tierra en “Born to Run” puede ser la que en un futuro se encuentre desconectada y eternamente perdida en “Stolen Car”. Es, en definitiva, un constante pendular entre dos tradiciones: el costado más Elvis y el costado más Dylan de la americana profunda.

En Springsteen: Deliver Me from Nowhere, Scott Cooper hace hincapié en una demarcación menos gradual de estas dos versiones, para recurrir a un truco ya clásico a la hora de hacer biopics: el del corte transversal de un momento particular, que funciona como un catalizador de un antes y después de la obra. El momento en cuestión es el tiempo de inestabilidad emocional que enmarcó a Springsteen luego del megaéxito obtenido por The River (1980), el disco doble precedido por esa otra obra cumbre que es Born tu Run (1975).

Tras la publicación de The River, el músico volvería a sus tierras natales (Colts Neck, New Jersey) para componer Nebraska. Fue un inesperado giro intimista y low fi, una especie de reencuentro con su pasado, pero también con el de una América del Norte más lejana –pero presente– que la que se solía representar a comienzos de los 80.

Pathos corporativo

Pensándolo en el concierto de biopics musicales que pululan por la vuelta, es casi el mismo truco de Un completo desconocido (James Mangold, 2024), sólo que en vez del polémico pasaje de lo acústico a lo eléctrico de Dylan (que despierta la indignación de los puristas de la trova política norteamericana), acá tenemos una vuelta al folk que desespera a los productores y representantes de un tipo que acababa de hallar su popularidad en la expansividad de su lírica.

Deliver Me from Nowhere (Música de ninguna parte) funciona de una forma rara, a la vez como una biografía del mundo tortuoso del artista y como esos desalmados corporate biopics en las que se traza una forzada épica para contar la historia de la colocación de un producto, algo que ya se hizo, por ejemplo, con los Air Jordans (Air, dirigida por Ben Affleck, 2023), Apple (Steve Jobs, de Danny Boyle, 2015) o McDonald’s (The Founder, John Lee Hancock, 2016). Para la parte del artista tenemos a Jeremy Allen White, que sin dudas tiene algunos tics propios de su personaje perpetuamente angustiado de The Bear, pero logra que a través de él se vea The Boss todo el tiempo: no es la cara, no es la sonrisa ni la voz (aunque hay que decir que el parecido también es sorprendente), es más bien algo en los hombros, esa cosa entre altiva y avergonzada, sexy e infantil, brillante e ingenua que se reconoce inmediatamente, casi por la mera silueta, en cualquier foto o video de Springsteen.

Por el lado del mundo corporativo, el héroe es Jeremy Strong, quien también de forma inevitable filtra algunos tics de sus papeles televisivos. Sin hacer frontón con la similitud del personaje en el que se inspira (digamos que el verdadero Jon Landau no es un personaje tan icónico), Strong encarna a la perfección un sentimiento difícil de lograr en el cine: la de la total abnegación, sin que esté subordinada a una especie de tragedia o dominación y sin que obedezca a proyectos ulteriores o planes de segunda mano.

Lo único que impide que estas dos películas sean contradictorias o se pierdan entre sí son esos destellos de amistad genuina e incondicional, ya sean los dos comiendo una hamburguesa en un dinner o los dos sentados en el suelo, agarrándose la mano, mirando a la pared, sin decirse nada. El mundo ha ganado un montón con la apertura a lecturas gay de lo que permanece subyacente en muchos films, pero como contraparte se perdieron muchas de estas historias de amistad devota, no eróticamente mediada, que solían existir en un cine mucho menos autoconsciente.

Pecados de estructura

El problema de Deliver Me from Nowhere no se localiza tanto en los personajes, sino alrededor de ellos. En primera instancia, todo ese giro dramático de “Bruce nunca ha compuesto canciones como estas” no chocaría tanto si no se repitiera más de diez veces en el metraje y si no fuera porque en casi cualquier disco de Springsteen hay, por lo menos, dos o tres canciones que podrían figurar sin problema en la tracklist de Nebraska (sin ir muy lejos, en el mismo The River hay canciones como “Wreck on the Highway”, que tanto en lo sonoro como en lo lírico obedecen a este Springsteen intimista).

