Santiago Maldonado nunca fue muy del fútbol, dicen. Dicen que su hermano tampoco, me enteré leyendo a Ariel Scher. Resulta que el abuelo de ambos, el papá de Stella Maris, era hincha ferviente del ciclón de Boedo. Causalmente, fueron los jugadores de San Lorenzo los pioneros en entrar a la cancha -al Nuevo Gasómetro previo a un partido con Racing- preguntando por Santiago y por la Justicia en una pancarta sostenida por manos obreras del deporte, imagen que se repitió en canchas argentas y también orientales. Los zapatos con tapones corriéndose de a poquito, girando para que todas las tribunas se preguntaran junto a ellos qué fue lo que pasó con el Lechuga, con el Brujo. Lo que está claro es que el Estado es el responsable, pero hay siete minutos que a todos nos faltan de la historia: desde que los milicos arrancaron a perseguir a los manifestantes por la causa mapuche hasta que el río les mojó los pies. Resulta que en San Lorenzo de Almagro hay una Comisión de Derechos Humanos que se enmarca en una Coordinadora de Derechos Humanos del Fútbol Argentino. Así es como se tejió la pancarta, esta y tantas otras que aparecieron en aquel tiempo, un año atrás, cuando empezaba una búsqueda que duraría unos setenta días y una urgencia de justicia que dura hasta hoy y contando. Justicia por Santiago y por todos los que nos faltan, ausencias en las que el Estado siempre está metido, en dictadura y en democracia.

Actualmente hay subcomisiones de DD.HH. en los clubes argentinos que organizan entre otras cosas -hoy más que nunca- los reclamos porque el aborto sea legal de una vez y por todas, desde las canchas y con los escudos puestos. Eso es el fútbol. El fútbol que no se mancha, vaya salmo si los hay en el que apoyarse. Entonces Sergio Maldonado, que como Santiago nunca tuvo ese cierto apego al deporte más hermoso del mundo, hace socia de San Lorenzo a su madre y a él, claro, para ir juntos a la cancha, a acordarse del abuelo, a gozar con las hinchadas, a enredarse en los agarrones de un córner y soltar por un rato la angustia. O colgarla de las verticales para que se sacuda con el faso y las canciones roncas, como en un ritual de brujería colorida con tambores arcaicos y afinación arrabalera. Quizás la hinchada es el barrio prensado en un mundo de cemento, pasto y trapo. Un rocanrol de nuestras libertades y nuestras pasiones, un tango estéril que no pare más que recuerdos que mienten un poco, aquella Libertadores que no fue, el goleador insensato desagradecido, el gurí del cante de enfrente que se fue a descoser Europa; en la memoria de los cuervos, Mirko Saric, futbolista del santo de Boedo muerto por su propia voluntad en esas angustias inexplicables, males sociales que nos aquejan. El fútbol es el amor por el hermano que nos falta; la belleza de los colores y el humo mágico que trepa por las narices de la hinchada y se mete en los pulmones del acervo futbolero que nos enferma. Por eso Sergio se contagia y encuentra en el cemento la cita con la vieja para curar el alma, o apenas por un rato amansar la rabia, colocarla en vocales estiradas de canciones conocidas con versos transformados en motor de once y tantos más.

En Uruguay la Asociación Uruguaya de Fútbol es un cabaret, como otrora nombrara Gambetita Latorre a aquel Boca Juniors noventoso de escenas nocturnas turbias, de coimas y corruptelas. Eso también es el fútbol. Después dicen que los jugadores no deberíamos hablar de política. Lo que pasa cuando no hablan los jugadores es que hablan los dirigentes. Hacen y deshacen, nunca de pantalones cortos. Hay jugadores también, que se convierten en dirigentes, el problema es cuando se les pega el traje a la piel y con el traje las mañas. Empiezan a heder a guita y dejan de heder a linimento.

El presidente de la AUF, en quien muchos depositaban la esperanza de la transparencia, se bajó horas antes de una elección más que conversada para presidir uno de los antros más grandes de nuestro país, desde donde se condensan historiales que tienen que ver con números que muy lejos están de los 15 mil que se pagan salteado en la B. Es violento -no solo payasesco- estar metiendo la mano, o sabiendo que otro la mete, o discutiendo quién se quedó con qué y cuánto era y quien lo pagó, y todo por un celular que grabó unas suposiciones que nadie escucha pero que hace hablar a todos. Es violento saber que así se cocina lo que después nos pasa a los jugadores (y por transitiva a los hinchas), protagonistas de canilleras que vemos pasar nubes de millones por encima, lloviendo gotas ácidas por estrujarse entre ellas a ver quién tiene más, quien suda más sucia guita en la trifulca y quién se queda con la tormenta como un dios de los vientos que se lo lleva todo y que piensa que puede hacer llover como los indios a su merced, pero con una coreografía maligna y socarrona.

El circo de la AUF nos duele a todos y a todas quienes amamos el fútbol que nos pasa. Porque el fútbol nos pasa. Nos aqueja. Nos entusiasma. El fútbol no es los aconteceres de la cancha, tan solo. Aunque parezca que somos veintidós, hay una maquinita perversa corriéndote de atrás, haciéndote zancadillas. Y hay otra muchedumbre que alienta, presa del vicio de insultar por el alambre, que también se tropieza por las patadas de los que mandan. Lo más gráfico de lo que pasa es Freddy Varela con una gorra rusa mal puesta, votando en nombre de un club que no juega por los propios detrimentos que él aplica. Lo otro es la B, una cancha con lamparones de arena, otra inundada de deudas, un fin de mes al que cada vez cuesta más llegar y una ambulancia que directamente no llega. El fútbol uruguayo es un barrio de contexto crítico donde vive un maestro que hace ver del barrio lo mejor de su cultura. Los delincuentes abundan. Los laburantes también. El poder es un bicho contagioso que se parece a mandar, y que es como la lagarta, que se va comiendo el pasto de las canchas.