¡Pah!, ya hace casi 20 días que estoy acá de un lado para el otro, trenes, aviones, estadios, hoteles, concentraciones, supermercados, ómnibus, taxis, piroshky, refuerzos, salmón y mucha fruta.
Muchísima emoción también, tensión, incertidumbre, encuentros, desencuentros, sensaciones primarias y de las elaboradas, cansancio abismal y el placer de entregarse al sueño apenas por unas horitas, no por ese extraño -para nosotros- fenómeno del alba en las primeras dos tres horas del día, o por esa increíble sensación de ver el sol de medianoche apenas unas horas después -un día a las 3 de la mañana parecía que ya era para arrancar para la playa-, pero si por la enorme mochila de la responsabilidad que implica el desempeño laboral.
Trabajar es algo común para los uruguayos adultos. Pero hacerlo lejos y poniendo en foco una temática como los mundiales, que se potencia atendiendo a algo tan cercano como esta selección, hace que se multiplique la concentración, el esfuerzo, el intento de ser lo más preciso y abierto posible.
Hay, ademas, una suerte de deconstrucción por ensayo y error, y entonces, en esta nación continente, con escasísimos niveles de comunicación lingüística internacional, con costumbres que uno desconoce, con tanta gente que significa tantas ciudades, tantos aeropuertos, tantas estaciones, tantos buses, tantos barrios, la duda se retroalimenta y se transforma en la no-seguridad.
Uno vuelve a ser un muchacho que anda en ómnibus solo por primera vez, uno vuelve a ser aquel que quedó de encontrarse en el centro en un cine al que nunca fue, y hasta un poco tiembla de sospechar si se bajará en la parada correcta, si se pasará o si irá a parar a otro lugar con el agravante de que esta vez nadie te entenderá ni te podrás hacer entender más que con señas, onomatopeyas o señas de truco. Es la deconstrucción de todas aquellas experiencias que uno ya tiene tan incorporadas pero que no advierte porque lo hace a diario.
Ahora estoy en Sochi, que ya les adelanté me ha parecido extraordinaria. Pero para llegar a esta estación balnearia y de deportes de invierno -que fue sede olímpica de los Juegos de Invierno en el 2014-, debí tomar un tren de 600 kilómetros, llegar a una de las cuatro o no sé cuántas estaciones de trenes de larga distancia de Moscú, acertar a ir al aeropuerto para el cual me había comprado el vuelo, tomar el metro, saber si iba en la dirección correcta, bajarme del metro con la satisfacción del deber cumplido, y salir a buscar la estación del Aero Express, unas modernísimas unidades sobre rieles que conectan con los aeropuertos, encontrar esa estación, hacer la cola correcta, ir al anden desde donde se partirá rumbo a Vkunovo, llegar al aeropuerto, una nueva inmensidad , y yo en medio de la nada. Todos pasos de muchachito asustado pero confiante en mi destino, incluyen una o dos pasadas por el escáner, separar los celulares, prenderlos, y con el rabillo del ojo mirar dónde está mi valija celeste, mi bolso azul y mi mochila negra, mientras el Juncadela me dice no sé qué, que al final no sé si es un chiste o un “muéstreme su pasaporte”. Recién ahí buscar mi vuelo, encontrar mi mostrador de despacho. Procurar hacerme entender acerca de si me dejarán llevar el termo arriba o si deberé despacharlo en la valija. Perder toda la cola para reformular la posición de mi Re-Evolution, el termo con el que ceban 9 de cada 10 estrellas (no se cuando se despertarán de la siesta los de Termolar, miren que hasta les he escrito a Porto Alegre), encontrar un lugar en ese maravilloso aeropuerto de tres o cuatro pisos para abrir la valija y cinchar para que entre ese extraño cilindro metálico que asusta a tanta gente.
Despachar, después entender bien cuál es la puerta y cuándo es el embarque. Pasar por otros tantos escáneres, fiscales de pasaportes, revisiones de fotos. Pero hay más. Tengo que encontrar la puerta 15 A. Cuando no veo a nadie, dudo. En la 15 a secas están embarcando para no sé hacia dónde, pero por suerte hablan inglés. Pregunto, debo tener cara de asustado. Me dicen que sí, que es en la 15 A donde se embarca a Sochi, pero me muestra la indicación de pantalla: a las 18.00 es el embarque y son las 17.00.
Cuando por fin estoy sentado en el asiento 45 D del avión de Rossiva, siento que soy un triunfador. Ahí sentado en el avión de lo que debe ser una subsidiaria de Aeroflot de muy buen servicio, avión y vuelos, me acuerdo de mi maestra de 6o año en la escuela Simón Bolívar. Elsa del Pino, su nombre, y mi recuerdo es maravilloso como el de todas mis maestras, pero Elsa en esos primeros días del 6o nos entregó a cada uno de nosotros un diploma en el que se desparramaban párrafos conceptualizándonos a nosotros, esos 20 o 30 niñas y niños, porque eramos triunfadores que habíamos logrados sortear obstáculos que a los niños nos pueden parecer insalvables, porque habíamos puesto todo de nosotros para llegar hasta ahí, porque no habíamos cejado en nuestro esfuerzo por aprender y seguir adelante.
Eso. Volví a ser un niño que se autoconforta, que se deslumbra por la maravilla de la vida por acertarle a un lugar, por entender qué metro hay que tomar, por ponerle cabeza a qué puerta hay que pasar.
Rusia me tiene deslumbrado por su geografía, por su gente, por su inmensidad. Pero además, sé que estoy deslumbrado, cansado, jodido pero contento, porque estoy acompañando a un colectivo que me representa, seguro que en la cancha, pero mucho más en la vida. Y así voy, así vamos por este camino que a veces nos entrega estas recompensas de volver a ser el que fuimos y maravillarnos por poder ser.
Estoy encantado con Uruguay, con que este grupo humano sea el prisma que nos puede mostrar el Uruguay que muchos queremos.
Y además lo hacen bien. Mejor que subirse a un tren, embocarle a la estación de metro y tomarse un avión para verte.
Te llevo tatuada en el pecho. Uruguay Nomá.