En un panorama cinematográfico occidental (estadounidense) plagado de secuelas, remakes y películas que parecen haber sido filmadas por el mismo equipo técnico, da un poco de gracia ese comentario casi transformado en meme de que Wes Anderson hace siempre lo mismo. No solamente porque un cineasta con un estilo tan propio (y con tanto estilo) es una bocanada de aire fresco, sino porque alcanza con comparar una de sus películas de principio de siglo con una de las actuales para comprobar que no tienen nada que ver. Especialmente en eso que se le achaca.

El esquema fenicio (The Phoenician Scheme), la más reciente obra del director de 56 años, se siente como la evolución lógica del wesandersonismo, con todo lo que eso puede significar para seguidores, detractores y el público en general. La prolijidad que acentuó la simetría se convirtió en una obra teatral filmada en un mundo en el que Minecraft fue creado por los franceses durante los años cincuenta, dicho esto sin una pizca de ironía y en el mejor de los sentidos.

Hablemos, entonces, de la forma. La película está contada en una serie de viñetas, aunque a diferencia de La crónica francesa (2021) es simplemente la manera de ordenar la aventura. Todo se cuenta con cámaras ubicadas perpendicularmente a la pared que tengan al fondo, que se mueven delicadamente hacia adelante o hacia los costados, y que cuando giran lo hacen vertiginosamente para que nadie detecte un solo ángulo que no sea de 90 grados.

Esos fondos, en la mayoría absoluta de los 105 minutos, se ven artificiales. Su objetivo es construir un verosímil alejado del realismo, como dioramas escolares que pueden contener sus propios dioramas (así ocurre la maqueta de la gran construcción sobre la que gira la historia). Los actores hacen equilibrio sobre el exceso de afectación, mientras lucen impecables vestuarios y accesorios que los transforman en una suerte de humanos embalsamados en un museo de historia natural compuesto por los mencionados dioramas.

Y eso que todavía no mencioné las secuencias de experiencias cercanas a la muerte, que tienen su propia estética en blanco y negro, y en las que Bill Murray es Dios. Si llegaron hasta acá, deberían tener una idea clara de si esta es una película para ella o no. De todas maneras, déjenme hablar un poco de la trama.

La trama

Benicio del Toro encabeza otro elenco nutrido de caras conocidas que claramente se están divirtiendo. Su papel es el de Anatole Zsa-Zsa Korda, un pilluelo que, en este paroxismo del wesandersonismo parece la versión exagerada (y, afectando la profundidad narrativa, caricaturizada) de Royal Tenenbaum, el personaje que interpretó Gene Hackman en la hermosa Los excéntricos Tenenbaum (2001).

Zsa-Zsa es un empresario sin el menor escrúpulo, que viene sobreviviendo a una serie de atentados por parte de buenos que lo odian y de malos que quieren parte de su negocio. Este hombre se maneja bastante en avión, así que han sido varias las ocasiones en las que debió sobrevivir a sabotajes y ataques aéreos, incluyendo el de la escena que da inicio a la película, antes de un coreografiado plano cenital sobre el que se imprimen los créditos.

Royal Tenenbaum tenía tres hijos (la hija era adoptada, como él mismo se encargaba de aclarar a cada rato) que jamás alcanzaron su potencial. El talentoso señor Korda tiene diez: nueve niños y la joven Liesl (Mia Threapleton), que está por “recibirse” de monja hasta que su padre la convoca para heredar el negocio familiar. Será difícil convencer a alguien con una personalidad diametralmente opuesta, pero el tiempo apremia: sus enemigos lo están dejando cada vez más cerca de conversar con Bill Murray en forma permanente.

El esquema de marras, que podría haber sido mejor traducido como “argucia”, pero hubiera dificultado el pedido de entradas en las boleterías, está contenido en una serie de hermosas y perpendiculares cajas de zapatos. Se trata de una serie de proyectos para mejorar la infraestructura de Fenicia, de los cuales se asegurará su tajada (no en vano lo conocen como “el señor cinco por ciento”), pero que sufre un revés mortal cuando un grupo de empresarios encabezados por Rupert Friend manipula el precio de los remaches para derrumbar la viabilidad del negocio.

Cada una de las viñetas del cuento será la visita de Zsa Zsa a alguna de las partes involucradas en la construcción, para ir mordiendo porcentajes que cubran el déficit que de otro modo caería solamente sobre sus hombros. Así intentará negociar con príncipes, inversionistas y otros personajes delirantes interpretados por (entre otros) Riz Ahmed, Tom Hanks, Bryan Cranston, Jeffrey Wright y Scarlett Johansson. Todo eso mientras padre e hija viajan junto a un entomólogo noruego llamado Bjorn (Michael Cera, divirtiéndose más que nadie) y sospechan de las artimañas del hermano de Zsa Zsa, el maléfico tío Nubar (Benedict Cumberbatch).

Sin la profundidad de Los excéntricos Tenenbaum y con el enfoque puesto en la artesanía (tanto en la dirección como en la producción en general), seguramente no sea la obra que el gran público está esperando. Pero ya sabemos lo que ocurre cuando los estudios ponen el énfasis en satisfacer a la audiencia. Un Wes Anderson menor es preferible a una pila de fotocopias.

El esquema fenicio. 105 minutos. En cines.