Una de las ventajas de la mala memoria es que se disfrutan de las mismas cosas como si fuera por vez primera, incluso repitiendo ciertas capacidades del asombro. El abuelo Mario, que no fue el mío pero sí uno conocido, repitió hasta el cansancio de sus días que nunca había faltado a un Mundial. Era verdad. También fue cierto que se refería a los mundiales grandes. Y grande, si hubo uno grande, fue el primero. Un poco de trampa hacía, porque a ese Mundial de 1930 lo disfrutó cuando era niño. Pero estuvo y punto. Con ese dato ganaba todas las discusiones.
La cosa es así: Colonia tiene una gran entrada que es el río. La historia la reconoce ahí y también sus visitantes que no paran de llegar. Es un lugar para siempre. La otra gran entrada es por la ruta. Existe algo distintivo que anuncia los pocos kilómetros que faltan para llegar a la ciudad: las palmeras. No tienen fecha de fabricación ni de caducidad, pero están. Las palmeras marcan los caminos desde tiempos inmemorables. Dan fe que la historia no empieza en nosotros, sino mucho antes.
La gente y su ritmo. Una señora barre la vereda y, entre tanto, para y mira hacia arriba y hacia abajo. Bien. Control de seguridad. Alguien que pasa en auto la saluda levantando la mano por fuera de la ventanilla. La doña le grita. En la esquina no hay semáforos, para qué. El sol da de canto, como los pajaritos cuando la mañana se va armando. Más adelante, en una esquina en la que sí hay semáforo, dos muchachitos aprovechan la roja para bajar a la calle y desplegar un cartel que dice U-17 Women’s World Cup Uruguay 2018. Suena la cumbia desde un comercio. Welcome, man.
En la plaza de toros hay turistas. La vieja estructura arquitectónica mezcla de colonial con musulmán resiste, casi que descansa en paz si no fuera por los flashes. Todos quieren flashes. No alcanza con vivir la historia, hay que mostrarla. Abajo de los árboles el que descansa es el ómnibus que transporta a la selección de Camerún. Un grupo de personas vestidas con camisa blanca y pantalón y zapatos negros busca el mejor ángulo. Desde lejos los mira el vendedor de antigüedad. Hay zafra, claro que sí.
La costanera la marcan el río, obviamente, y también un montón de faroles. Los faroles son las palmeras pero de otra época. Invitan a lo mismo: a andar seguros del recorrido. Metros adelante está el cartel turístico que dice Colonia. Un grupo de jóvenes formado por cuatro rubias, dos morochas con pelo enrulado y dos flacos de barba se sacan fotos con el cartel de fondo y las bicicletas amontonadas en el piso. Cinco personas con rasgos asiáticos esperan su turno dentro del carrito de alquiler. Antes de que se aviven, padre e hijo vestidos de Colombia hacen detener el taxi, se bajan rápido, le dan al flash y se van con el testimonio. Pablo le saca fotos a las fotos mientras una señora con paso cansino y bolsa chismosa en mano busca el reparo de los árboles para pasar el rato. El tiempo está después en cualquier zona turística.
En el restorán un hombre pide merluza. “Soñé toda la noche con pescados”, confiesa. El mozo juega de memoria. Atrás, el casco histórico. Es indefectible: hay secretos que se revelan.
Al abuelo Mario, que sabía muy bien lo que era la alegría, le hubiera gustado un campeonato en la puerta de su casa. Esa casa por donde un señor, bien empilchado, peinado para atrás y perfumado, pasa en una bicicleta con espejo hasta llegar a la oficina pública y detenerse, quince minutos antes de lo previsto. ¿Ansioso? ¿Apurado? Nunca se sabrá. Lo que sí sé que es el mismo señor que ahora veo en la tribuna grande del estadio Suppici. A su bici también la veo: está atada a pocos metros de la entrada por donde una prole de escolares ingresan con túnica blanca y moña azul. Esto es mundial. Un Mundial en Uruguay.