No hagan caso al título espantoso que le pusieron en español. Sí, es una película pensada para conmover y que lidia con música, pero no es ni ahí lo terraja que sugiere “Acordes del corazón”, y es posible descubrir en ella densidades que el título y el afiche no permiten sospechar.
La exposición está integrada por breves escenas desconectadas, pero es fácil ir rellenando mentalmente las elipsis y seguir el hilo. Thibaut, el personaje principal, es un director de orquesta internacionalmente famoso. Colapsa durante un ensayo, descubrimos que tiene leucemia y necesita un trasplante de médula. Al hacer los estudios genéticos para el trasplante, doble shock: se revela que no es pariente sanguíneo de su familia y en realidad fue adoptado, y para peor eso implica escasas chances de conseguir un donante y, por lo tanto, sobrevivir. Por suerte, hurgando en los registros, descubre que sí tiene un hermano biológico, criado él también en una familia adoptiva, y lo va a buscar en el pueblito norteño en el que vive. Sorteada la incomodidad de pedirle ese tremendo favor a un pariente que no lo conocía y que hasta entonces ni siquiera sabía que tenía un hermano, recibe el trasplante.
En principio, el vínculo entre Thibaut y Jimmy no promete más que una lejana cordialidad motivada por el lazo de sangre y, de parte de Thibaut, el agradecimiento. Sin embargo, casi de casualidad, Thibaut se entera de que Jimmy toca el trombón en la banda local. Descubre también que colecciona discos de jazz. La banda es toda desafinada y funciona medio a los tumbos, como suele pasar con las agrupaciones aficionadas: hay un integrante con la audición claramente disminuida, la clarinetista no sabe leer partituras y tiene que aprender sus partes de oído, el percusionista es un joven con síndrome de Down. En el medio de esa actividad musical realizada por placer y sin pretensiones, tan contrastante con el profesionalismo, la excelencia técnica y el alto repertorio que suele manejar Thibaut, él constata cómo su hermano logra discernir cada nota errada que toca cada integrante. Es más: Jimmy tiene oído absoluto.
De pronto, el vínculo entre Thibaut y Jimmy gana una complejidad inaudita. Por un lado, el amor por la música los acerca. Thibaut siente que puede darle una mano a Jimmy y sus compañeros para intentar posicionarse mejor en un inminente concurso de bandas.
Lo más obvio sería esperar de esa historia una especie de cuento de Ceniciento fraterno, en el que Jimmy impusiera su formidable talento innato y terminara realizándose como artista, pero esta película no se pliega a la ilusión en milagros. En vez de eso, lo que salta, no siempre de modo explícito pero en forma bastante neta, son cuestiones que tienen que ver con las diferencias de clase y de lugar de formación y residencia (París en contraste con el pueblito).
Se bombardea la noción meritocrática de que el éxito es la recompensa por el talento y el esfuerzo: a algunos simplemente no les toca vislumbrar, sin una buena orientación, el camino posible, y no siempre dispone del ocio como para practicar las 15 horas diarias que se requieren de esos músicos superentrenados que conforman la élite de la música erudita. Jimmy podría ser lo que es Thibaut si le hubiera tocado una familia de clase media en París; en la situación opuesta, Thibaut, en vez de ser un gran director de orquesta, podría haber sido un instrumentista en una bandita provinciana que practicara en las horas libres de su trabajo principal de cocinero de un comedor infantil.
Los dilemas y reflexiones se multiplican: Jimmy, estimulado por el ejemplo de Thibaut, llega a pensar en dar un concurso para el conservatorio de Lille y, más allá de la escasa posibilidad de alcanzar el nivel técnico mínimo para ello, se encuentra con cierta presión comunitaria y su propia conciencia que le recrimina dejar atrás a los suyos para hacer su propio camino individual (pero ¿debe uno quedar realmente atado a los orígenes y privarse de pensar a lo grande y realizar sus sueños?).
Para colmo, la fábrica alrededor de la que gira la economía del pueblito de Jimmy está siendo vaciada y su cierre definitivo es inminente. Todo eso enciende cierto espíritu de militancia política en Thibaut, que disuelve la noción de una música “clásica” ajena a los aspectos prácticos y políticos de la vida. Sobrevuela en la película el poder aglutinador de la música y también la noción de la equivalencia estética de distintos registros comunicativos: los grandes maestros del canon erudito, el jazz, la canción francesa, incluso el pop francés (un obrero vindica a Johnny Hallyday).
Mucho de eso puede evocar las feel good movies. Algo de eso hay: siempre hace bien al corazón ver una historia que predica la solidaridad, el mirar al otro, el encarar con empatía los graves problemas sociales que están alrededor de cualquier persona atenta y sensible. El final es catártico y gozoso. Pero, a diferencia de lo que suele ocurrir con ese tipo de películas, la belleza y emoción de ciertos momentos de encuentro no impiden que el panorama sea horrible, y que lo sea en distintos órdenes de cosas. Sabemos que muchas líneas de acción es casi seguro que terminarán muy mal. Nadie quita lo bailado, pero lo bailado no es más que eso: un baile.
Aparte del guion inteligente y de una narrativa cinematográfica muy competente, brillan también los dos actores centrales y varios de los secundarios. Hay diversos personajes entrañables, se escuchan preciosos fragmentos de músicas de estilos diversos. La película dirigida por Emmanuel Courcol camina sobre un muro finito, pero se mantiene ahí, manejando su inamovible pesimismo con alegría, humor y amor.
Acordes del corazón (En fanfare). 103 minutos. En Cinemateca, Life 21, Alfabeta, Movie Montevideo.