La irreverencia de la juventud, la falta de previsión para el futuro y una docena de mudanzas, hacen que, sólo de boca, pueda decir que escribo y publico desde hace 38 años. Sin embargo, el día que tenga que iniciar expediente ante el BPS, las hemerotecas me salvarán porque, a falta de recortes y recibos de sueldo, certificarán que hace más tiempo aun que me dedico al periodismo escrito y radial. He cubierto decenas de campeonatos, me han tocado decenas de campañas, he recreado decenas de vueltas olímpicas. Nunca he dejado de poner el cuerpo, el alma o las emociones, de sentir virtualmente empapadas camisetas en mis puestos de trabajo, de colgarme del alambrado de mis teclados, de gritar en el micrófono. A la inevitable subjetividad de cada acción –estoy poniendo mi sujeto en cada palabra que escribo, que digo– me voy asociando emocionalmente con los clubes, con los jugadores, con los planteos, con la gente.
Uno nunca sabe para cuántas personas está escribiendo, para cuántos está hablando, pero sí sabe que cada crónica, cada relato, cada campaña, es una final del mundo en la que hay que dar todo. Pero para ello es necesario sentir, recibir, prepararse, saber.
La hora del Renta
En este extraño campeonato, antes y después del confinamiento, fui sintiendo una conocida empatía hacia el Renta. El juego, la expresión de su entrenador, el estatus de cuadro muy chico y que viene de la B. A medida que fue pasando el tiempo, miércoles y domingo, más otros miércoles y domingos, mi ser y mis emociones iban recreando –con una profunda y dura discusión interior– tonos, olores y latidos, suspiros y reacciones, de la más grande hazaña futbolera de un club uruguayo, la de Central Español, de 1984. No habrá ninguna igual. Ninguna, nunca, y me negaré a reconocer algo más épico. Pero aquí había cosas que me hacían sentir bien, despertaban mi emoción, renovaban involucramientos y hacían aparecer miedos y obstáculos. Es cierto que algo de esto me había pasado con Defensor en 1987 y en 1991, con el inolvidable Danubio del 88, con Progreso en 1989, con Bella Vista en 1990, con Rocha en el 2005 y con, el más cercano y aún latente, Plaza Colonia.
Haciendo cálculos, solidificando argumentos acerca de la pertinencia de este título de campeón de Rentistas, advertí un vaso comunicante en esas señales que muestran los equipos que están para concretar sueños: a aquel Central lo vi en sus 24 partidos, y a este Rentistas en 14 de sus 16 encuentros con los que enhebró su título de campeón del Apertura.
Se te ve bien
Y ahí está la cosa: nunca en la historia del fútbol profesional uruguayo aficionados y periodistas habíamos tenido las posibilidades de ver en cada fecha, durante todo el campeonato, las exposiciones de cada uno de los equipos. Hemos podido seguir en vivo, aunque por televisión –con todas las limitantes que ello implica– 100 de los 120 partidos del campeonato.
Entonces, me fui haciendo “tele-hincha” 2020 de Rentistas, porque ¿a quién no le gusta que un equipo de la B, con jugadores recauchutados, redescubiertos o camino al desahucio, con un técnico que hace escuela como un outsider, empiece a sumar victorias perpetuadas por la pandemia? Pero ¿y después?
Partido tras partido, frente al escritorio, en la platea del sillón, o por el agujerito de la tablet o el celular, empecé a correr junto con Quique Cristian Olivera, a sentirme con la presencia de Maxi Falcón, a sentir la seguridad del Mono Yonatan Irrazabal. Ahí veía subiendo al Rolo Rolín, al capitán Andrés Rodales barriendo y trepando, al Colo Santiago Romero llevando la carpeta de área a área.
“¿A qué hora juega Rentistas? ¡No lo podés poner a esa hora!” Y, como si fuera el Liverpool de Luis, acomodando horarios para estar ahí, entre cuchillos y tenedores, entre mates y yogures, entre falsos 175 destino Las Piedras, empecé a seguir al Renta como si fuese uno de aquellos hinchas de los 70 que iban a ver a aquellos crack de gruesas camisetas rojas con números bordados en lana. Ahí están Gustavo Fernández, el Toto Larraura, Puchero Prestes, Jorge Siviero, Aníbal Pastorino.
Estar para campeón
Victoria tras victoria, puntito tras puntito, siempre ahí, cerca o en la punta. Siempre. ¿Acaso un golero firme y experiente, y una línea de cuatro sólida con juego y expeditiva es una invitación a la temprana admiración de parte de algunos de nosotros? En esa media cancha que juega y raspa, todos arremangados y jugando, ¿habían visto ustedes una mejor versión de Matías Abisab? ¿Cuántos de ustedes descubrieron después de haber pasado por Nacional, Fénix, Rampla y River Plate, a Gonzalo Vega, factótum de la ejecución de la victoria, convirtiendo, sólo él, los últimos cuatro goles del equipo de Alejandro Cappuccio que lo condujeron al campeonato?
Rentistas fue un equipo fuerte. No sólo desde el punto de vista del juego físico, sino también desde la concepción colectiva, siguiendo la inteligente estrategia coyuntural planteada por su técnico para cada partido, más la estructural y metódica forma de juego elegida para ese equipo, para este campeonato.
En el arranque del campeonato nadie lo tenía. ¿Quién iba a tener a un club que nunca había sido campeón de nada en la A y que encima venía de la B? ¿Rentistas campeón? ¡Ma qué!
Está bien. Los medios dominantes no salen del círculo vicioso de hinchas-retorno comercial, Nacional-Peñarol y sus transmisiones, sus páginas de suplementos y, entonces, sus trabajadores –generadores de opinión pública– podrán explicar su “extraña” sorpresa o desconocimiento ante ese equipo o aquel jugador.
Desde el 8 de agosto hasta el 14 de octubre ese argumento quedó absolutamente descalificado. Vi a Rentistas, vi al campeón en cada uno de sus partidos, y puedo sostener, como nunca, que ha sido un sólido y justo campeón. Un equipo que soñó y ejecutó, con respeto, aptitud y sin miedos.
Un verdadero campeón, para que sea verdaderamente inolvidable.