En el número uno de la revista del Hot Club de Montevideo, de marzo de 1950, los socios fundacionales dicen quiénes son y qué pretenden: adhieren a la “firme decisión de huir de toda clase de sectarismos”, y se alejan de “prejuicios de una u otra índole”, con el objetivo de “aunar distintas preferencias, agrupándolas bajo un mismo denominador común: el buen jazz”.

En el Club de la Pelea imaginado por el novelista Chuck Palahniuk, la regla de oro para los recién llegados es a la vez un requisito de privacidad y un gesto marcial de pertenencia –“no se habla del Club de la Pelea”– que le sirve a la institución para asegurarse el exclusivismo y la mística propias de una secta.

En la sede del proyecto Ensayo Abierto, el centro cultural ubicado actualmente en la calle Piedras en la Ciudad Vieja, las paredes de vidrio de su fachada y los cómodos sillones a la vista funcionan como el primer anuncio de su apertura y abrigo para disciplinas culturales alternativas, poco ortodoxas, marginales o sencillamente nuevas.

Cerca del comienzo de la función nocturna, el músico Santiago Bogacz corta la prueba de sonido y se aparece entre los concurrentes para agradecer su presencia. La notoria antigüedad de los sillones –nobles y lujosos– amenaza con posibles hundimientos. La mezcla de la luz de pequeñas velas y el aroma de la comida guisada desconcierta cualquier tipo de apuro, aunque no espanta el frío.

Por un pasillo oscuro se va a parar a un teatro con butacas mullidas de un cine cerrado. No demora en completarse el aforo, con una primera fila de almohadones tirados en el piso. La luz no mejora.

“Luego de unos tres años, con Nodo lanzamos nuestro primer álbum, una condensación de todo lo que fuimos trabajando desde el trío junto a muchas personas. Este viernes lo presentamos. Pero será más que nada una celebración de la hermosa movida de improvisación que venimos construyendo con varixs más, que se acercan a escuchar y compartir. Poco a poco se va construyendo otro colectivo donde la música es una de las tantas cosas que suceden”, decía la invitación, enviada en un mensaje de Whatsapp.

El músico Emiliano Aires es el primero en aparecer en escena. Su gesto risueño promete un breve discurso introductorio, una bienvenida que sucede sin palabras, cuando imprevistamente ya comenzó la función. Una especie de mantra o ejercicio de respiración es el prolegómeno, o el comienzo, de un acercamiento poético. Mucho después pronunciará las palabras “carroña” y “mandrágora”, y más tarde tomará el clarinete y el saxofón, para sumarse a una sonoridad que, si busca una sintonía, no se parece para nada a la de una publicidad de automóviles.

Las reglas de este club se establecen tácitamente entre los músicos y el público, cuando el silencio que rodea la oscuridad, las sorpresas y las pausas que surgen desde el escenario adquieren el volumen de la complicidad colectiva.

A la hora, Santiago Bogacz, en soledad, cruza sus piernas sobre el piso para tocar una guitarra. Golpea la madera del instrumento, estira las cuerdas o desliza sus dedos sobre las notas. En vez de melodías, o armonías, produce sonidos físicos, como un resorte de metal cayendo por una escalera.

Su acto, como el del comienzo, podría confundirse con el de una función de arte performático.

En los papeles académicos se trata de música de improvisación libre, música experimental, como la que puede escucharse en anteriores aventuras de Bogacz, como Matador, o en el disco Retrato años después, del dúo compuesto por Bogacz y Aires, por nombrar algunas de las referencias inmediatas del proyecto. Aunque, si hubiera que escribir la regla de oro de este club en ciernes, convendría aclarar que nada está más prohibido que ir hacia lo parecido.

Si hablamos de sintonías históricas, la obra de Jorge Lazaroff, el espíritu de las musicasiones de Horacio Buscaglia, las presentaciones teatrales de Sylvia Meyer e incluso los sucesos anormales del ficticio boliche El Resorte, de Juceca, son antecedentes locales ineludibles de este emprendimiento escénico.

Los sonidos expulsados de la guitarra y su amplificación eléctrica, concentrados en condiciones muy especiales y casualmente óptimas, viajan definitivamente en el tiempo y me recuerdan primero texturas y olores, luego imágenes y nombres y momentos precisos: los colores de una frazada, una radio de larga distancia y unas hojas negras de quemadas para curar una afección de la respiración, si vale un recorte tan personal.

Poco después es el turno de Mauricio Ramos. Si bien su dominio es el de una batería de pocos cuerpos, su entrada comienza con los golpes de dos palillos sobre una silla. El ritmo de su ejercicio no sigue ninguna estructura familiar y en cambio acompaña sus decisiones con la mirada de un comprador tan paciente como curioso. Luego cambia su talante y parece, ante el ojo convencional, perder el control sobre un puñado de piedras sueltas en una lata oxidada.

A esta altura Nodo ya declaró que, incluso en los márgenes de la música de improvisación libre, quiere decir algo más que le pertenece. Los tres músicos sobre el escenario, más sintetizadores que remarcan –con el fragmento de un testimonio sampleado– la lucha del pueblo palestino, no evitan muecas de lo íntimo, de goce o ensimismamiento que invita a preguntarse por la vivencia sensorial de los propios músicos.

“Ayer quedamos de cara. Tipo, ya tanta gente y tan metida queriendo”, escribirá Santiago al día siguiente.

Efectivamente, hubo música libre y arte performático, con una consigna extrema –o sin consigna–, en una búsqueda más allá de lo absurdo, o quizás, simplemente, como una manera efectiva de activar fragmentos de una memoria emotiva y social, tapada bajo varias capas del progreso.

Nodo, de Nodo. 2025. En Bandcamp.