Cuando llegamos a ellos era el tercer ómnibus al que nos subíamos. Y si bien nunca dudamos, o sentimos que no sabíamos hacia dónde estábamos yendo –para algo alguien inventó el GPS y todos sus derivados de los motores de búsqueda–, ellos fueron el bálsamo final y agradable de nuestra mínima aventura de la incomunicación, de la celebración del entendimiento, por señas, por onomatopeyas, hasta por las señas del truco. Ahí están, en la plataforma del medio del destartalado pero honroso ómnibus número 51. Son dos jovencitos alegres, vitales, comunicativos. En un rato sabremos que se llaman Vladimir Milutkin y Vasilisa Levina, que tienen 17 años, que cursan su formación preuniversitaria, que están contentos con el Mundial, que a Vasilisa no le gusta mucho mirar fútbol, que a Vladimir, como a la gran mayoría de los rusos, le gusta mucho el hockey sobre hielo, más que el fútbol, y que es hincha del Torpedo de hockey, el muy buen equipo de la ciudad de Nizhni Nóvgorod. Antes de saber todo eso, sabemos que son rusos, abiertos, agradables, con mucha disposición para ayudar, para ser gentiles, para agradar, no por interés o conveniencia, sino para sentirse lo que son.
Cuando llegamos hacia ellos, en el medio del ómnibus 51, ya nos habíamos bajado voluntariamente del 245 cuando este llegó a su destino. Casi por aclamación de una inesperada asamblea de pasajeros y funcionarios del 3, del otro lado de un boleto –como si fuera el apunte para llevar a la feria–, nos anotaron los dos números de ómnibus que debíamos tomar para llegar al Grand Hotel Oka Business. Además, para tomar ese ómnibus debíamos cruzar una gran avenida, acontecimiento que ejecutamos con una guardia imperial de cuatro o cinco pasajeros del coche anterior, el 3, el de la asamblea georrefencial, que sin conocerse entre sí nos llevaron hasta la otra parada.
No podíamos perder. En realidad, estábamos ganando, pero el destino quiso que la victoria fuera clara y contundente, por eso nos puso en camino del 51 con Vasilisa y Vladimir, que nos hicieron la mediacancha con la guardia, la menos participativa de la mañana de aquel sábado en Nizhni. Al principio, hubo una duda acerca de si aquel ómnibus realmente nos dejaría en casa, pero finalmente se disipó y supe de todo aquello que conté párrafos arriba. Pero también supe del orgullo que sienten por el prestigio de su educación pública, y de la permanente inquietud de los estudiantes rusos –también de los trabajadores con los que hemos podido interactuar– de saber cómo ve el extranjero al pueblo ruso, si nos gusta, si pasamos bien. Y la verdad que sí, en particular en Nizhni, donde la gente genera esa sensación de solidaridad y ayuda al visitante.
Cuando nos bajamos, en la parada siguiente a la universidad –dato fundamental por si volvemos por la zona, cosa que no es segura, pues ya he estado en tres alojamientos distintos en esta ciudad–, ya hacía una hora larga que habíamos arrancado de Bor. La parada está ahí, a una cuadra del Sports Centre Borsky, y tiene una red como si fuese un arco. Ahí estábamos cuando no sé si lo paramos o nos paró el mismo ómnibus. Cuando subimos al ómnibus blanquito teníamos a mano los 38 rublos, pero la guarda, una mujer cincuentona y arreglada como si fuese a El Club de Anita después de terminar su turno, nos señaló las acreditaciones y en esperanto de señas dijo: “No pagan porque tienen eso”. Una peleadora la guarda: ojos claros, pelo corto arreglado como de peluquería y una cinta en bandolera de la que colgaban los rollos de boletos que iba vendiendo de punta a punta del ómnibus. Es que en Rusia, o en Nizhni, no hay “pasando, un poco más al fondo que hay lugar”, porque se sube y se baja indistintamente por las tres puertas. Olvidé contar que yo era el portador del mate, aunque el termo era propiedad de Sandro, y resulta que puede resultar medianamente llamativo. No hubo diálogo alguno en ese viaje, más que el agradecimiento al bajarnos.
Dudamos si pedíamos un taxi o seguíamos disfrutando de ese contacto con la ciudad. Pero claro, venía uno naranjito que llevaba el 3 como identificación, el mismo que yo me había tomado al llegar de Rostov-Moscú, y a vos mismo. Ahí no te voy a decir que no, que el mate marcó un poco al subir. Nos sentamos y, mientras tanto, la guarda –con otro estándar: una mujer que parece haber dejado sólo por un ratito sus quehaceres y haber venido al bondi a vender boletos– cobra de a 38 rublos de punta a punta del bondi con una maquinita de esas de levantar quiniela o el pedido de Conaprole.
Nosotros mostramos hacia dónde vamos, y ahí empieza una escena teatral que bien podría haber sido de Barro negro: enfrente, nuestras dos señoras, gastadas por la vida como si fuesen napolitanas, gritan, hacen gestos y se ríen mientras la guarda pivotea con ellas, con nosotros y con el resto del pasaje. Una mujer que viaja con su hijo chico nos dice a señas que vamos en dirección contraria, otra mujer asiente y, ya con el poder de las ancianas venerables y la guarda, no es partido. En la parada siguiente nos bajaremos, pero mientras llegamos se producen cambios. La guarda va a consultar al chofer a su despacho –que tiene una puertita como la de los interdepartamentales–, mientras en el ómnibus la madre, la otra mujer, y también desde el fondo, nos hacen sentar de nuevo: que no nos bajemos, que vamos bien, que sólo vamos a tener que tomar otro, uno de los que escribió en lapicera, en la parte de atrás del boleto, la guarda que dejó en la casa los piroshki en el horno, la alfombra ventilándose afuera y ahora está vendiendo boletos.
Cuando llegamos al hotel, y mientras Sandro apronta un nuevo mate, voy hasta el súper y compro fruta, unos yogures, ojitos, polvorones, unas miniaturas de bizcochos muy hojaldrados, y nos ponemos a laburar. Estamos en casa, en Nizhni. Estamos en el Uruguay de Rusia, y estamos contentos por lo que hacemos y por cómo nos tratan.
Te llevo tatuada en el pecho.
Abrazo, medalla y beso.