“Ay celeste regalame un sol” la sentí por primera vez en 2007 cuando, tras quedar eliminados por penales con Brasil, en la sección deportes de Subrayado presentaron un resumen musicalizado con esa canción que hoy es casi un himno asociada a la selección.
Recuerdo la emoción de ver la imagen de Óscar Tabárez dando un paso al frente casi gritando el penal del Canario Pablo García con los puños apretados y girar apenado cuando no se dio. Recuerdo también las palabras de aquel capitán diciendo “les juró que la pateé con el corazón” y la música de NTVG de fondo. Esa vez estuvimos a punto de dejar afuera a Brasil en semis. ¡La pelota del Canario pegó en el ángulo del lado de adentro y salió!
Ahora que lo repaso siento que parte de la magia de NTVG está cuando Emiliano dice “hay algo que sigue vivo” y comienza a crecer la guitarra. Porque musicaliza entroncando con algo que muchos vivimos y sentimos, y es que estas derrotas duelen mucho, sí, pero no matan más que un partido o un torneo.
Y vaya si quisieron matar (literalmente esa fue la expresión que usó un opinador serial) al Maestro y a sus jugadores después de aquella Copa América. Y, sin darnos cuenta, comenzó una disputa cultural impresionante, en dónde tanto Tabárez como el Tato Horacio López jugaron papel destacado -junto a muchos comunicadores y una afición silenciosa pero mayoritaria que rompió récords de entradas en todas las eliminatorias- para mirar de otra manera el deporte, para ser más empáticos y realistas, sin perder los sueños ni las utopías.
Por eso quizás las derrotas duelen más cuando uno está ilusionado y con razones. Esta selección reciente de Uruguay creció en juego, renovó su plantel, salió quinta en el Mundial, fue más protagonista que reactiva y trató de ganar en la cancha sin guardarse nada. Pero quedó afuera con Josema Giménez y Luis Suárez llorando. Y qué lindo es que los guapos lloren. No posan con cabeza altiva creyendo ser superstars. Porque son parte de un equipo y de un sueño colectivo. Y no se ponen en víctimas, sino que tras el liderazgo de Diego Godín ¡dicen gracias! a la gente que apoya.
Cuando el partido parecía que no salía y se estaban por venir los penales, mi hijo de 13 años me dijo: “No me gustaría quedar afuera porque capaz que es la última vez que pueden estar juntos los más experimentados con los nuevos, me daría mucha pena por ellos, sobre todo por Suárez, Cavani y Godín”. Después vinieron los penales y él se frustró. Lo fui a buscar al cuarto y me vino a la memoria el cuento del hincha de Huracán que ve que cuando su hijo llora por el cuadro derrotado y se da cuenta de que perdieron un partido pero se ganó algo para toda la vida. Y entonces le dije que lo más importante de hoy había sido descubrir que a él le importaba la derrota “por ellos”, por los jugadores, porque era capaz de ver y sentir por las personas que están ahí debatiéndose ante la agonía del deporte, entrenando, cargando con responsabilidades inimaginables para cualquiera de nosotros. Que no había entrado en la manija de la culpa es de tal, o faltó que jugara cuál o el VAR y que se yo.
Parece increíble pero este gurí tiene la misma edad que Tabárez al frente de la selección en su segunda etapa. Y cuando le dije eso de que estaba muy orgulloso de él como hincha me emocioné (porque también amo a Luisito, al Edin, al Faraón y al máster) y con unas lágrimas de duelo y esperanza le dije: “Además, hay Copa América 2020 y los vamos a volver a ver”. Y lloro al escribirlo.
Creo que ahí es donde, para cada uno de nosotros, con sus vivencias, ilusiones, formas de entender el juego y su asociación con la cultura y la sociedad, “Celeste regalame un sol” pega en lo más profundo. Porque su “hay algo que sigue vivo” tiene que ver con un renacer que experimentamos desde las crisis de los noventa: los repatriados, las copas América sin jugadores del exterior, el “Gracias Paco” de 2002 en el tablero del estadio, los bloqueos de dirigentes y las renuncias a la selección…
Esta selección, con gran capacidad de organización, supo recuperar valores propios de la tradición deportiva nacional con la oportunidad de tener un importante número de jugadores compitiendo en ligas de alto nivel. Se aprende de Europa, sí, pero se recupera lo de acá, la historia, la grandeza, el valor y el respeto de vestir la celeste con educación y profesionalismo. Profesionalismo y educación que se pueden resumir en un concepto: humanismo. Y no me refiero a la corriente filosófica, sino a la disposición de entender el juego, la preparación y la mayor cantidad de elementos que lo rodean como parte de una interacción entre personas. No se trata de estrellas, de sueldos o de mercadeo. Tampoco de figuras míticas inalcanzables. Una vez escribí, cuando lo de 2014, que si algo tiene Luis Suárez (además de sus innegables dotes de goleador y delantero de equipo) es la condición de mortal que puede robar el fuego sagrado de los poderosos. Parecido en su picardía, temeridad e inocencia al gran Diego Maradona. Muchachos de abajo, que con condiciones la pelean como nadie y asustan a los autoritarios moviéndoles el piso de su supuesto “orden natural jerárquico”.