Se podría decir que esta simplificación obedece a un tipo de esquema narrativo, pero ahí radica el problema: Nebraska fue una obra que funcionaba por sustracción, con temas que se podaban hasta que las voces de sus protagonistas quedaban flotando como un murmullo fantasmal, mientras que esta película intenta agrupar todos estos murmullos y amplificarlos con un altavoz. Si Springsteen está angustiado, una escena en blanco y negro te lleva a la escena originaria del trauma; si no sabe por qué tiende a alejarse de los que quiere, lo vemos arrojándose a la carretera a toda velocidad como si esperara estrellarse contra algo; y si nada de esto resulta demasiado claro, tenemos a su representante explicándole a su mujer todo lo que pasa por dentro del protagonista (este es, sin dudas, el peor pecado de la película, un ejemplo de banalidad de escritura rayana en lo angustiante).

Volviendo a la comparación con la biopic de Dylan, la peculiaridad que tenía Un completo desconocido era que el director James Mangold y el actor Timothée Chalamet lograban retratar la figura del trovador con un extraño grado de opacidad; le sacaban lustre a su misterio y lo bordeaban, sin jamás sumergirse en él. El Springsteen de Deliver Me from Nowhere entra en constante conflicto con esa voluntad de jugar con todas las emociones contradictorias que logra imprimirle Allen White y una escritura (y, también hay que decirlo, una dirección) que está escribiendo en mayúsculas cada cosa que le pasa por dentro.

Inventario sentimental

Lejos de la picadora de carne psicoanalítica que no apaga su motor en toda la película, las partes más disfrutables son las que, en vez de rastrear el trauma, trazan el camino de las influencias de Springsteen: la función de The Night of the Hunter a la que lo lleva su padre (una película que, al igual que la infancia del músico, parecería decir “los adultos no son confiables, en esta noche oscura sólo te tenés a vos mismo y a tus hermanos”); la peculiar conjunción entre un libro de Flannery O’Connor y la película Badlands, de Terrence Malick (el gótico sureño fusionado con la obra que llevó a Springsteen a buscar el caso criminal verídico que inspiró su álbum); y “Frankie Teardrop”, de Suicide, la canción más espeluznante que se haya compuesto alguna vez, que trata de un tipo que trabaja todo el tiempo en una fábrica y una noche vuelve a su casa y mata a su esposa y a su hijo. Esto tiene que ver no sólo con el miedo de Springsteen a su padre, sino con un sonido y unos gritos que evidentemente incorporará en la canción “State Trooper”. Por más que es bastante visible el cordel de significaciones que se extiende en estos encuentros, permanece algo auténtico, que respira y vive por su cuenta.

Lo menos interesante de este tipo de reseñas es discutir cuánto de esto fue verdad (aunque en biopics como Bohemian Rhapsody, de Bryan Singer –2018–, donde un porcentaje altísimo de lo que se muestra está tergiversado, se vuelve necesario este tipo de precisiones). Quizás hubo un Bruce Springsteen acostado bocarriba en el suelo, dándose golpecitos en la panza mientras trataba de emular el tempo hiperquinético de “Frankie Teardrop”, o quizás no; pero esa imagen, verdadera o falsa, es más potente que todas las magdalenas proustianas, o más bien, los choripanes freudianos que tratan de embutirnos al recrear su pasado.

Si hay algo que Springsteen nos enseñó es eso: que en canciones estruendosas como “Born in the USA” siempre hay veteranos de guerra que sufren en silencio y en soledad, y que no es necesario pintar de blanco y negro el pasado, porque el pasado está debajo de nosotros, exactamente debajo, pegado a nuestros pies, como una sombra al mediodía.

Springsteen: música de ninguna parte. 120 minutos. En salas de cine.