En Criaturas vulnerables, Gastón Rodríguez abre una interrogación sobre la memoria, la pertenencia y el canto popular. No hay evocación nostálgica ni estilización museística, sino una posmemoria en la que el pasado se piensa desde el presente y se vuelve materia viva para imaginar lo que aún está en el umbral de lo posible.

Las canciones como “Tu sangre llora” habitan un tiempo suspendido, más cercano a la reminiscencia que al acontecimiento. La voz, próxima al habla, se despliega sobre armonías densas y texturas instrumentales austeras: guitarra, sámpler de violonchelo, armónica. La sangre, símbolo vital, canta sin la carga sacrificial de la vergüenza o la culpa; el viaje, como en la Ítaca de Kaváfis, importa por la imaginación que convoca. Rodríguez articula así una subjetividad en tránsito, inscripta en el recuerdo pero no como imagen fija, sino como vivencia plena del ahora. “Trovadora” amplía esta operación hacia lo amoroso, en una evocación en la que la figura femenina no es musa sino nodo afectivo. Allí el viento canta, el silencio se vuelve melodía y una genealogía trovadoresca que une a Marcabrú con Darnauchans se reactualiza.

Esa misma ética se radicaliza en “Sin terminar”, en la que lo mínimo adquiere densidad política. El canto se instala en gestos domésticos: cebar un mate, ordenar flores, hornear escones. La música rehúye toda espectacularidad: voz íntima, ritmo dilatado, armonías apenas insinuadas. La espera no es pasividad sino cuidado; una negativa al mandato de la productividad continua. En la composición que el autor dedica a su hija Anaclara y a sus pequeños rituales (“Los once capullos”) el gesto de recoger flores caídas se vuelve signo de otra forma de ser y estar en el mundo.

A lo largo del disco, esta poética encuentra nuevas inflexiones. “Hoy terminó el fin” articula, en clave amorosa, una sintaxis vacilante (“ese extraño balbuceo”) en la que el deseo no se clausura y cuyo aspecto se refuerza en el dueto que realiza con Gabriela Posada. En diálogo explícito con Osiris Rodríguez Castillos, “Las leguas de Osiris” transforma el viaje en mapa afectivo. Las leguas son intensidades vividas, y la mención a Solís Chico (tan arquetípica como la de Corrales y Tranqueras) ya no es geografía, sino umbral simbólico. La errancia no es deriva: es forma de habitar. Rodríguez entrelaza lo arcaico y lo contemporáneo en una temporalidad de lo inacabado, donde cada paso sostiene un decir que no se agota en su enunciación.

Ya “La cita”, séptimo track del álbum, en el que se versiona una de sus canciones más emblemáticas de Aguafuertes montevideanas (1997), disco que grabó junto con Walter Bordoni, condensa de modo complementario una filosofía de la espera. Piano y voz configuran un paisaje contenido, donde la ausencia se sostiene como acto ético. Enumero algunas de sus imágenes, de fuerte impronta onettiana: el bar vacío, la puerta entreabierta, los codos apoyados. Cada elemento es cifra de una hospitalidad radical porque dramatiza la fidelidad a una posibilidad aún no cumplida. En un presente marcado por la hiperconexión y la respuesta inmediata, esperar sin garantía se vuelve un gesto de insumisión. Esa misma temporalidad dilatada atraviesa “Soltar”, en la que el tiempo es estacional –se siembra, se suelta–, y “Otra cara”, donde la voz se fragmenta: “Como si no fuera yo”. No hay una identidad estable: sólo un murmullo que persiste.

“Milonga plagiada”, décimo y último track oficial, funciona como punto de anclaje. Lo femenino aparece no como objeto sino como mediación del canto. La modulación armónica de re menor a fa mayor condensa ese tránsito. La guitarra respira con la voz. La repetición no es estribillo, sino insistencia. Por eso declarar que se “plagia” es un acto de amor y comunidad. Aquí Rodríguez asume la milonga como forma viva, no desde la cita, sino desde la herencia. Traza un gesto estético común con otros discos recientes del canto urbano –como Milonga de Quirón, de Garo Arakelian– que reactivan, de un modo casi simultáneo y con lucidez crítica, la herencia de figuras como Rodríguez Castillos y Dino. “Milonga de pelo largo” es una de las referencias intertextuales más evidentes para transformar lo cotidiano en materia sensible.

Los dos bonus tracks abren una cesura ritual. En el primero, capas vocales superpuestas, sin acompañamiento, articulan palabras de diversas procedencias idiomáticas y de connotaciones místicas (“filiālis”, “saṃsāra”, “emunah”), al igual que un neologismo muy propio de la lírica de Rodríguez, “surnacer”. Esas palabras no integran una sintaxis: simplemente permiten que la voz se haga materia. Desde una lectura jungiana, la pieza da forma simbólica a contenidos arquetípicos. En clave teológica, resuena el pensamiento de san Gregorio Magno: el sonido precede al sentido, como el fuego a la luz. En el segundo, “Magiké 2”, la voz ya no invoca, vibra. La palabra se retira, la resonancia queda. Es un gesto apofático: no se calla por ausencia, sino por exceso. El canto se emancipa del lenguaje; la escucha se vuelve consagración.

En Criaturas vulnerables la música es un lenguaje segundo: no dice, revela. Persiste donde el mundo amenaza con cerrarse. Rodríguez no busca representar, sino sostener una grieta. Lo que importa no es sólo aquello que se canta, sino que aún sea posible seguir cantando.

Criaturas vulnerables, de Gastón Rodríguez. Ayuí/Tacuabé, 2025. En plataformas.