A esta altura, me parece insólito habernos querido sin haber hablado nunca de Messi. Dirán que esta es una escupidera para justificar un fracaso amoroso, pero juro que en los últimos días cambié mi manera de pensar. Durante dos años, gasté insomnios analizando hasta las teorías más rebuscadas de un gurú de Mozambique para entender por qué me había dejado. Tuve acidez, dolores de próstata, una operación y hasta un ridículo microdesgarro abdominal. Leí a Marx, a Aristóteles, a Sartre, a Nietzsche, a mi carta astral y a una biografía berreta de Atila el Huno, por si aparecía alguna respuesta. Pero la culpa, la verdadera culpa, apareció un tiempo después, una noche en la que jugué con ella al tutti-fruti vía internet, cuando ya no estábamos juntos. Esa noche hubo una revolución. Como si fuera el momento en que Dios dejó de ser Dios y Dios pasó a ser la ciencia. Esa noche, por culpa de Monetti, el arquero de Gimnasia, dejé de preguntarme por qué me había dejado y empecé a preguntarme cómo nos habíamos querido sin haber visto, al menos una vez, juntos, un partido de fútbol.

El sábado previo a que dejáramos de estar juntos, se jugó uno de los mejores partidos de la historia. Quizás, el mejor partido del mejor equipo del mejor deporte. Ese 28 de mayo de 2011 nos despertamos juntos como si nada. Ella no hablaba de fútbol y yo, tampoco, le preguntaba qué pensaba. ¿Cómo puede ser que dos personas se despierten juntas sin hablar de algo increíble que va a suceder esa misma tarde? En serio. Porque ni las mujeres, que tienen verdaderamente un cerebro más como para calcular todo tipo de estrategias y de pasos a seguir, podían imaginar esa tremenda demostración de belleza que dio esa tarde el Barcelona de Pep Guardiola cuando le ganó 3-1 al Manchester United de Alex Ferguson, en el mítico Wembley, y se quedó con la Champions League.

Y yo, que soy un machista que intenta no serlo, que estoy consumido por una sociedad donde los padres se frustran cuando el médico dice que va a ser nena porque piensa que no van a poder jugar a la pelota, cometí el mayor de mis errores en la vida de pareja: no la invité. Y me perdí de todo porque, probablemente, ella ya sabía que iba a dejarme y yo ya sabía que el Barça iba a ser campeón de la Champions League. Pero, vamos, ¿quién puede dejar a alguien después de ver con ese alguien ese partido del Barcelona?

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–¿Quién es el arquero de All Boys?

–El que es gordo. Cambiasso.

–¿El de Olimpo?

–Champagne.

–¿Y el de Gimnasia?

–El de Gimnasia es Monetti y es un fenómeno. Anda muy bien.

Los sabía todos. Apenas trastabilló con el de Godoy Cruz, que yo no sabía y secretamente busqué en Internet. Nunca, jamás, tuvimos un momento más romántico que ese. Hacía más de dos años que no nos dábamos un beso y, aún así, esto era lo mejor que nos había pasado. Jugar al tutti-frutti con arqueros no estaba siendo simplemente un detalle lúdico. No era una competencia de eruditos en algo. Era una discusión filosófica sobre para qué sirven las relaciones de pareja.

Pensé, primero, en mi papá, un adicto al fútbol, y en mi mamá, una persona que odia el fútbol, y me pregunté: ¿cómo puede durar un amor 30 años sin hablar de fútbol? ¿De qué hablan cuando van a cenar? ¿Qué piensa ella de él cuando lo ve emocionado frente al televisor mirando al Getafe contra el Almería? ¿Qué piensa él cuando ve al Bayern Munich y mi mamá pasa por al lado pidiéndole que la ayude a ordenar la casa?

Empecé a rastrear caso por caso.

Encontré un amigo que me contó que su mujer se había levantado de una siesta dominguera y lo puteó por no haberla despertado para que vieran el Real Madrid-Barcelona, el día del 3-4, con Messi metiendo el penal sobre el final del partido, en lo que fue una pena leve, porque apenas se perdió los primeros veinte minutos y el resto lo vieron juntos, abrazándose en cada maravilla de los catalanes.

A otro lo vi confesar, frente a su grupo de amigos, algo que realmente le dolía. Lo dijo así, de esa forma, anunciando que iba a decir algo duro y dejándole el suspenso que merecen esas cosas que cuestan sacar del cuerpo. Lo aclaro acá, para darle un contexto que él naturalmente no tuvo que darle a sus amigos: él es hincha de River y banca a muerte a Ramón Díaz. Tanto como para decirle Ramor, en vez de Ramón. Pero él, un militante de alta gama de las ideas de ese entrenador, demostró una puntada que lo golpeaba y que todos le respetaron. Dijo, casi con vergüenza: “Mi mujer no banca a Ramón”. Y se hizo un silencio. Se oyó, desde lejos, como si fuera un ruido que venía de otro continente, un oh. Y, aunque todos hubieran querido gritar ooooooooooooooooh, apenas fue oh, porque ese grupo de amigos es muy respetuoso de las tristezas de los otros.

