Santiago amaneció temprano, se hizo el mate, desayunó ilusiones. Pensó en eso de los sueños, de soñar con cosas, de la fuerza de lo que se sueña. Pensó si soñar era lo mismo que ilusionarse. Cebó otro mate. Su madre lo llamó desde Artigas, le dijo algo sobre una encomienda, él pidió ticholos sabiendo que los ticholos viajan seguro. Lo dijo como en un ritual del diálogo, besos por celular; hay gente, como la vieja, que te hace vibrar con la tonalidad. Volvió a aquello de las ilusiones, de los sueños. No recordaba, en realidad, si había habido un objetivo cuando arrancó todo. Pensó en los objetivos. Pensó en lo que se tiene para lograr esos objetivos, digo esos sueños, digo esas ilusiones. Pensó en lo que no se tiene. Se miró las manos. Lavó los guantes, les pasó un trapo a los zapatos, agarró la tarjeta del bondi, la calza, las canilleras, las vendas. Hizo las vendas porque no daba para hacerlas en el vestuario. En el vestuario había dos o tres mates en la vuelta: el de Tabaré, siempre impecable; el de Leandro, recién hecho; el de Diego, un principiante que lo lava al toque; y el suyo. Se puso contento cuando abrió el bolso y vio las vendas dobladitas. Se vendó, se puso las medias cortas y después las largas, por arriba, aguantando las canilleras. Todo envuelto en cinta aisladora. Pensó en la vieja, aplaudió fuerte con los guantes puestos, y las gotitas de la escupida previa se perdieron en el vapor de una arenga. Treinta minutos después, repitió el aplauso, se aguantó en las rodillas y se la jugó al palo izquierdo por eso de los ideales. Se quedó con el penal en un abrazo de esos de reconciliación. Amó la pelota una vez más, como cuando era un gurí. Sacó largo. Aplaudió de nuevo. Pensó en aquello de las ilusiones, incluso cuando el partido moría: Plaza ganó y Albion quedó tecleando. Plaza Colonia ascendió. Santiago pensó en el año anterior, cuando subieron de la C por primera vez en la historia. Aplaudió a los rivales. Saludó a los que le pasaron cerca en la loca carrera hacia el festejo de un pueblo entero.
Bruno se despertó en el hotel que el cuadro había reservado para la ocasión. Vio que su compañero ya estaba despierto mirando la tele en silencio para no molestar. Se miró al espejo, la melena toda revuelta, la camiseta de dormir del Yerbalense de su pueblo. Mientras se lavaba los dientes pensó en Cerrito. Pensó en aquello que había soñado en un bondi de madrugada que iba de Treinta y Tres a Melo. Pensó en Santiago, que se jugaba el descenso en el partido con Plaza, que se jugaba el ascenso, igual que ellos. Pensó en el ascenso y en el descenso. Pensó en el fracaso y la gloria. Pensó que en aquel bondi de madrugada no estaba siquiera convencido. La vida lo iba llevando por el fútbol. El fútbol lo iba llevando por la vida. Pensó en aquello de la perseverancia. Pensó en el Centenario, en el Parque, en el Campeón del Siglo. Pensó en Yerbalense. Pensó si soñaba o estaba despierto. Pensó lo mismo en un córner demorado, cuando la ansiedad hacía bailar al banderín porque el partido se iba y el ascenso nuevo se hacía certeza.
Carlos le da la vuelta al tornillo bien fuerte para que no se salga, ajusta el tomacorriente que colocó en la pared y aprieta el interruptor. La luz se enciende, señal de que el trabajo está terminado. A Pablo lo despierta la botija con las pilas recargadas de una mañana de sábado. Le mete al potasio, carga las pilas también y queda a la par para jugar un rato con ella antes de ir a jugar con los nenes grandes. Esa botija le garantiza un abrazo con carrera chueca cuando vuelva cansado del partido. Ese partido no se juega por el resultado. El otro sí. Carlos y Pablo se encuentran en el córner. Pablo lo agarra de la camiseta, Carlos se lo saca de encima. La rabia es la tabla. El juez infla los cachetes con el silbato y les dice que no se agarren. Pablo y Carlos se saludan: dos jugadores que han militado juntos saben que en la danza no hay codazos. La pelota se pierde en el segundo palo. El partido transcurre, la tensión se escurre. Miramar Misiones queda caminando en la cornisa del descenso. Pablo se limpia el sudor con las mil rayas de la camiseta, el brazalete de capitán en la muñeca y el gesto de los años en un suspiro hastiado. Carlos le da un abrazo y se pierde en una masa blanca y azul que se agita a la par de una tribuna con acento canario. Juventud asciende también.
Es la fiesta del interior. Una bofetada más al centralismo. Más que un ardid para rever eso de que el campeonato es uruguayo y no citadino. Juventud, Cerro Largo y Plaza Colonia vuelven a eso que algunos osan llamar “círculo de privilegio”. Miramar, Albion, Oriental y Villa Española se tirarán con calculadoras y pensarán en aquello de la matemática. En aquello de los sueños y las ilusiones, de la gloria y el fracaso, del ascenso y del descenso y toda su parafernalia psíquica. Pensarán en los objetivos y en las metas, en lo que se tiene y en lo que no. En el convencimiento y en la perseverancia. Pensarán en fútbol.