A duras penas, por un tiempo que acaso sea breve, con las medias embarradas y con el cuerpo lleno de golpes, el deporte argentino lo hizo: ganó. Ojo: no le ganó al arbitrarísimo, nada necesario y menos aún urgente decreto de necesidad y de urgencia que suscribió el presidente Mauricio Macri en el final de enero para degradar el espacio del deporte en el aparato estatal y para darle un pase -otro más- al macrocapital privado rumbo a apropiarse de un terreno que corresponde a los derechos sociales. Otro ojo: tampoco le ganó a las políticas de ajuste aplicadas a todo y, desde luego, también al deporte por las cuales el presupuesto nacional del sector es menos de la mitad que hace tres años. Este es otro triunfo: el deporte argentino le ganó a Joseph Schumpeter.
Schumpeter nunca sudó en las instalaciones del Centro Nacional de Alto Rendimiento Deportivo (Cenard), el más referencial espacio del deporte de alta competición en el país, al que, según colecciones de fuentes próximas o refractarias a la Casa Rosada, el gobierno nacional pretende esfumar para que florezcan negocios inmobiliarios con formas de torres caras que sean compradas y vendidas por los pocos ricos de un país de cada vez más pobres (unas 13,6 millones de personas, 2,2 millones más que un año antes, de acuerdo con los relevamientos de diciembre de 2018 del Observatorio de la Deuda Social de la Universidad Católica Argentina: el 33,6 por ciento de la población). Schumpeter no lo hizo, pero no por mala voluntad sino porque nació en la República Checa en 1883, murió en Estados Unidos en 1950 y apenas gravitó en la Argentina y acaso en las inmediaciones del Cenard a través de algunos de sus discípulos en el tiempo. Y, además, porque no se dedicó al deporte sino a la economía y a la política.
¿Por qué el deporte argentino le ganó -se insiste, aunque sea por un ratito- a Schumpeter? Porque Schumpeter, en sus textos, en su labor como ministro de Finanzas en Austria, en sus clases en Harvard, planteó la idea de que la participación democrática se reduce a la emisión de un voto cada cierto tiempo bajo el supuesto de que a la sociedad no le importa la vida pública y que, en consecuencia, lo único que vincula a esa sociedad con la política es delegar poder en una élite que gobierna. Lejos del Cenard, cierto, pero no de lo que imponen o pretenden imponer las principales usinas de poder de esta época, lo que Schumpeter postula es un concepto del hacer político ligado nada más que a procederes formales y en sincronía con la lógica de mercado: se ofrecen candidatos y se sufraga en el marco de esa oferta. Y esa, palabras menos o palabras más, es su concepción de la democracia.
Bueno, el deporte argentino hizo o intentó hacer democracia sin renegar de ningún mecanismo de voto, pero apelando a un dispositivo que no está en en las fibras del pensamiento de Schumpeter. Un dispositivo que, según otras comprensiones de la política, es tan esencial en la definición de lo democrático como las urnas. Flor de dispositivo: la protesta.
El deporte argentino protestó.
Protestó y, como protestó, el presidente del Comité Olímpico Argentino (COA), Gerardo Werthein, líder de una institución fuertemente alineada con el gobierno nacional terminó encabezando una conferencia en la que solicitó -luego de consensuarlo con funcionarios gubernativos- que sea el Congreso de la Nación el espacio de debate de nuevas normas deportivas y que eso no se establezca por medio del polémico decreto que, entre otras resoluciones, elimina la Secretaría de Deportes de la Nación para sustituirla no por un ministerio, como alguna vez pidió el propio Werthein, sino por la fórmula mínima de una Agencia Nacional.
Eso: la protesta fue clave para frenar o demorar lo que era un zapatazo con destino de red.