El humanismo en el deporte pasa por dar valor a las personas. Siempre recuerdo que hace mucho tiempo, gracias a un resumen de Bendita TV, pudimos repasar cómo se enojaba Tabárez en 1989 cuando le pedían los cambios: “Cuando me gritan 'sacá a fulano' me provocan la reacción contraria, porque voy a dejar a fulano diez minutos más para ver si puede demostrar lo que sabe”.
Dirán los inmediatistas que ya era caprichoso desde aquella época, y para mí -que también vengo del palo de la educación- creo que hay en esa anécdota una joya casi revolucionaria del Maestro: no son figuritas de álbum o íconos de la Play Station, son personas. Personas que entrenaron toda la semana, que tienen determinada situación a resolver contra un rival que le pone obstáculos nuevos, que están intentando que les salga lo mejor de sí pero que, como personas que son, hay que darles tiempo para que puedan demostrarlo. Y digo lo de la educación porque muchas veces cuando uno hace un pregunta a la clase y solo deja que conteste el que sabe la respuesta, es probable que otro que estudió pero está entendiendo el tema, se pierda la posibilidad de responder, o de pensar bien qué se está preguntando. No todo es inmediato y da resultado ya. Tres casos aparecen como paradigmáticos: Tata Álvaro González, Cebolla Cristian Rodríguez y Federico Valverde. Los tres se perdieron mundiales, pero al torneo siguiente pudieron demostrar su valía dentro del proceso de selecciones nacionales: Tata en 2011, Cebolla en la Eliminatoria y el Pajarito ahora.
Y esto no es patrimonio exclusivo de Tabárez. Quisiera recordar que cuando el Barcelona llevó a Luisito un periodista preguntó de forma provocadora al entonces director deportivo culé, el ex golero Andoni Zubizarreta, por qué traían a alguien de notoria mala conducta en el Mundial. Y su respuesta fue que desde las canteras el Barça apostaba la formación de la persona, que si alguien cometía un error lo único que no se podía hacer era condenarlo para siempre, y que ellos apostaban por la recuperación y los valores positivos del deportista.
Toda una declaración de humanidad y empatía ante la cosificación mediático-tribunera de los deportistas. Emparentada con las filosofías de Menotti, Cruyff, Sacchi y del propio Tabárez, que permiten ser grandes en la derrota y saber que sigue viva esa llama de humanidad y educación que hace mejores a deportistas e hinchas y arrincona en el veneno de la discriminación iluminista a los que se ponen a tirar piedras atacando a las personas. Y no me refiero aquí a los que critican aspectos tácticos o estratégicos, sino a los que aprovechan cada traspié para emitir agresiones conceptuales sobre las ideas y el ser de las personas involucradas en el proceso cuando dicen que son “burros”, o un “viejo de m…”, un “club de amigos”, o que Tabárez es un “filósofo de la mediocridad” o un “hombre superior que se la cree” y todos unos “millonarios fracasados”. Si uno repasa algunos comentarios de aquella vereda encuentra que hay una parte de la cultura que se resiste a tomar el juego y su dificultad como parte de una aventura compleja e inconclusa, que creen tener una verdad última superior y a partir de la cual, de forma casi conductista, los objetivos podrían conseguirse como si el armado del equipo fuera un input y la obtención de un campeonato el output. Rápidamente la responsabilidad no estuvo en agitar y vender un éxito seguro e idealizado de ser siempre campeones y exitosos (o de lo contrario no vale nada –¡tremendo!-), si no que se fracasó en ser campeones o en derrotar a Perú porque fallaron quienes lo implementaron.
Aquello de la verdad última superior e incuestionable, roza con posturas autoritarias. El tirar culpas a los actores sobre el fracaso de planes ideales incomprobables es típico de regímenes totalitarios. Y calificar a los deportistas de forma cosificada por lo que ganan o “rinden” propio de un concepto mercantilista de las relaciones entre las personas.
Lejos de esas sensibilidades desalmadas, prefiero –como muchos– estar y llorar “con ellos”, que son los que la pelean día a día, eternos subalternos de una práctica social mediáticamente mercantilizada. Y agradezco a todos los que como el Maestro y tantos otros docentes de educación física y comunicación, nos ayudan a ser menos alienados a la hora de sentir la pasión deportiva y tamizarla con la necesaria empatía de una circunstancia no escrita. Por eso es que estar con ellos parece ser una forma mejor de empatizar y poder así volver a cantar juntos cuando resuene lo que “en el alma está guardado”.