“Terrícolas”. Así es como llaman los vinculados a la náutica a quienes muy pocas veces en nuestras vidas hemos subido a un barco. Y un día ideal para los “terrícolas” no es necesariamente un buen día para salir a navegar.
Es uno de los últimos días de noviembre y, aunque recién sean las nueve de la mañana, el sol calienta el asfalto en el puerto del Buceo. Es un día ideal para los terrícolas, en el que se podría adelantar el disfrute estival con una mañana de playa. Lo que nosotros no tomamos en cuenta es que, para propulsar un barco a vela, el factor más importante es el que habitualmente arruina las mañanas ideales de playa: el viento. Para los “locos de los barquitos”, como algunos de los veleristas se hacen llamar, no hay día ideal si no hay al menos una brisa que acompañe el momento en el agua.
Pablo Defazio y Dominique Knüppel preparan en tierra el barco que un rato más tarde pondrán a flotar. Es el mismo velero con el que compitieron en Mundiales y en los Juegos Panamericanos de Lima, en el que consiguieron la clasificación a Tokio 2020. En los Juegos Olímpicos también competirán sobre él, que todavía no tiene nombre –pese a que lo adquirieron en 2017– pero ya lleva escrita sobre sus dos cascos la historia de una clasificación olímpica. Es la segunda campaña para Pablo, timonel que en Río de Janeiro 2016 navegó junto a Mariana Foglia. El matrimonio priorizó la decisión de tener a su segunda hija, lo que alejó a Mariana del agua por un tiempo.
Dominique cumplirá su sueño. Llegó como sustituta de Foglia para competir durante el tiempo en el que la tripulante titular no estuviera a la orden. Pero una campaña olímpica es un proyecto de largo aliento y, finalmente, el equipo tomó la decisión de que fuera Knüppel, que ahora tiene 26 años, quien se mantuviera a bordo. Cuenta que lloró y se emocionó, que festejó y sintió alivio cuando en los Panamericanos se concretó esta clasificación que tantas veces había imaginado. Ahora los dos entrenan en las aguas de Montevideo mientras delinean presupuestos para 2020 y se imaginan haciendo hasta lo imposible por conseguir los recursos que les permitan una buena preparación para competir en los Juegos Olímpicos. Competencias en Europa, estadía de dos meses en Tokio y el transporte del Nacra 17 en un contenedor rumbo a Japón son sólo algunos de los gastos a los que tendrán que hacer frente para lograrlo. Pese a que esperan contar con apoyo estatal, saben que hará falta más, por lo que se propusieron aprovechar su tiempo en Uruguay para contar su historia, sus ambiciones y trabajar en la búsqueda de patrocinadores. Mientras tanto, entrenan.
Para el deporte espectáculo que domina la escena del siglo XXI, y del que los Juegos Olímpicos son su máximo exponente, esta es una disciplina que rompe con la norma. No hay estadios para ver veleros, por lo que son pocos los que aprecian con lujo de detalles las regatas que en aguas costeras definirán el podio. Hacen falta cámaras para exhibir su trabajo y sus destrezas, por lo que el equipo se propuso llevarlas al agua para acompañar de cerca un entrenamiento.
Es un día ideal para los “terrícolas”, pero hay cierta tensión en el aire porque las cámaras están por llegar y el viento no acompaña en la jornada. Sin viento no hay entrenamiento, y no hay posibilidad de mostrar cómo navega este velero tan particular, que se despega del agua y vuela. Seis es el número mágico: con seis nudos de viento y sin olas, podrán despegar. En este deporte carente de tribunas, el único murmullo que se escucha es el del viento y, cuando llega, se hace saber. Esta vez, finalmente, vino. Los espectadores ocasionales despiertan su asombro con el truco que sucede ante sus ojos, cuando ven a un barco volar. La velocidad en el agua les permite a las orzas generar la sustentación suficiente para levantar los cascos del agua. En términos más simples: el Nacra 17 es un avión que carretea por una pista acuática y, cuando va lo suficientemente rápido, despega y permanece suspendido en el aire.
Entonces, el momento se convierte en captura, en toma, en imágenes en vivo para el programa matinal, y el gran público del otro lado de la pantalla empieza a descubrir que el Río de la Plata es una cancha más en la que jugar un partido. El Oveja y Domi lo juegan de callados, a la vista de todos, pero a menudo sin los flashes ni las luminarias que esa mañana los acompañaron.
.