La premisa es atrapante: una historia de terror, con casa embrujada y todo, pero contada desde el punto de vista del perro de la familia. Podía funcionar; hace poco tuvimos una historia de terror, con casa embrujada y todo, contada desde el punto de vista del fantasma. Sin embargo, aquello que en Presencia funcionaba tan bien, en Good Boy se queda a mitad de camino.

El protagonista humano se llama Todd (Shane Jensen) y, cuando no, lidia con sus propios demonios. En medio de una enfermedad respiratoria crónica decide desoír los consejos de su hermana Vera (Arielle Friedman) y encerrarse por un tiempo en la vieja casona familiar, esa en la que un montón de parientes murieron jóvenes y fueron enterrados en las inmediaciones. Lo acompaña Indy (Indy), su perro.

El director Ben Leonberg quiere dejar bien en claro que esta es la película de Indy, ocultando los rostros de los (muy pocos) humanos que aparecen en la historia, y utilizando planos bajos o por sobre el hombro del perro, en una producción muy económica pero que aprovecha muy bien los recursos. El problema es que el artificio no es suficiente.

En las animaciones basadas en las tiras de Peanuts (donde nació Snoopy, en esto de hablar de perros), los adultos hablaban, pero lo único que el público escuchaba era un wah wah wah que marcaba la distancia con los niños protagonistas. En Good Boy no solamente escuchamos las conversaciones humanas, sino que son imprescindibles para entender lo que está sucediendo. Todd le explica cosas a su perro (como hemos hecho alguna vez los humanos que tuvimos perros), pero la información telegrafiada, que Indy no comprende, termina relegándolo a un papel secundario.

Encima, si ven la película en su versión doblada, notarán que al no verse las caras de los humanos, no hay expresiones faciales que acompañen los diálogos doblados, lo cual podría sacarlos del partido en alguna ocasión.

Y antes de que me acusen de especista quiero señalar que Indy hace lo mejor que puede con el guión, pero esas ayudas son necesarias por el realismo de su actuación. No es Coraje (el perro cobarde de Cartoon Network), que con gestos aterradores podía reaccionar a los monstruos que amenazaban a sus humanos en cada episodio animado. Tampoco es Lassie, que parecía tener una inteligencia superior y era capaz de hacerse entender para explicar que el niño se había caído dentro del aljibe por quinta vez en la semana.

Indy es un perro normal metido en una historia fantástica, y por momentos parece que necesitáramos expresiones que nunca vamos a tener, como en las versiones computarizadas de El rey león, que nuestro cerebro comparaba todo el tiempo con el material original.

Para citar a un último can de la ficción, el de esta película termina emparentado con Rex, el perro policía (justamente) de Comisario Rex, que es una serie con humanos, con problemas humanos, conversaciones humanas, en la que en el último bloque siempre hay un bandido que escapa corriendo y el perro le salta torpemente sobre el lomo para que de inmediato llegue un detective y lo arreste.

El perro tiene un par de grandes momentos, que seguramente resonarán en aquellos mascoteros, incluso los que han aceptado a los gatos como sus amos de compañía, en especial cuando el perro se queda solo y el director se ve obligado a mostrarnos cosas sin llamados telefónicos que en pos de mostrar la relación entre dos hermanos deslizan la información necesaria para entender lo que hace el perro. Resultan ser pocos para una película que además es muy corta (apenas 73 minutos), y que quizás hubiera funcionado mejor como un corto de alguna serie antológica de suspenso, al estilo de Historias asombrosas.

El guion de Leonberg y Alex Cannon, que claramente evita cualquier lassismo, coquetea con figuras misteriosas y sombras que toman forma, pero la cinematografía (de nuevo, destacable para una película que costó 750.000 dólares) no logra que esos momentos tengan el punch necesario. Llegamos a asustarnos y empatizar con el pobre pichicho, sobre todo cuando Todd flaquea. De todas maneras, en una narración por momentos fragmentada, hay secuencias que con los minutos se vuelven repetitivas.

A Good Boy hay que tomarla como lo que es: una película muy pequeña, que no revoluciona el género, sino que tiene una perspectiva diferente. No en cuanto al punto de vista, por lo expuesto anteriormente, sino en cuanto a la importancia del perro en una historia de fantasmas bastante tradicional. Teniendo eso en cuenta, y con lo rápido que pasa, sin dudas ocasionará un abrazo más fuerte al perro (o una mirada distante pero respetuosa al gato) al regresar de la sala de cine.

Good Boy. 73 minutos. En cines.