Una tarde de invierno soleada, la música de un alegre saxofón serpentea por angostas calles montevideanas. En el pasacasete del auto gris de su papá David, suena Ekaya, de Abdullah Ibrahim, el disco preferido de Santiago, que tiene nueve años, recién salió de la escuela y ahora se dirige a sus clases de guitarra con el profesor Ramiro Agriel.

Como su padre, su tío David es enfermo del jazz desde su adolescencia. Pegado a ese recuerdo infantil que explica bastante de las inquietudes musicales de Santiago Bogacz y Matador (su proyecto solista), se dispara una aventura de los dos hermanos que viajan a Brasil en 1978 a presenciar el festival Jazz in Río con figuras en el cartel como Hermeto Pascoal y Weather Report. David consigue acreditarse por la revista Ganzúa y vuelve con crónicas y entrevistas.

“Creo que soy un poco intenso, demasiado”, dice Santiago sobre sí mismo y sobre la materia de la que están hechos sus discos con Matador. “Hay una línea que está entre lo más primitivo, visceral y lo súper consciente. Siempre fui muy de imágenes: viaje en ruta y oscuridad son las [señas] de Matador. Todo lo que hago es ambiental. Para mí, ambiental es cuando hay una imagen sonora muy clara”.

En abril de 2014 comenzó a subir sus discos como Matador a Bandcamp. Desde el comienzo Santiago se acompaña con una guitarra y poco más. La presencia de su voz, más presente al inicio de su carrera, aparece ocasionalmente en sus grabaciones más nuevas, y como un instrumento más. Su aliada es la guitarra de cuerdas de metal. “Música de autor”, “instrumental”, “experimental”, “ambiental” serían las etiquetas más próximas a su estilo para las plataformas de streaming que nunca dicen demasiado. “Debería escucharse como una sola cosa y no como temas por separado”, advierte sobre los tracks en el texto que acompaña uno de sus primeros registros y funciona para cualquiera de sus discos.

Matador invita a una pausa estirada del tiempo, construye un tipo de sonoridad potencialmente capaz de estimular nuestras neuronas de un modo diferente al de todos los días con el fin de conectarnos con mundos primitivos, lejanos, antiguos, futuros o imaginarios.

La materia prima del experimento tiene una lista infinita de ingredientes. La búsqueda musical de Santiago es voraz y obsesiva, últimamente enfocada en la música folclórica e influenciada por el saxofonista británico Evan Parker, con el que se dio el gusto de compartir un taller de jornada entera.

En 2004, a sus 14 años, encuentra otro clic de definición estilística: “Ahí empecé a escuchar abundante rock de los 60 y los 70. Había salido una Rolling Stone con los mejores discos de la historia del rock. Entonces anotaba y escuchaba cada uno a ver qué tenían: Sgt Peppers, Pet Sounds, Revolver, y después, al mismo tiempo, de pura casualidad, encontré a Pat Metheny; me acuerdo que lo estaba escuchando mi profesor de guitarra y le pregunté “¿qué mierda es esto?” Era él tocando solo un tema con guitarra de cuerdas de acero; un disco en particular que me marcó de él fue New Chautauqua, y especialmente el tema “Long ago child / Fallen Star”. Después, descubrí el programa de descarga Soulseek y me bajé todo. Al año estaba metido a full con el rock progresivo y después me metí en el jazz, y lo que me pasaba es que iba a conectando. Eso está zarpado, se puede conectar todo, pensé: hay bandas de rock progresivo que tienen músicos que tocan jazz fusión, y seguí con John Mclaughlin, y con el Bitches Brew de Miles Davis...”.

Santiago estudió composición en la Escuela Universitaria de Música. Allí encontró un grupo de amigos que, dice, le cambiaron la vida: “Sabían igual o más que yo. Entienden la música desde un lugar universal, es como que hay ciertas cosas que le conciernen a la música; y armamos un grupo que se junta a escuchar y a discutir sobre música, exclusivamente”.

En 2016 decidió que Alemania, cuna de la música culta, el jazz y el kraut rock, era el lugar ideal para continuar sus estudios, y comenzó una maestría en composición en Colonia, ciudad con la que intercala semestres con Montevideo: “Es un centro cultural, tenés conciertos de lo que quieras todos los días. Por otro lado, llueve mucho, la gente es muy reservada, bajás en tren y es todo muy chato, además extraño el mar”, dice Santiago, quien se encuentra muy amiguero en comparación con sus vecinos germánicos.

Su inquietud musical se ramifica en otros proyectos, colaboraciones, y formatos, como el disco Cábala, que editó en 2018 junto con Ismael Varela, su trabajo junto con Antonino Restuccia en el último de Matador, y tal vez el más popular, su participación con un teclado farfisa del 72 (“lo trajimos de Argentina, pesa como 50 kilos, bien de rock progresivo, que me encanta”) como integrante del grupo de rock Los Nuevos Creyentes, que en abril tiene previsto editar un split junto con el artista chileno Matías Cena, y donde toca junto a su hermano Rodrigo.

Su afición melómana ocupa buena parte de su tiempo: “Prefiero estar solo, me gusta más escuchar discos que ver conciertos. Llegué a escuchar ocho horas por día. En un momento con un amigo nos empezamos a fisurar con jazz. Si te pasara las conversaciones de chat que teníamos era la cosa más tóxica que te imagines, dos de la mañana, ¿escuchaste el minuto y tres segundos de tal tema? O poníamos todos los días, seis horas, el Bitches Brew, tanto que ahora cuando hablamos de música le decimos Bitchear. En otra época estaba obsesionado con Led Zeppelin, rock clásico, en un momento escuché solo hip-hop, después volví al jazz, y me metí con el free jazz; ahora estoy metido en la música folclórica y tradicional, de grabaciones que sean del 80 para atrás. Cuanto más puro mejor. Hace poco me encontré dos blogs especializados, me contacté con uno, que me pasa más música, y me metí a escuchar música de indígenas del Amazonas. Está increíble, hay algo muy complejo que no encontrás para nada en Occidente. La conciencia que tienen de la microtonalidad... entran en cuartos de tono de forma natural, es como cuando escuchás a Eduardo Mateo, o como acá te tocan el tambor de oído”.

Sobre su próxima actuación: “Mi idea es grabar algo, me compré un grabador portátil y lo quiero grabar al aire libre. Hay un disco que escuché de unos alemanes con un percusionista (Schwarzwaldfahrt, de Brötzmann / Bennink, 1977) que lo grabaron en el medio de la Selva Negra, y está buenísimo porque escuchás todo el sonido ambiente, pero la relación entre lo que tocan y el sonido ambiente está igual, tanto desde un punto de vista cualitativo como de volumen; no distinguís qué es tal cosa, escuchás pájaros, y los locos se ponen a tocar el clarinete imitando el sonido. La música es todo el combo, no podés separar la música que ellos crean del paisaje sonoro. Hay algo de eso que no encontrás en las grabaciones de estudio, es súper puro; lo podés tomar como algo anecdótico o como algo musical. Tengo que probar”.

Santiago Bogacz se presenta junto con Mena y Portillo el miércoles a las 21.00 en El Ocio (Luis Surraco 2942). Entrada libre.