Sin protesta, sin las voces y sin la broncas de deportistas, de dirigentes y de ciudadanos corrientes que se vehiculizaron por las redes sociales y por testimonios lanzados a contrapelo de los circuitos comunicacionales dominantes y sostenedores de las políticas que expresa Macri, sin una movilización de unos cuantos cientos de personas en torno del amenazado Cenard, sin todo eso, lo más que probable hubiera sido que el decreto y las políticas asociadas al decreto marcharan hacia su consolidación con comodidad. Schumpeter habría dicho que así debía ser. Pero el deporte -o lo que ocurrió a partir del deporte- tomó otra dirección.
El escenario porta una cierta curiosidad porque el deporte atravesó el siglo veinte mostrado desde múltiples esferas dirigenciales como un sitio en el que la política no ingresa o no tiene que ingresar. Pionero en observar esto, en su libro “El deporte y la política. Análisis social de unas relaciones ocultas” (1972), el politólogo Jean Meynaud retrató críticamente a la prédica del “apoliticismo deportivo”, a la que exhibió como una falacia, dado que el deporte es una construcción política disfrazada como un lugar “no político” por buena parte de sus dirigencias y de otros actores de poder. Tal vez más o tal vez menos schumpeteriano, el brasileño Joao Havelange, presidente de la FIFA entre 1974 y 1998, evidenció la lógica del muy político “apoliticismo deportivo” quizás con más brevedad y dureza que nadie cuando, frente a las protestas de futbolistas como Diego Maradona, Sócrates o Jorge Valdano sobre las condiciones en las que se disputaba el Mundial de México de 1986, enunció su verticalísimo y autoritario: “Usted cállese y juegue”. O sea: deportistas, el poder es nuestro, ustedes no tienen derecho ni a la protesta ni a discutir lo que decidimos, lo de ustedes es acatar y correr.
Hay un ejemplo por hora de que el “apoliticisimo deportivo” perdura como discurso y como práctica para que quienes, con cargos o sin ellos, manejan el deporte, el espectáculo del deporte y los negocios propiciados por el espectáculo del deporte impongan condiciones y hasta sancionen a aquellos que se atreven a desafiar ese orden de las cosas. ¿Fueron o no fueron antischumpeterianos y contrincantes del “apoliticisimo deportivo” los puños en alto de los atletas que se subieron al podio atlético de los Juegos Olímpicos de México en 1968 para protestar contra el racismo? ¿Fueron o no fueron congruentes esos puños con lo que había enseñado sobre la protesta, exactamente sobre la centralidad democrática de la protesta, Martin Luther King, quien invitaba masivamente a protestar cuando decía: “Quien acepta pasivamente el mal es tan responsable como el que lo comete. Quien ve el mal y no protesta ayuda a hacer el mal”?
Un trazo no menor de la protesta política y deportiva contra las orientaciones gubernamentales sobre el deporte consiste en que hay deportistas que, más en susurros que en declamaciones públicas, admiten que no quieren que su protesta sea “usada” políticamente para otros propósitos. Suena lógico, al menos, por tres motivos: Motivo 1) La prolongada tradición ejecutada por dirigentes de la política tradicional pertenecientes a casi todas las fuerzas que interpretan que el papel político del deporte reside en sacarse una foto con el campeón de turno, una apuesta para tratar que el éxito atlético impregne su cara, su gestión, sus necesidades. Allí, el problema no es la foto sino que, en muchísimas ocasiones, la relación se reduce a la foto porque lo que logró el deportista no fue el producto de un proyecto político que le suscitó mejores condiciones para su desempeño; motivo 2) En este tiempo y alrededor del decreto de Macri y de otros temas político-deportivos, palpita una especificidad argentina: este año hay comicios presidenciales y legislativos, con mucho en juego, y no se requiere de una perspicacia entrenada para advertir que la controversia sobre el deporte en el país se puebla de apariciones oportunistas de signo partidario diverso. De otra manera: es legítimo manifestar que el resultado votacional gravitará en lo que ocurra con el deporte, pero esa legitimidad se acota cuando quienes la pronuncian no asumieron hasta ahora que el deporte es una edificación política y que la ingeniería de esa edificación abastece o demuele el derecho de los pueblos al deporte (¿cuántos de los que estimularon el decreto o cuántos de los que abordarán la cuestión en el Congreso le prestaron interés político serio al deporte?); motivo 3) Ese miedo a ser “usado” políticamente representa una victoria no del deporte y sí de Schumpeter porque recoge la herencia de evitar “meterse” en política, no protestar o protestar durante un suspiro porque “lo mío es el deporte y no la política”, en lo que implica, por un lado, confundir lo partidario con lo político (lo partidario dirían muchos y muchas, pero no Schumpeter, es apenas un cacho de la política) y, por el otro, desconocer que el deporte -no cada tiro al arco, no cada récord en una pista- es inexorablemente una construcción política. Adentro y afuera del deporte, levantar este argumento suele ser un maquillaje para que la pelea la den otras y otros y mirar lavándose las manos.