Pero un amigo me comentó un caso con una envergadura todavía más compleja. Lo escuché tremendamente compungido en el momento en que admitió que más de una vez había estado cerca de divorciarse por culpa de Marcelo Bielsa. Sonará extraño, claro, que Bielsa, un tipo que anda en jogging por la vida, que tiene los anteojos colgados con un hilo, que no se peina, que camina al lado de una cancha haciendo segmentos de tres metros que vuelve a recomenzar sin razón, pueda destruir una pareja. Pero no se trata de una cuestión sexual, aunque el sexo sea una buena respuesta a todo. Ella es bielsista, él no y esa diferencia ideológica, en esa casa, cuesta más que la elección del colegio primario al que irá su hijo.

Pensarlos como psicópatas no sólo es un error sino que es una discriminación de género. ¿Por qué si hay grupos de amigos que se matan entre menottismos y bilardismos no va a haber parejas que se reprochen lo mismo? ¿Por qué si un país como Brasil hace una magnánima apuesta política para un Mundial no va a haber razones de divorcio que digan, en vez de adulterio, “prefiere jugar de contra”? ¿Por qué los besos lindos son los que se dan bajo la luna y no los que se construyen, desordenadamente, en una avalancha por un gol en el último minuto en un clásico?

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Sólo siete horas tenían para estar en Río de Janeiro. Faltaba algo menos de cinco meses para el 15 de junio y para que Lionel Messi, a las 19, contra Bosnia, devolviera al Maracaná a esa vida mundialista que abandonó el 16 de julio de 1950, el día del Maracanazo. Cuatro amigas estaban de paso y tenían que hacer tiempo para tomarse un avión que las devolviera a Buenos Aires. No era una decisión cualquiera. Un promedio de tres millones de turistas pasa, por año, por esa impactante ciudad brasileña y había poco tiempo para recorrerla. El Pan de Azúcar, el Cristo Redentor, el Corsódromo, Copacabana, Ipanema y el Parque Nacional de Tijuca. De las cuatro amigas, tres decidieron ocupar el día comprando ropa y souvenirs. Otra, bien temprano, se tomó un colectivo y, sola, se fue a ver el estadio.

“¿Adiviná quién?”, me preguntó Ella y yo me reí y me llené de amor y de locura y después me sentí un ridículo sonriendo en mi cuarto, solo, mirando a través de una pantallita de una red social por donde iba pasando ese relato.

Hubo una época en el cine argentino en que con canciones de Palito Ortega se solían filmar películas o series donde una pareja corría por el pasto, con el vestido flotando en el aire, con las manos apretadas, con el sol brillándole alrededor. Cursi o no, vaya uno a saber por qué, ese sol, aunque esté forzado, no sé, suele dar ganas de besar. Y yo pensé lo mismo. Pero no en cualquier momento. No con una canción ni con una película. Fue cuando ella me dijo: “¿Sabés las ganas que yo tenía de tirarme en ese arco?”.

Y tirarse no a dormir la siesta. Tirarse porque ella, ahora, es arquera. Estudia los movimientos de Iker Casillas –del Real Madrid-, mira entrenamientos de Peter Cech –del Chelsea- por YouTube, aprecia a Sebastián Saja y banca a Sergio Romero para la selección. Mira por televisión a Alejandro Saccone, un exarquero devenido en comentarista. Juega los sábados en dos equipos: uno en cancha de cinco y otro de nueve. Todavía no se anima al arco de once, pero no falta tanto para que lo haga. Cuando su equipo pierde, como cualquiera, se enoja, pero sigue y no falta ni a los entrenamientos ni a los partidos.

Todo eso no existía cuando nosotros salíamos. Ella, como muchas otras ellas, descubrió el fútbol tarde y, como todo amor tardío, el contratiempo la obliga a una pasión desaforada para recuperar el tiempo perdido. A su papá nunca le gustó el fútbol. Y su mamá no podría aguantar dos segundos viendo un partido. Y sus hermanas se aburren con la pelota. Y el colegio y los clubes de barrio y la televisión y la vida le explicaron que el fútbol era para hombres, injustamente para hombres.

Como nenes que lo dicen abiertamente, como viejos que no lo dicen porque les da vergüenza pero que por adentro lo sienten, ella quiere jugar en el Barcelona. Hincha por el Barcelona porque le gusta, como a los buenos ojos, el buen fútbol. Hincha porque los ojos son ojos siempre, estén en el cuerpo donde estén, sean del sexo que sean, y cuando el Barcelona no le pudo ganar al Atlético Madrid por la ida de los cuartos de final de la Champions League, me dijo que estaba triste. Como yo, que estaba triste, porque me perdí lo mejor de ella.