Con vecindades y con distancias de lo que ocurre con el decreto presidencial, con el Cenard y con otras tiranteces, la otra gran protesta del deporte que atraviesa la Argentina del presente es la del fútbol femenino y feminista. Es ese un territorio enmarcado por machismos, por segregaciones, por represalias, por estigmatizaciones, un territorio decisivamente enlazado con otras luchas presentes y un territorio en el que, tantos de los debates de muchas agrupaciones como en las tribunas de las canchas, flamea persistente una consigna que es más que una consigna, una consigna que se lee, que se escribe y que se oye, en la que el apoliticismo se desvanece: “Todo deporte es político”.
Las protestas del deporte acontecen en una sociedad a la que desde los altavoces de parte de la industria de la comunicación se la convence de que protestar no es desafiar a las líneas ideológicas y políticas mandantes sino molestar a la gente de a pie. Eso significa que el acto de protestar, el acto político de protestar, el acto organizado y colectivo de protestar, anda en la mira. Y eso, además, revaloriza que, más tibio o más enérgico, el deporte haya sido escenario de protestas que empujaron a retroceder temporariamente en chancletas a un decreto. Contracara de la avanzada antiprotesta, el jurista argentino Roberto Gargarella sugiere, en su trabajo “El derecho a la protesta. El primer derecho”: “Sin protesta la democracia no puede subsistir”. Ese enfoque lleva una reivindicación de la posibilidad humana y compartida de protestar y, en más de un sentido, de la posibilidad humana y compartida de hacer política, algo que, guste o no, define lo que está sucediendo con algunos aspectos del deporte en la Argentina. También exhibe que hay más maneras de concebir qué es la democracia que la que instaló Schumpeter.
Es que, en definitiva, pensar la protesta y ejercer la protesta remite a pensar y a ejercer lo democrático. La protesta como derecho, la protesta como resistencia, la protesta como bandera contra el individualismo, contra la aceptación, contra la quietud y contra el desentendimiento. De eso habla el italiano Antonio Gramsci en su mítico “odio a los indiferentes”: la protesta como rival de la indiferencia, la protesta no egocéntrica y sí asociada, la protesta como rostro de comprometerse.
Rociado a lo largo de toda una historia por perfumes despolitizantes, seguro que más tibio que otras zonas de la vida que acostumbran arder, de algún modo el deporte protestó. Protestó y algo pasó porque protestó.
No es raro.
Lúcido entre los lúcidos, artista, intelectual y original, el estadounidense John Berger supo entregarle al futuro una síntesis conmovedora: “Protestar es negarnos a ser reducidos a cero y a que se nos imponga el silencio. Por tanto, en cada momento que alguien hace una protesta, por hacerla, se logra una pequeña victoria. El momento, aunque transcurra como cualquier otro momento, adquiere un cierto carácter indeleble. Se va y sin embargo dejó impresa su huella”.
Medio a cero o un cuarto a cero ganó el deporte.
Y acaso mañana pierda de nuevo porque el adversario es gigante.
Pero algo es algo o más que algo.
Y ese algo habilita, con todos los respetos y sin nada personal, un mensaje. Un mensaje de protesta: esta vez, andá a buscarla al ángulo, Schumpeter.